Si me preguntaran qué medidas fuera del ámbito económico esperaría de una administración empeñada en arreglar las cosas, reclamaría un decreto que prohibiera “el elogio a la figura presidencial”. Sería un primer paso a la eliminación del culto de la personalidad, tan dañino en nuestra historia, y que se ha incrementado reviviendo en la memoria de generaciones las terribles consecuencias de esa odiosa práctica en la vida nacional.

Esa medida conllevaría necesariamente otras prohibiciones, como las ridículas normas protocolares, sepultadas en la administración anterior, de trasladar sin importar distancia a todos los actos públicos la silla decorada con el escudo nacional donde el Presidente se sienta, para hacerlo ver más alto que los demás. Se llevaría consigo los vacíos y rigurosos discursos que en toda actividad oficial deben pronunciarse para agradecerle su honrosa y magnánima presencia, con la bendición obligada del obispo o el cura de la parroquia, según el caso. Enviaría a Bienes Nacionales como una reliquia la alfombra roja que se le coloca para resaltar sus pisadas, y oficializaría la supuesta prohibición del retrato presidencial en cada oficina pública.

La eliminación de ese culto despreciable dejaría atrás la idea de que la Presidencia convierte a quien la ejerce en un ser superior, objeto de reverencia y de un respeto que sólo tendría sentido cuando sus actuaciones lo hagan merecedor de eso. La creencia en esa superioridad sobre sus conciudadanos es lo que históricamente ha permitido la prostitución del cargo, y cuanto hemos sufrido a lo largo de nuestra vida republicana.

Es ese culto lo que promueve en cuantas inauguraciones privadas de relativa importancia social o económica se realizan, la obligada presencia presidencial, fiel a lo que es ya una tradición, a veces por pura cortesía, otras para no arriesgarse al costo de un imprudente olvido.

Posted in La columna de Miguel Guerrero

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