Dos grandes corrientes dominan la planificación económica en la mayoría de los países desarrollados, e incluso en los del llamado Tercer Mundo, y resulta curioso que en una época dominada y regida por una tecnología permanentemente cambiante, las concepciones que regulan económicamente al mundo provengan todavía del siglo XVIII y de las primeras décadas del siglo pasado.

Me refiero al indispensable libro “La riqueza de las naciones”, de obligada lectura, del escocés Adam Smith, fallecido en el año 1790 y a los estudios y propuestas del inglés John Maynard Keynes, cuya muerte ocurriera un año después de finalizada la Segunda Guerra Mundial, en 1946.

El libro de Smith es considerado como esencial y todavía figura como un texto de estudio en los principales centros universitarios del mundo. En síntesis, Smith defendía una economía de libre comercio con un mínimo de intervención estatal, en la que el mercado se regulara a sí mismo y estabilizara los precios.

Keynes, siglo y medio después, si bien consideró la importancia de preservar la empresa privada como propulsora de la actividad económica, planteó la necesidad del uso del dinero público como un método para evitar o combatir el desempleo, estimular el crecimiento mediante el incremento de la demanda y estabilizar así la economía. Keynes sigue inspirando todavía los diseños económicos de los gobiernos de izquierda o socialdemócratas europeos .

En el transcurso de nuestro desarrollo democrático, los gobiernos han puesto defectuosamente en práctica ambas teorías. No obstante, las ideas de Keynes han predominado, sin los controles que evitaran los crecientes endeudamientos y déficits que las políticas sociales han creado, ampliando así las enormes brechas de desigualdad existentes.

Lo cierto es que el uso del gasto público para ciertas tareas sociales, solo ha conseguido mitigar problemas coyunturales, con efectos de corto alcance.

Posted in La columna de Miguel Guerrero

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