A menos que se emprenda una estricta política migratoria capaz de detener la constante oleada de inmigración ilegal haitiana y se implante una rígida política para reducirla al mínimo necesario, la nación correrá idéntica suerte a la que hoy estremece a Europa con la inmigración musulmana.

Los efectos del fenómeno cada día se sienten más en la sociedad dominicana. Las escuelas no son suficientes para acoger a todos los niños dominicanos en el sistema público, porque la escasez de aulas ha dejado fuera por segundo año consecutivo a cientos de miles. Las plazas que antes ellos ocupaban han sido reservadas para niños hijos de inmigrantes ilegales.

Lo mismo ocurre con el sistema de salud. Las camas de los hospitales públicos las ocupan en su mayor parte parturientas haitianas, viajeras ilegales traídas por una mafia con evidentes conexiones oficiales, lo que obliga a las futuras madres dominicanas a parir en las clínicas privadas. El país ha asumido así, voluntariamente o por presiones foráneas irresistibles, una agenda ajena, la del país vecino, y compromete así una parte importante del presupuesto nacional, en momentos de inflación y de crisis de esenciales servicios públicos, cuya calidad va en acelerado descenso.

La situación no permite dubitaciones, pues el peligro es real, debido a la crisis de autoridad en Haití. La incertidumbre económica, social y política allí existente alienta el fenómeno de la migración hacia un territorio vecino donde las oportunidades son mayores y el ingreso y permanencia no representan dificultad alguna. Con la posibilidad también de adquirir con buena cantidad dólares, un permiso temporal que dura para siempre en un mercado de visas, cuya legalidad algún día tendrá que ser cuestionada.

Encarar la inmigración ilegal en la proporción que nos afecta es uno de nuestros grandes retos del presente y el futuro.

Posted in La columna de Miguel Guerrero

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