Al final de su último mandato, Leonel Fernández sugirió a Naciones Unidas la elaboración de un marco jurídico internacional para prohibir y castigar la blasfemia y lo que él llamó “falta de respeto a algo que se considere sagrado”. En el contexto en que lo propuso, su planteamiento constituía un reconocimiento al “derecho” del fundamentalismo musulmán de proceder con extrema violencia y desenfreno contra valores esenciales de la democracia ante la mínima mención de Mahoma en diarios, revistas o videos, desconociendo así principios fundamentales que él decía defender, como es el de la libre expresión del pensamiento.

La ira que el señor Fernández justificó fue a causa de un video amateur sobre Mahoma que el radicalismo islámico consideró ofensivo al profeta y que las turbas que incendiaron entonces embajadas y causaron motines en muchas ciudades probablemente nunca vieron.

Fernández dijo que el libre flujo de las ideas, que es lo que estaba y sigue en juego en el conflicto, no puede entenderse como exenta de limitaciones. Tal expresión parecía y es sorprendente en un político de su experiencia, aunque encajaba en su esfuerzo por lograr posicionarse como una figura confiable en el mundo islámico con vista a futuras aspiraciones en el ámbito internacional.

El poco aprecio de su propuesta a uno de los valores fundamentales de la democracia, como la libre expresión, y el apoyo tácito que suponía al uso de la violencia irracional del fundamentalismo musulmán, contrastaba con lo externado alrededor de la misma fecha por el entonces ministro francés de Educación, Vicent Peillon, citado por El País: “La libertad de expresión es un principio intangible de la civilización y hace falta preservarla sin excepción. Hace falta que en las sociedades democráticas haya personas que ejerzan esa libertad sin preocuparse de las consecuencias”.

Posted in La columna de Miguel Guerrero

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