Los profesores de economía suelen enseñar a sus alumnos que los gobiernos deben manejarse con los mismos criterios de austeridad de una familia de ingresos fijos. Para evitar endeudarse en exceso, sus gastos no deben exceder sus ingresos. Los resultados de la no observación de ese principio básico los conocemos bien los dominicanos. Al gastar más allá de sus posibilidades, los gobiernos, con muy contadas excepciones, han recurrido siempre a empréstitos para financiar sus déficits o pura y simplemente para llevar a cabo obras que en la mayoría de los casos carecen de la urgencia que otros problemas demandan. Por esa razón, una buena parte de los ingresos nacionales tiene que dedicarse al pago de la deuda, en detrimento de programas de desarrollo y promoción humana.

Igual situación se da en el gasto electoral. Los costos de las campañas están divorciados de la realidad económica. Nadie sabe a ciencia cierta de dónde sale todo ese dinero que los partidos y los candidatos invierten en promoción. Incluso en las primarias para seleccionar los candidatos, el gasto es enorme, cada vez mayor. Se dan casos en que los costos de varias actividades de masas superan los salarios de los cuatro años del período para el cual aspiran a ser elegidos.

Este descontrol del gasto electoral lleva a muchos políticos y partidos a recurrir a fuentes privadas de financiamiento en adición a las altas sumas del presupuesto nacional que la ley les otorga. Como consecuencia de ello, dinero de extraña procedencia se filtra en las campañas y extrae lazos y compromisos que luego resultan funestos para el país. Las campañas políticas se convierten de este modo en una posible fuente de lavado, con todas las consecuencias imaginables. La fijación de límites al gasto electoral es, pues, una prioridad nacional con vista al futuro, aunque dudo de que la clase política renuncie a ese privilegio.

Posted in La columna de Miguel Guerrero

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