“Soy un hombre solo, un solo infierno”.

Salvatore Quasimodo

“Mis mejores amigos son los hombres de trabajo”.

Frase extraída de un discurso de Trujillo, que inspiró conferencias, seminarios, poesías y canciones de loas al Benefactor.

         A comienzos de agosto, mientras los Ministros de Relaciones Exteriores se preparaban para acudir a la cita hemisférica de San José, Trujillo intentó una movida política para proyectar en el exterior la impresión de que el régimen, a punto de ser condenado por el resto de las naciones, se encaminaba hacia un proceso de “liberación”.  La estrategia consistía en designar un nuevo Presidente de la República en lugar de su hermano, el también Generalísimo Héctor Bienvenido Trujillo Molina, alias Negro.

         El “honor” recayó en el Vicepresidente Joaquín Balaguer, un hombre de letras, con reputación de discreto.  A pesar de haber ocupado las más altas funciones públicas y gozar de la absoluta confianza del dictador, poco se sabía realmente de él.

         Para la mayoría de los colaboradores más íntimos, para la gente del entorno palaciego, este hombre constituía un enigma.  Callado, de hablar quedo, su voz retumbaba fuerte como un trueno en la tribuna.  Se le tenía como una de las “eminencias” del régimen, pero a ciencia cierta nadie entendía en qué radicaba su arte o magia para permanecer, sin caídas estrepitosas, por tanto tiempo bajo la protección del caudillo.

         No era esta la primera vez que Trujillo recurría a esta clase de recurso político.  Para enfrentar situaciones internacionales conflictivas, por él mismo creadas, había designado ya en dos oportunidades a Presidentes títeres en el pasado.  El primero de tales nombramientos ocurrió en 1937, a raíz del incidente internacional, provocado por la matanza de miles de haitianos en la zona fronteriza, genocidio justificado en la lógica y moral trujillista en la “necesidad” de librar al país de la progresiva invasión de nacionales del vecino país, al través de una inmigración masiva.  La persona escogida por el “Jefe” en esa oportunidad fue Jacinto Peynado, un jurista de prestigio al que no le unía ligazón familiar.  A la muerte de éste, le sucedió el Vicepresidente Manuel de Jesús Troncoso de la Concha, miembro de una familia de la clase alta.  En ninguno de los dos casos, como tampoco sucedió con su hermano Héctor, elevado a la Presidencia a comienzos de los años cincuenta, los Presidentes así designados tuvieron poder real.  Actuaban como simples marionetas que Trujillo, entre bastidores, movía a su antojo.

         Tampoco sería distinto esta vez con Balaguer.  La comunidad internacional recibió el cambio como una nueva “farsa”.  En su libro Guerra, traición y exilio, Nicolás Silfa destaca que la maniobra trujillista fue apodada por la prensa continental con el mote de “el ventrílocuo y su muñeco”.  Según Silfa, “el calificativo apareció al pie de una foto que el mismo tirano se había mandado hacer para la propaganda exterior”. La fotografía mostraba a Trujillo felicitando a Balaguer por su elevación a la Presidencia.

         El 3 de agosto tuvo lugar el “traspaso” del mando.  El hermano menor del “Jefe” presentó renuncia de su cargo, alegando motivos de salud.  El historiador Bernardo Vega, en la obra Eisenhower y Trujillo resalta que más de treinta años después el renunciante Presidente seguía no solo vivo “sino con buena salud” en su exilio en Portugal.  El nombramiento de Balaguer, por ser un intelectual, según Vega, “proveía una apropiada imagen de liberalización del régimen”.

         Pero la treta no dio resultados.  En sus memorias, publicadas casi treinta años después, Balaguer describiría esos momentos como uno de los peores de su vida.  “Fue esa la etapa más triste y más desairada de mi carrera política.  Consciente del ludibrio envuelto en esa elección ridícula y sobremanera deslucida, no hice ningún esfuerzo para llegar a ella y la recibí no como un premio a mi labor política, sino como una componenda transitoria impuesta al régimen por la gravedad del repudio en que sus errores lo habían colocado ante la opinión pública foránea”.

