Pablo Gómez Borbón
Especial para elCaribe
Cuatro tumbas han albergado los restos de Trujillo y no tres, como se ha dicho. Realicé tal descubrimiento fortuitamente, razón por la cual no pretendo equipararlo a los enjundiosos estudios que sobre el tema han llevado a cabo notables historiadores. Porque estos se han referido abundantemente a ello, no lloveré sobre mojado. No me referiré a la primera tumba, ubicada, como se sabe, en la iglesia de Nuestra Señora de la Consolación de San Cristóbal; no me referiré en detalle a la cuarta y última, la del cementerio de Mingorrubio, ubicado en El Pardo, en las afueras de Madrid. Al igual que el dictador Franco, su familia, su delfín Carrero Blanco y su último primer ministro Arias Navarro, Trujillo reposa en este cementerio casi familiar, junto a su hijo Ramfis y a su nieto Ramsés, hijo del último con Lita Milán. Me limitaré a la tumba hasta ahora desconocida —la segunda— y a la tercera, ambas ubicadas en el cementerio parisino de Père Lachaise.
El traslado de los restos de Trujillo a París no estuvo exento de sobresaltos. El 18 de noviembre de 1961, Ramfis Trujillo lo hizo exhumar y trasladar al yate Angelita, el cual fue interceptado cinco días después en medio del Atlántico y obligado a retornar al país. Una vez que las autoridades dominicanas confiscaron alrededor de cuatro millones y medio de pesos, así como objetos de gran valor, y de que oficiales de la base militar de San Isidro cumplieran la macabra tarea de abrir el féretro para verificar que no escondía valores, Joaquín Balaguer, entonces presidente, ordenó el traslado de los restos de Trujillo a París, que llegaron al aeropuerto de Orly el 30 de noviembre.
El primero de diciembre de 1961 —algunas fuentes hablan del dos—, Trujillo fue sepultado en el cementerio antes mencionado, el más grande y prestigioso de París, ubicado en la enorme parcela que ocupó la mansión campestre del padre François de la Chaise, confesor de Luis XIV. Pero no fue inhumado en el panteón de mármol negro que se toma como su segunda tumba. Su segunda inhumación tuvo lugar en una modesta tumba que apenas se alzaba del suelo, adornada por una enorme y sencilla cruz de metal desnudo y circuida de una reja anodina. No he podido determinar en qué división del cementerio de marras se ubicaba esta.
Pero no bastó a María Martínez viuda Trujillo que los restos de su esposo reposaran en el mismo camposanto que Lafontaine, Chopin y Balzac: la segunda tumba de Trujillo no era digna de albergar sus despojos. Y aquí empieza una de las etapas más rocambolescas del destino de estos.
La viuda solicitó la concesión de setenta y cinco metros cuadrados para edificar en ellos un mausoleo a la altura de la gloria del difunto. Los funcionarios franceses rechazaron sus ambiciones. Esta quiso tranzarse por quince metros cuadrados; los franceses volvieron a negarse. La reglamentación era estricta: cada tumba debía edificarse en cuatro metros cuadrados, a fin de evitar que las familias ricas monopolizaran todo el espacio del cementerio. Tal debió ser el escándalo que armó María Martínez, que, quizás hastiados, los funcionarios lograron que el mismísimo prefecto del departamento del Sena derogara la disposición, y otorgara, finalmente, una concesión de ocho metros cuadrados.
María Martínez pareció resignarse. Contrató los servicios de un prestigioso marmolista que edificó, en la 85ª división del cementerio una capilla masiva, alta y suntuosa de mármol negro, no desprovista, según algunos, de un cierto buen gusto. Diseñada según la estética art déco, la tumba contaba con un remate acanalado a cuatro aguas, un dintel en el que todavía pueden verse las iniciales de los apellidos del dictador y leerse un absurdo “Requiescat in Pace”; y unas pilastras sólidas que flanquean una puerta de hierro forjado. Estaba, además, decorada con tres vitrales que representan un ángel, un Sagrado Corazón de Jesús y una imagen de la Virgen de la Altagracia. A los pies de esta se alza un altar, en cuya base puede leerse aún: Generalísimo RAFAEL LEONIDAS TRUJILLO MOLINA, REPÚBLICA DOMINICANA, 1891-1961.
María Martínez debió haberse dado por satisfecha. La tumba era tan solemne como lo permitía el restringido espacio. Pero no. Seguramente se dijo que era inaceptable que el soberbio mausoleo terminara arropado por otras tumbas. Es verdad que sus vecinos hubieran podido equiparársele en gloria a él y al sultán de Zanzíbar, la reina de Oudh o al puñado de generales y héroes de la Primera Guerra Mundial. Pero también era cierto que su esposo podría terminar rodeado por cantantes populares, masones, exiliados políticos, feministas, comunistas y otros representantes de la chusma. Peor aun, su hombría podría verse ofendida por la cercanía de un marica como Marcel Proust y un negrófilo como Dupré Barbancourt o, aun mucho peor, tentada por la belleza de ultratumba de una cortesana como la condesa de Verasis de Castiglione.
De manera que hizo trasladar los restos de Trujillo a su nueva tumba el 28 de abril de 1963 e, inmediatamente, ejecutó el plan con el que pretendió alcanzar su meta. Prontamente, tres individuos adquirieron la concesión de las cuatro parcelas que rodeaban la tumba de Trujillo. Los funcionarios, sorprendidos por el hecho de que todos los beneficiados estaban relacionados con la empresa que construyó la tumba de Trujillo, ordenaron una investigación. La verdad no tardó en relucir: se trataba de un ardid de la viuda del dictador, mediante el cual obtenía en total no quince, sino dieciséis metros cuadrados. Ocho años después, el Tribunal Administrativo de París ordenó la devolución de las cuatro concesiones al cementerio de Père Lachaise.
Pero, seguramente, esto importó poco a María Martínez. En diciembre de 1969, dos o tres años antes, Ramfis Trujillo, su primogénito, moría en Madrid como consecuencia de un accidente de tránsito. Quizás para que reposara con su hijo, quizás para que lo hiciera en una tumba más espaciosa, o quizás por ambas razones, la viuda hizo trasladar los restos del dictador a su cuarta tumba, la del cementerio de Mingorrubio, donde fue inhumado el 19 de noviembre de 1970.
En la actualidad, la tercera tumba de Trujillo luce abandonada. Sus vitrales están sucios y rotos. Nadie la visita, excepto los cuervos, las ratas y las otras alimañas que encuentran en ella refugio contra las inclemencias del clima parisino.
El escritor belga Pierre Mertens, al referirse en su novela “Los buenos oficios” a las chapucerías de la Españolita pone en boca de uno de sus personajes este sarcasmo: “¡Vaya lección de amor póstumo!”
Volveré sobre el tema una vez que reciba la respuesta de los funcionarios del cementerio a una solicitud que he cursado.