El jueves 23 de enero de 1958, el embajador en Venezuela, Rafael F. Bonnelly, recibió en su despacho un breve manuscrito. El texto decía: “Estimado embajador: El portador de la presente le explicará mi situación y le dirá mis ruegos. Un gran abrazo, Juan Perón”.
Fuera de la quinta Niní, sede de la embajada, Caracas era un hervidero humano. Tropas del ejército y la policía trataban de contener a las multitudes enardecidas que celebraban la caída del dictador, general Marcos Pérez Jiménez, quien había huido en la madrugada hacia la República Dominicana, tras los pronunciamientos militares exigiendo su salida del poder.

Los festejos del año nuevo habían quedado empañados por el primer intento de sublevación contra Pérez Jiménez desde su ascenso al poder el 2 de diciembre de 1952 tras la caída de Germán Suárez Flamerich y su designación, como presidente constitucional por la Asamblea Nacional Constituyente. El 1 de enero oficiales de las guarniciones de Caracas y de Maracay, con el apoyo de un sector de la Fuerza Aérea, se habían alzado contra el gobierno. Aunque el golpe fracasó y los amotinados fueron encarcelados, la intentona reveló el creciente descontento en la población y el hastío militar contra el régimen, provocados por el incremento de la represión contra la oposición y el control oficial de los medios. En el transcurso de los días siguientes, nuevos brotes insurreccionales pusieron de relieve la debilidad del régimen.

El 21 de enero un paro general convocado por una Junta Patriótica, integrada por el liderazgo opositor, generó sangrientos enfrentamientos callejeros con fuerzas leales a la dictadura. Ante la gravedad de la situación y la amenaza de un caos generalizado, la noche del 22 de enero, los jefes militares decidieron integrar una Junta Militar que exigió la renuncia de Pérez Jiménez, quien abandonó horas después el país hacia la República Dominicana.

Posted in La columna de Miguel Guerrero

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