         El nuevo Presidente era el más consciente del fracaso de las fórmulas de los “Presidentes postizos”.  En sus memorias recrearía después que esta fórmula “había sido ya ensayada con poco éxito en Venezuela por Juan Vicente Gómez”.  Balaguer parecía no hacerse muchas ilusiones con su elevación a la Primera Magistratura.  Si los casos de Márquez Bustillos, Gil Fortoul y Juan Bautista Pérez “en nada habían contribuido a fortalecer ante la opinión extranjera la dictadura del sucesor de Cipriano Castro”, poco probable era que ensayada ahora con él, le diera dividendos a Trujillo.

         Al designarle como sucesor de su hermano Héctor, según Balaguer, el dictador dominicano había incurrido “en la ingenuidad de creer que con ese cambio aparente lograría suavizar” las sanciones que la OEA se disponía a imponerle en San José, Costa Rica.  Balaguer avala esta opinión a posteriori de los hechos citando el comentario que el Presidente Eisenhower hace en sus Memorias al enterarse de la maniobra de Trujillo, quien “sonrió sarcásticamente diciendo: ¿A quién cree él que está engañando?”

         El discurso de toma de posesión siguió la senda de la “farsa”.  Balaguer dijo que el país se hallaba “amenazado por una confabulación internacional en que participan, en una insólita aglutinación de factores contradictorios, dos clases de tendencia, una procedente del campo comunista y otra de ideología conservadora”. El nuevo “Presidente” restaba méritos a las acusaciones venezolanas y aunque admitía la necesidad de que el régimen, ahora nominalmente encabezado por él, entrara en un proceso de democratización, disentía, “en cuanto a la forma de realizarlo”.

         Balaguer razonaba que después de treinta años, debido a los intereses profundos creados por el régimen durante ese largo lapso, resultaba peligrosa su desaparición “de la noche a la mañana”.  Un cambio de sistema “violento y sorpresivo”, advertía, podría generar “graves perturbaciones” y trastornos de “incalculable magnitud en la vida dominicana”.

         El historiador Vega resalta, en la obra citada, que ese juicio de Balaguer “coincidía, precisamente, con la preocupación del Departamento de Estado sobre la posible sustitución de Trujillo por un régimen de izquierda”.  Total, según Balaguer destacaba en su discurso de toma de posesión, la República Dominicana ya estaba democratizándose.   La prueba de esto era la reducción de los niveles de alfabetismo y la eliminación de la “aristocracia del apellido”.  También significaba una evidencia del cambio político, la tolerancia reciente a la creación de partidos políticos.

         “En estos mismos momentos”, decía el flamante Presidente, “se halla empeñado el régimen en fomentar en el país un clima de completa libertad política, y en favorecer la creación de partidos que tercien efectivamente en la vida nacional y que hagan oposición al gobierno legalmente y al margen de toda actividad subversiva.  El proceso de democratización de nuestras instituciones está, pues, en marcha”.

         Pero este nuevo modelo de democracia era demasiado singular; poseía la estampa de la Era de Poder omnímodo de un solo hombre que la presión internacional trataba de modificar.  Fue el propio Balaguer quien la definiría en ese discurso memorable: “La democracia hacia la cual nos encaminamos no es, desde luego, la que consiste en el derecho de asaltar la plaza pública para llenarla de vociferaciones y de puños en alto, ni la de armar el brazo para promover en cada calle un tumulto y para organizar en cada esquina una barricada contra los poderes legítimamente constituidos, ni la de estimular, en una palabra el instinto de las multitudes con la perspectiva del botín y la promesa del reparto de la fortuna pública o al confiscación de la hacienda privada”.

