Los altos niveles de aprobación que supuestas encuestas aún registran sobre el presidente Luis Abinader tal vez oculten a muchos en su entorno la realidad social y económica del país. Las muestras entusiastas que el mandatario encuentra en sus contactos con la gente pudieran también contribuir a tapar, con un manto de esperanza, la situación de estrechez en que la mayoría vive y el empobrecimiento acelerado de la clase media profesional. Por esa y otras razones, probablemente no se tenga una idea cabal del efecto que el aumento de los precios de la canasta familiar, tiene sobre una sociedad excesivamente cargada de impuestos y escasa de servicios públicos eficientes.

Las expresiones de descontento en muchos países, con mejores condiciones sociales y económicas que el nuestro, partieron de hechos de apariencia insignificante, como la modificación de una plaza en Estambul, el aumento de centavos al transporte público en Sao Paulo, el desempleo en Madrid y la reducción de las pensiones en Atenas. Es decir, una gota desbordada de un recipiente lleno de desigualdades e inequidades resultante de años de corrupción e impunidad. “Estamos hartos”, dicen las pancartas de turcos, griegos, brasileños y españoles.

Afortunadamente aquí no hemos llegado a ese punto, pero me asusta pensar que no estemos lejos. Con el paso del tiempo, el país ha aceptado sin remilgos, como un can amaestrado, la imposición de onerosos impuestos para llenar un déficit ya histórico, transmitido de gobierno a gobierno, sin que se hiciera pagar a los responsables. Las denuncias de violaciones a las leyes y a la Constitución misma no encuentran oídos en el ámbito gubernamental. Los reclamos sociales crecen ante nuestros ojos sin respuesta alguna. La apariencia de prosperidad no permite ver en la cima del poder que ella se mueve en un círculo cada vez más estrecho, llevando el agua al borde del vaso.

Posted in La columna de Miguel Guerrero

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