Catilina se rebeló contra el Estado al fracasar en su búsqueda del poder en Roma. Sus partidarios, descubiertos en diciembre del 63 a. C., fueron detenidos y, en unos días, procesados de forma extraordinaria y estrangulados en los calabozos de la cárcel mamertina.
Históricamente la figura de Catilina ha sido vista desde las antípodas. Como un político capaz y revolucionario dispuesto a imponer, aun por la violencia, su visión del mundo “en favor de los oprimidos”, por un lado. Y, como un aventurero, que había reunido bajo su prédica a “descontentos y fracasados”, sin una clara idea política, por otro. Mommsen, el gran historiador alemán, concluía con un fuerte juicio sobre las acciones públicas de Catilina: “las canalladas de Catilina pertenecen a los expedientes criminales, no a la historia”.

Al apresar a los conjurados hubo una disputa jurídica en el Senado sobre como juzgarlos. Habían intentado tomar el poder por las armas y se debía enviar un mensaje a otros posibles aspirantes por la fuerza al consulado. Pero una ley de unos 300 años atrás manifestaba que a “ningún magistrado le estaba permitido ya dictar y ejecutar sentencias capitales contra ciudadanos romanos dentro de la ciudad de Roma sin consentimiento del pueblo, (ley de provocatione)”. Esta ley defendía al ciudadano de medidas arbitrarias de magistrados prepotentes o con un interés personal en la disputa y llegó a considerarse como “fundamento esencial de la libertad del ciudadano romano”. Ante esto, algunos, asumieron la tesis de que tomar las armas en contra del Estado, excluía a los autores de cualquier derecho de ciudadanía a un juicio regular y que, por ende, podrían ser condenados a la pena capital.

Unos, solicitaban al cónsul que cumpla su deber de proteger al Estado “con la fuerza de las armas y liberarle del tirano potencial”: pedían la muerte. Otros, entendían que no procedía utilizar “la fuerza contra un ciudadano romano si ello significaba la quiebra del derecho a un proceso regular”.

Como vemos, había “dos posiciones jurídicas: una se empeñaba en que el derecho a un proceso regular debía tener validez para los peores delincuentes políticos, la otra declaraba que ello no cabía para quien destruía el orden del Estado”.

Cicerón, argumentaba que era “una horda de incendiarios que iba a quemar la ciudad”, pero no persuadía. César, de su lado, consideraba que no era prudente la ejecución de los detenidos, pues ni el Senado era un tribunal ni la “ley de provocatione” lo permitía. Además, “el Senado no los había declarado enemigos del Estado”. César resultaba más convincente.

Se impuso una tercera tesis, la de Catón. Considerándolos “delincuentes manifiestos y confesos”, y con esto se impuso la razón del Estado frente al debido proceso. La historia luego demostró que fue un “asesinato legal” y un error jurídico y político, pues las formas jurídicas (debido proceso), eran las fronteras que protegían a los ciudadanos romanos de las injusticias.

(Versión libre de un apartado de: “Los grandes procesos de la historia”, Alexander Demandt, 2000; publicado, previamente, en 2019).

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