         Aunque eso era precisamente lo que había hecho la dictadura durante treinta años y Balaguer estaba en la posición perfecta para entenderlo, advertía, en su toma de posesión, que “tal concepción de la democracia se opone diametralmente a la que existe en nuestro país y a la que Trujillo ha impreso el cuño de la voluntad poderosa y dinámica”.  Con todo y que ésta era una de las más inteligentes y oportunas justificaciones del trujillismo, el discurso inaugural de Balaguer estaba lleno de críticas veladas a Trujillo.  En las tres décadas que comprendían la Era que llevaba su nombre, el país había visto nacer “ante nuestros ojos estupefactos” un régimen que en el fondo no era “ni una dictadura ni una democracia”.

         Esa experiencia nueva creada por Trujillo era, en definitiva, “un régimen de esencia tremendamente autoritaria”.  Balaguer admitía que esa cualidad del Gobierno “es una realidad que no podemos negar si queremos ser sinceros” aunque a seguidas recalcaba que para el país significaba “un instrumento de prosperidad económica, de bienestar social y de convivencia pacífica que supera a todo cuanto ha existido en nuestro país”.  En conclusión para el nuevo “Presidente” el hecho de que por tres décadas la República Dominicana viviera sometida a la voluntad y el dominio de un solo hombre no significaba mucho.  “Si en la República sólo ha existido, pues, desde 1930, un solo partido, es porque en el país sólo ha existido durante ese lapso una personalidad avasalladora que ha centralizado en torno suyo todas las aspiraciones y todos los intereses opuestos para convertirse en el intérprete de una nación; y por eso en él y sólo en él ha creído hasta hoy el pueblo dominicano…”.

         Balaguer mezclaba alabanzas en el mejor estilo del culto a la personalidad imperante, con insinuaciones críticas al autoritarismo trujillista para terminar en justificaciones de carácter histórico-social de la férrea dictadura a la cual servía ahora desde la posición más encumbrada.  Como cuando dijo: “Sin esos métodos de gobierno, intermedios entre el sistema paternal del patriarcado y el rigor draconiano de la autocracia cesárea, no hubiera podido Trujillo realizar su obra múltiple, superior en muchos aspectos a la de todos nuestros gobernantes anteriores, y de la cual podrá acaso perecer la parte consagrada al estruendo militar, a las necesidades pasajeras inherentes a toda empresa hija de la mano del hombre, pero no la parte esencial, la que ha actuado como aliento creador de la conciencia de la República y la que ha enriquecido el patrimonio nacional con adquisiciones materiales significativas”.

         Dudas no cabían.  Trujillo podía estar satisfecho de la elección que había hecho de un nuevo “Presidente”.

         En cuestión de días se comprobaría, sin embargo, la inutilidad de estas argucias desesperadas de Trujillo.  Crassweller comentaría en su biografía sobre el dictador que la renuncia de “Negro” Trujillo, así como otras medidas internas calculadas para simular una nueva tendencia liberal, habían sido arbitradas por Trujillo en la ingenua esperanza de evitar las consecuencias que se esperaban en la conferencia de Cancilleres, pero, naturalmente, esas maniobras “de nada valieron”.

         La Sexta Reunión de Consulta de Cancilleres se instaló formalmente el 16 de agosto en San José, Costa Rica.  El ambiente presagiaba agrios enfrentamientos entre las delegaciones de Venezuela y República Dominicana y así fue.  Pero la posición de Trujillo, debilitada aún más por el acusatorio informe de la Comisión investigadora, necesitaba de algo más que la impresionante capacidad retórica de Díaz Ordóñez y la habilidad del Canciller Herrera Báez.

         Muy pronto se hizo evidente que se trataba de una causa enteramente perdida.  De esta forma quedaba plasmada en los despachos periodísticos y editoriales publicados en la prensa desde el comienzo mismo de los debates, más acalorados a medida que los ministros se acercaban al momento de la decisión final.

