El sentido de las prioridades que suele tenerse en los países en desarrollo encaja en la descripción de las urgencias médicas atribuida por una cadena de correo en Internet a un Nobel de Medicina, quien al quejarse de la escasa inversión en la búsqueda de la cura del Alzheimer en comparación con lo mucho que se gasta en medicamentos para la virilidad y en silicones, dijera que a ese ritmo tendremos “muchas viejas con senos grandes y viejos con penes duros, sin que ni unos ni otros pudieran recordar para qué sirven”.
Al paso que marcha el tratamiento oficial de los graves problemas en el mundo en desarrollo, habrá en la mayoría de las naciones latinoamericanas, la región con mayores desigualdades del planeta, modernas líneas de trenes y un sistema educativo cada vez más deficiente; burocracias más corruptas pero entre las mejores pagadas del mundo con estructuras productivas erosionadas por excesivas cargas impositivas y climas de inseguridad jurídica.
El resultado será también imponentes hospitales construidos a costos elevadísimos, pero pobremente abastecidos, lo que seguirá obligando a los pacientes más pobres de la comunidad hispanoamericana a autoproveerse de medicinas y de cosas tan elementales como alcohol y jeringuillas, algo propio en sistemas de salud pública en franco deterioro, manejados con criterios familiares, como es el caso deprimente de países tan ricos como Venezuela. Y como suele decirse que la corrupción es un fenómeno individual y aislado, en muchos de esos países no podrá germinar la esperanza de que las cosas comenzarán a ser distintas, ni siquiera por efecto de cambios políticos electorales, porque la lucha contra ese flagelo, si alguna vez la ha habido, no penetra al ámbito de la política, terreno que por acuerdo no escrito está vedado. Para muestra tenemos la situación que hoy se vive en Brasil, Bolivia, Nicaragua y desde hace 63 años en Cuba.