Admito mi carencia de respuesta para algunas de las más importantes preguntas que muchas veces me formulo. Por ejemplo, ¿por qué escribo una columna diaria? ¿Por dinero? No lo creo. Lo que me pagan no me resuelve ningún problema. ¿Entonces, por qué lo hago? ¿Acaso en la búsqueda de fama o reconocimiento? Descartado. Detesto la primera y dudo que obtenga lo segundo por esa vía. ¿Por vanidad? Aún no sufro de ese mal. ¿Para probarme a mí mismo? No necesito hacerlo. Me basta con mi familia. ¿Para estar en el centro de la energía que mueve a esta sociedad? ¡Imposible! Daría cualquier cosa para estar lejos de ella.

Pero debe haber una razón, sin duda. Tal vez tan poderosa que sea incapaz de comprenderla. Pasa a menudo en un mundo atormentado, donde las personas viven angustiadas por el duro quehacer diario, asfixiadas muchas de ellas en obscena abundancia extrema a veces aniquiladora del espíritu, y otras, en número mayor, atrapadas en una terrible escasez desconsoladora.

Cuando comencé a escribir esta columna diaria en 1978 restándole tiempo a mis obligaciones como ejecutivo del periódico, me ilusionaba la idea de contribuir a la solución de problemas nacionales o por lo menos a despejar de brumas el camino por el cual transitan muchos lectores. Me costó tiempo y millones de palabras para convencerme de cuán tonta era esa idea. Me di cuenta años después que a lo sumo uno se gana algunas simpatías y, por supuesto, la animosidad de gente fanática incapaz de admitir opiniones distintas a las suyas.

¿Significa que escogí un oficio equivocado? Ni pensarlo, pues haría igual si tuviera otra oportunidad. ¿Entonces, a qué viene todo esto? ¿Por qué seguir insistiendo? Realmente no lo entiendo, aunque de pronto, sin proponérmelo, lleno el breve espacio reservado para otra entrega que tal vez muy pocos leerán.

Posted in La columna de Miguel Guerrero

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