         La conferencia presentaba algunos problemas de procedimiento que los hombres de Trujillo pretendían utilizar en su favor.  Era el último de sus recursos para evitar ser condenado.  El caso consistía en la esencia de la convocatoria misma.  Los Ministros de Relaciones Exteriores acudían a la capital costarricense para resolver dos asuntos importantes.  Uno se refería a los graves cargos formulados por Venezuela contra la dictadura dominicana y el otro a las tensiones existentes en la zona del Caribe.  De hecho esto dividía la cita hemisférica en dos reuniones, puesto que estaban previstas sesiones separadas para la discusión de ambas cuestiones.

         El interés principal de los Estados Unidos radicaba en este último punto.  Si bien el Secretario de Estado, Christian Herter, parecía inclinado a favorecer la tendencia unánime de la comunidad latinoamericana contra Trujillo, el centro de la preocupación norteamericana giraba alrededor del segundo tema, el referente a los problemas derivados en las Antillas por la activa presencia cubana en la zona.  “Preocupados por la guerra fría y severamente conmocionados por los acontecimientos cubanos, Estados Unidos sentía mucha mayor inquietud acerca (AQUÍ HAY DOS PAGINAS CON FOTOS) de Castro que con respecto a Trujillo”, en opinión de Crossweller.

         Con respecto a la posibilidad de una sanción colectiva contra el Gobierno de la República Dominicana, los Estados Unidos se enfrentaban a un dilema, resultante de su propia política hacia la región. Un rompimiento total con Trujillo, acompañado de sanciones muy severas, podía provocar su caída y dejar abierto el camino para la instalación allí de un régimen similar al de Cuba.  Este era, en esencia, el sentimiento que Herter llevó a Costa Rica.

         Los fundamentos de la posición norteamericana estaban explícitos en el cablegrama que el día 18 de agosto el secretario de Estado Herter envió desde San José al Presidente Einsehower.  Según Bernardo Vega, Herter anticipaba a la Casa Blanca que en su discurso de esa tarde recomendaría una condena fuerte de los actos atribuidos a Trujillo.  “Recomendaré asimismo que se solicite a la República Dominicana aceptar un comité especial de la OEA para preparar las condiciones para la celebración de unas elecciones libres, bajo la protección de libertad de expresión y de reunión y con garantías de derechos civiles”.  El mensaje advertía que en la eventualidad de que la delegación dominicana lo rechazara “consideraríamos, en forma conjunta, qué sanciones tomar, de forma tal que consigamos el objetivo antes citado”.

         El problema al que se enfrentaba Herter consistía en la negativa venezolana a aceptar una acción que no implicara una ruptura inmediata y total de relaciones diplomáticas con el régimen trujillista, acompañada de medidas restrictivas de su comercio internacional.  El Gobierno de Betancourt condicionaba su apoyo a la posición norteamericana relacionada con el otro tema de la reunión a la aprobación previa de un aislamiento total del Gobierno dominicano.

         Las opciones del Secretario de Estado disminuían.  Aparentemente rendido ante el peso de la unidad latinoamericana, Herter tomó una decisión.  Vega cita en su obra que el 19 de agosto, al tercer día de iniciada la conferencia, Herter llamó por teléfono al Director de la CIA Allen Dulles, para informarle del “sentimiento muy fuerte” a favor del rompimiento de relaciones con la República Dominicana existente en la conferencia ministerial.

         Su temor consistía en que si los Estados Unidos continuaban oponiéndose a esa medida correrían el riesgo de quedar  aislados “y dar la apariencia de que estamos jugando pelota con los dictadores”.  Herter preguntó a Dulles sobre cuáles serían las consecuencias de romper con Trujillo, a lo que éste respondió diciendo que reduciría la capacidad de la CIA de controlar allí los acontecimientos.

