Ningún liderazgo prolongado, aun cuando las virtudes de un político se asemejen a las de San Agustín o a la madre Teresa, le hace bien a un país. Lo que la República necesita son instituciones fuertes y democráticas, no líderes inspirados y mesiánicos, que casi siempre terminan hablándose a sí mismo en delirantes soliloquios, embriagados por la falsa ilusión de haber cambiado todo a su alrededor. Tal vez Mao haya sido la excepción. Cuando Nixon le dijo en su primera visita a China que le honraba saludar al hombre que había contribuido a cambiar el mundo, le respondió: “Sólo he contribuido a cambiar cuatro cuadras en las afueras de Pekín”, el lugar donde vivía.
Entre nosotros, Balaguer fue ocho veces presidente y otras tres más candidato presidencial sin éxito, dominando la vida política nacional por casi cinco décadas. Todavía a los noventa años, totalmente ciego y achacoso, incapaz de moverse por sí mismo dentro de su propia habitación, aspiró a la presidencia y mantuvo el liderazgo de su partido. Con ese legado, a su partido, el Reformista, le ha resultado imposible posicionarse después de su muerte. Trujillo encabezó una cruel tiranía de treinta años y aún arrastramos su fatal herencia de autoritarismo, visible en muchas esferas del quehacer nacional.
Leonel Fernández ha gobernado por tres periodos, 12 años en total, y aspira a ser candidato nuevamente con posibilidades de otro ocho años, gracias a su ingeniosa habilidad de usar el pretexto de su propia Constitución para preservar indefinidamente su vigencia política, lo cual congelaría el relevo generacional y nos conduciría irremediablemente a una dictadura constitucional, dado el total control que todavía ejerce sobre los poderes del Estado.