Seis décadas después del triunfo de una revolución supuesta a mejorar la vida de los cubanos y ponerle coto a la corrupción existente entonces, Cuba regresó a comienzos del 2015 a los peores días de lo que llegó a llamar “capitalismo salvaje” con una ley de inversión extranjera que incrementa los incentivos y las garantías al capital foráneo que ya poseía desde 1995. La legislación le permite a los inversionistas repatriar utilidades a un nivel que difícilmente se les permita en otros países con economía de mercado, como la República Dominicana.
El gobierno de los Castro dijo en su momento que el objetivo de la medida era poner a Cuba en condiciones de impulsar su economía y expandir su comercio exterior, lo que significa una admisión del penoso fracaso de cuantos experimentos se hicieran a lo largo de los 55 años anteriores de gobierno comunista para superar la situación de escasez y pobreza con la que la llamada revolución ha condenado la suerte de los cubanos. Los privilegios que esta ley de inversión otorga a los extranjeros no se extienden a los cubanos. La iniciativa creó una institución estatal para regular y controlar la contratación de personal nativo en las empresas foráneas que fija las categorías y salarios del personal contratado. El gobierno les cobra directamente a las compañías el salario de los nativos en dólares y euros y luego les paga en pesos cubanos. El Estado se queda con la diferencia.

Esta ley pulveriza toda la esencia original de la revolución, que en sus inicios anuló la propiedad privada, confiscó los grandes capitales, expropió las empresas extranjeras e hizo de la actividad económica un derecho exclusivo del Estado, dejando a los cubanos sin la posibilidad de regir su propio destino y decidir por cuenta propia. La Cuba de hoy es una rémora de la peor etapa del capitalismo, felizmente superado. Toda una revolución para llegar a tan triste final.

Posted in La columna de Miguel Guerrero

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