         Estados Unidos todavía desplegaron esfuerzos ante otras delegaciones para obtener la aprobación de medidas menos rigurosas.  Una de ellas proponía sanciones simbólicas y el compromiso de llevar a cabo elecciones libres en la República Dominicana, bajo la supervisión de la OEA.  Estas sugerencias no prosperaron y muy pronto, el Secretario de Estado Herter se vio precisado a marchar de acuerdo con el ritmo que las demandas de Venezuela imponían a la conferencia.  Tras evaluar las ventajas y desventajas de una posición y otra, Herter se adhirió finalmente a la posición venezolana.

         Luego de acaloradas discusiones y prolongados debates, la decisión se produjo seis días después, el 21 de agosto.

         Después de someter a un extenso análisis el informe de la Comisión investigadora, los Ministros de Relaciones Exteriores aprobaron una resolución condenando “enérgicamente la participación del Gobierno de la República Dominicana en los actos de agresión e intervención contra el Estado de Venezuela que culminaron en el atentando contra la vida del Presidente de dicho país”. La reunión acogió de este modo las conclusiones del informe de la Comisión designada para investigar las graves acusaciones venezolanas, señalando que los hechos denunciados “constituyen actos de intervención y agresión” que afectan la soberanía de Venezuela, por lo cual quedaba plenamente justificada “la acción colectiva en los términos del Artículo 19 de la Carta de la Organización de los Estados Americanos”.

         En consecuencia, los Cancilleres, de conformidad con lo dispuesto en los artículos 6º y 8º del Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca, decidieron aplicar sanciones que incluían la “ruptura de relaciones diplomáticas de todos los Estados miembros con la República Dominicana”.

         La parte resolutiva disponía también la “interrupción parcial de relaciones económicas de todos los Estados miembros” con el país caribeño, comenzando por la suspensión inmediata del “comercio de armas e implementos de guerra de toda clase”.  La resolución planteaba la posibilidad de hacer aún más severos los alcances de estas medidas al disponer que el Consejo de la OEA estudie, según las circunstancias y con la debida consideración de las limitaciones constitucionales o legales de cada uno de los Estados miembros, “la posibilidad y conveniencia de extender la suspensión del comercio con la República Dominicana a otros artículos”.

         En el punto dos, la resolución facultaba asimismo al Consejo para que, mediante el voto afirmativo de los dos tercios de sus miembros, “deje sin efecto las medidas adoptadas” desde el momento en que el Gobierno dominicano “haya dejado de constituir un peligro para la paz y seguridad del Continente”.  Por último, se facultaba al Secretario General de la OEA, para transmitir al Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas información completa sobre las medidas acordadas en virtud de la citada resolución, marcada con el número uno.

         Cuando el último de los Ministros de Relaciones Exteriores alzó su mano a favor de la Resolución, cumpliendo el protocolo de votar por orden alfabético, el Canciller Herrera Báez se puso de pie para denunciar la medida como un acto de “intervención de la OEA” en los asuntos internos dominicanos.  Se cumplían así los temores externados por el embajador Díaz Ordóñez en el sentido de que muy pronto -desde la óptica de la diplomacia dominicana- se presenciarían los funerales del principio de la no intervención.

         Los demás cancilleres no lo veían así.  La Resolución era, precisamente, en esencia, una condena de los actos de “agresión” e “intervención” cometidos por el régimen dictatorial dominicano contra el Gobierno de Venezuela y la vida de su Presidente.  En su peculiar interpretación del derecho internacional, los diplomáticos dominicanos se habían quedado solos.

         Las sanciones aplicadas a Trujillo por la comunidad hemisférica carecían de precedentes.  En la práctica implicaban someter al Gobierno de ese país a un aislamiento diplomático total.  En Caracas, la noticia fue recibida con alborozo.  El propio Canciller Arcaya la transmitió por cable y luego por teléfono desde San José al Presidente Betancourt, que había estado esperando por los resultados en su despacho de Miraflores.  No fue éste el caso con respecto a Ciudad Trujillo.  Si bien las altas esferas de la dictadura estaban pre-condicionadas por la posibilidad de una derrota diplomática, el anuncio de las sanciones se recibió con claras muestras de desencanto y pesimismo.

         Durante años se había hecho una tradición de la práctica de anunciar, mediante el toque de sirenas instaladas en los diarios El Caribe y La Nación, la ocurrencia de cualquier acontecimiento noticioso importante, fuera en el plano internacional como en el local.  La noche del 21 de agosto de 1961, cuando se votó la resolución, las sirenas de los dos diarios de la capital dominicana permanecieron en silencio.

         Trujillo estaba irritado.  Nada explica mejor el estado de ánimo en que éste se encontraba, como la anécdota contada por Balaguer en su libro La palabra encadenada.  El entonces Vicepresidente de la República escribiría años más tarde que por aquella época “cuando ya habría llegado a su punto culminante la lucha entre la dictadura y sus oponentes dentro y fuera de la República, subía con Trujillo en el ascensor privado que el dictador utilizaba para trasladarse al comedor y a los salones de recibo situados en la tercera planta” del Palacio Nacional.  Se dirigían al comedor del recinto para uno de los habituales almuerzos que Trujillo solía celebrar en compañía de altos oficiales militares. Balaguer era una de las pocas autoridades civiles frecuentemente invitadas a esos encuentros.  “Al entrar en el elevador”, agrega la historia, “sin que mediara entre ambos la menor palabra, Trujillo trazó con la mano un semicírculo alrededor de su cuello y pronunció las siguientes palabras:

         -Yo no creo más que en esto.

         El Generalísimo articuló esas palabras con un acento que Balaguer describiría “sombrío, y como si hablara consigo mismo”.  No obstante, su interlocutor escuchó “esa frase tremenda, la cual adquiría en los labios de quien las dijo una significación impresionante, sin la menor extrañeza”. Esto se debía a que un colaborador tan íntimo y leal como Balaguer no podía ser ajeno a lo que cualquier “observador de la realidad nacional” entendía perfectamente.  En esencia este era el sentido de “la filosofía” que, según Balaguer, aplicó Trujillo fríamente en el curso de toda su tormentosa carrera pública.

         La aprobación de las sanciones hizo que la delegación dominicana, encabezada por el Canciller Herrera Báez, abandonara la conferencia.  Lo hizo antes de que fuera formalmente clausurada y sin esperar la discusión del caso cubano, del mayor interés  para Estados Unidos.  Antes de retirarse, el diplomático formularía un planteamiento contrario al “imperialismo norteamericano” para dejar constancia de la inconformidad del Gobierno de su país con Washington.

         La resolución condenatoria no pudo ser adoptada hasta alrededor de las once de la noche del 21 de agosto.  Temprano al día siguiente, la delegación abandonó el hotel por la puerta trasera para eludir la multitud reunida en frente y se dirigió al aeropuerto en medio de estrictas medidas de seguridad.

         De regreso a Ciudad Trujillo donde sería recibida con honores, la delegación hizo escala en Miami.  Allí, Herrera Báez protestó nuevamente de que el rompimiento de relaciones se decidiera en evidencias que a su juicio “nunca serían aceptadas” por un tribunal norteamericano.  Repetía la opinión de que la condena sin precedentes, en la que por primera vez la OEA aplicaba las cláusulas del Tratado de Asistencia Recíproca, se había fundado en testimonios de prisioneros sometidos por las autoridades venezolanas a “un lavado de cerebro”.

         Las misiones diplomáticas americanas acreditadas en la capital dominicana comenzaron a ser desmanteladas al día siguiente de aprobada la resolución condenatoria del 21 de agosto.

         Estados Unidos fue de los primeros en hacerlo.  El 26 de agosto, apenas cinco días después de ser aprobado el aislamiento del régimen trujillista, el Departamento de Estado informó en Washington que había “retirado su misión diplomática”. La agencia de noticias AP agregaba en un despacho que el anuncio oficial, hecho por el propio Secretario de Estado Christian Herter, también advertía que los Estados Unidos pedían al Gobierno dominicano “retirar de igual manera” el personal de su misión en la capital de ese país.

         Mucho antes de decretarse las sanciones, seis naciones latinoamericanas habían ya suspendido sus relaciones diplomáticas con Trujillo.  Ellas eran Honduras, el 9 de marzo de 1957; Cuba, el 26 de julio de 1959; Colombia, el 30 de abril de 1960; Bolivia, el 14 de mayo de 1960; Ecuador, trece días después, como resultado de los incidentes provocados deliberadamente por las autoridades dominicanas en la sede de esa misión en Ciudad Trujillo y que Ecuador había llevado ante la OEA y, por supuesto, Venezuela, desde el 12 de junio de 1959.

         A mediados de septiembre habían sido ya arriadas todas las banderas de las sedes de dichas misiones.  El Gobierno de la República Dominicana se encontraba excluido de la comunidad interamericana y de todos los organismos que la componían.  Como consecuencia de sus esfuerzos por derrocar, primero, y asesinar, después, al Presidente de Venezuela, Trujillo se había convertido en un paria internacional, repudiado por los demás gobiernos del continente.

         Se enfrentaba Trujillo así a una situación de exclusión completa, como no había encarado nunca antes.  En efecto, Crassweller describiría esta final y difícil etapa de la vida política del dictador con la frase siguiente: “En los treinta y un años que duró el poder de Trujillo, ningún otro hecho (el intento de asesinato de Betancourt) generó repercusiones de tanto peso, ni ejerció tanta influencia”.

         A los efectos de cumplir con el mandato conferido por la Sexta Reunión de Consulta de San José, en su Resolución I, Incisos 1 y 2, el Consejo de la OEA volvió a reunirse el 21 de septiembre.  El esa oportunidad aprobó designar una Comisión Especial encargada de redactar un informe sobre la evolución de la situación dominicana.

         El primer informe de esta Comisión Especial estuvo listo para la sesión convocada por el Consejo el 21 de diciembre.  El texto de este documento, tras considerar nuevas denuncias de agresión contra su país presentadas por el Gobierno de Betancourt contra el dictador dominicano, llegaba a conclusiones decepcionantes: Trujillo no cambiaba su forma de proceder.  Por tanto, su Gobierno continuaba constituyendo una amenaza para la paz y seguridad continental.  Las esperanzas de una derogación de las sanciones quedaban de hecho anuladas.

         No obstante, a sugerencia de algunas delegaciones, el Consejo aplazó la votación sobre un proyecto preparado por la Comisión Especial para una ocasión más adelante.  Esta tuvo lugar el 4 de enero de 1961, cuatro meses y medio después de la imposición de sanciones diplomáticas y económicas contra el régimen trujillista y en ellas se aprobó otra resolución endureciendo los términos del embargo.

         Con la ausencia obligada de la representación dominicana, expulsada de la OEA en virtud de la condena del 21 de agosto, el Consejo escuchó en esta nueva oportunidad un extenso informe de la Comisión Especial en el cual se señalaba que como resultado de sus deliberaciones y estudio llegaba a la conclusión de que “no se ha producido ningún cambio en la actitud del Gobierno de la República Dominicana hacia los principios fundamentales del sistema interamericano”.

         “En consecuencia, la Comisión considera que no se justificaría dejar sin efecto las medidas que adoptó el Órgano de Consulta y que es conveniente extender la suspensión del comercio a los siguientes artículos: a) Petróleo y productos derivados del petróleo; b) Camiones y piezas de repuesto”.

         La Comisión Especial informaba de la factibilidad de una extensión de las sanciones, al cerciorarse con los Gobiernos de los Estados miembros de la inexistencia para ellos de “ningún impedimento legal para extender la suspensión del comercio con la República Dominicana a determinados artículos adicionales a los que específicamente se indican en la Resolución del Órgano de Consulta, o sea, armas e implementos de guerra de toda clase”.

         Algunos miembros de la Comisión, se hacía destacar, expusieron el criterio de cuán indispensable resultaba hacer constar en el informe que “las resoluciones que adopte el Consejo en cumplimiento de la citada Resolución”, en ningún caso imponían obligación jurídica alguna a los Estados miembros, “sino que debe considerarse como recomendaciones a los mismos”.  Pese a las objeciones de Brasil, el Consejo aprobó extender las sanciones comerciales al régimen de Trujillo.

         Las reservas planteadas por Brasil de forma alguna podían considerarse como un apoyo a Trujillo o un signo de deterioro de la unidad continental contra el régimen acusado de agredir a un Estado extranjero.  Se basaban en el criterio de que el recrudecimiento del embargo “afectarían directa y principalmente al pueblo dominicano”.

         La cuestión consistía, de acuerdo con el planteamiento brasileño, en que la verdadera solución para casos como el sujeto a discusión por el Consejo “no estriba en la aplicación progresiva de medidas coercitivas, sino, en un plano más elevado, constructivo y de largo alcance, en una sanción moral, en un trabajo persuasivo que, sin perjuicio de la solidaridad interamericana, preserven la unidad del sistema y promuevan gradualmente la integración del país al régimen democrático”.

         Desde la óptica brasileña las sanciones aplicadas por la Sexta Reunión de Consulta, ya de por sí fuertes y graves, tenían por causa y finalidad “no la condenación del régimen interno de un país, lo que lesionaría el principio de no intervención, piedra angular del sistema interamericano, sino actos de agresión e intervención perfectamente caracterizados y debidamente comprobados”.

         El caso era que si bien Venezuela presentara últimamente ante el Consejo y la Comisión de Paz nuevas denuncias de agresión e intervención contra la República Dominicana, éstas se encontraban aún bajo estudio “sin que, hasta el momento, ninguno de los citados órganos haya emitido opinión alguna al respecto”. Por consiguiente, la delegación del Brasil entendía que, estando vigentes las medidas establecidas en Costa Rica, y por ello la censura del Continente, “el ampliar ahora las sanciones contra aquel país, a base de denuncias todavía en consideración, es más bien comprometer, a la larga, la unidad y la solidaridad de América y, sobre todo, es provocar de inmediato el empeoramiento de una situación que puede tomar rumbos imprevistos”.

         Brasil dejaba constancia, sin embargo, de su disposición de apoyar la extensión de las sanciones si las nuevas denuncias formuladas por Venezuela fueran comprobadas.  Sin embargo, al hacerlo, tendría la misma preocupación que ya había manifestado en la conferencia de San José, en lo que concernía “a la propia naturaleza de las medidas prescritas, y favorecería medidas eficaces que afectasen primordialmente al gobierno inculpado pero que no perjudicaran en forma directa al pueblo del país”.

         La exposición brasileña finalizaba expresando su parecer de que además de ser precipitada la decisión de extender las sanciones, esas nuevas disposiciones “son inadecuadas porque, tratándose de importaciones de petróleo y sus derivados, de camiones y piezas de repuesto, afectarían directa y principalmente al pueblo dominicano, en cuanto a sus necesidades básicas de transporte, abastecimiento y energía termoeléctrica”.

         Como era posible recurrir a suministros de otra procedencia, las restricciones añadidas a las sanciones no sólo serían ineficaces sino también contraproducentes, sin que pudiesen esperarse de las mismas los efectos prácticos que puedan preverse.  En último caso, según la delegación del Brasil, las nuevas sanciones “contribuirían únicamente a la agravación política en perjuicio de la solidaridad internacional”.

         A despecho de tales reservas, la cruda y larga rivalidad entre Trujillo y Betancourt alcanzaba el pináculo. El primero había fracasado en sus varios intentos por derrocar y asesinar al segundo.  Y éste, por fin, alcanzaba su objetivo de aislar y vengarse del dictador.  Los meses siguientes serían testigos de nuevas fases de esta lucha personal interminable.

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