Ante un entorno global incierto y señales internas de desaceleración, evaluamos los riesgos latentes y las opciones de política para evitar que el país quede atrapado en una trampa de estancamiento persistente
Así tituló el Nobel de Economía Robert Lucas un polémico artículo en 2003. Su idea central: los costos de las recesiones eran triviales frente a los beneficios de elevar el crecimiento potencial. De ahí su llamado a no sobrerreaccionar ante riesgos de desaceleración —como el que hoy enfrenta R.D.— y, en cambio, enfocarse en reformas de largo plazo.
La historia, en cambio, ha sido clara: desde la Crisis Financiera Global hasta la pandemia, la pasividad ante las recesiones acarrea enormes costos sociales — más pobreza, más desempleo y menos paz social.
En un entorno de persistente incertidumbre global, conviene detenerse a evaluar si nuestra economía corre el riesgo de estancarse. Identificar sus causas y explorar cursos de acción que mitiguen el impacto será clave —no para mejorar las estadísticas, sino el día a día de las empresas y hogares dominicanos.
¿Se avecina un estancamiento?
Si nos guiamos por las proyecciones de las principales multilaterales y del propio Gobierno, la respuesta es no. Las estimaciones de crecimiento para 2025 de la CEPAL, (4.5%) el FMI (4.0%), el Banco Mundial (4.0%) y el Marco Macroeconómico de las autoridades (4.5%) anticipan un desempeño robusto, apenas inferior al 5% registrado el año pasado.
De cumplirse, R.D. estaría entre las economías de mayor crecimiento de latinoamérica. De hecho, el dato a marzo del Índice Mensual de Actividad Económica (IMAE) —una expansión interanual de 5.4%— sugiere que la economía creció por encima de su tendencia.
Este optimismo debe tomarse con cautela. Tomemos el dato del IMAE: este año la Semana Santa se celebró en abril, a diferencia del año pasado, cuando cayó en marzo. Esto implicó más días laborables en marzo de 2025 y, por tanto, una actividad económica relativamente mayor, lo que distorsiona la comparación interanual y sobredimensiona la cifra de crecimiento.
No por casualidad, la serie ajustada por factores estacionales y de calendario, publicada por el propio Banco Central, ubica la expansión de marzo en apenas 2.2% —menos de la mitad del crecimiento de tendencia.
Cuando se publique el IMAE de abril, este efecto se revertirá. Y junto al freno en la actividad provocado por la tragedia nacional que enlutó al país, es probable que el dinamismo promovido en marzo se desvanezca por completo.
Más allá de los efectos del calendario, las cifras del primer trimestre revelan una desaceleración diversificada: sectores que en conjunto aportan cerca de la mitad del PIB están creciendo a menos de la mitad de su tendencia. Entre ellos, las telecomunicaciones y los servicios profesionales presentan contracciones. La construcción —el de mayor peso en la economía— acumula dos trimestres consecutivos de caída, mientras que la minería arrastra una contracción prolongada, con crecimiento negativo en nueve de los últimos diez trimestres.
El enfriamiento ya se siente en los hogares: la morosidad en préstamos de consumo y tarjetas de crédito aumenta sostenidamente, acercándose a los niveles de la pandemia—esta vez, sin programas de alivio ni flexibilización financiera. Y no es un fenómeno aislado: regiones como el Cibao, el Sur y el Este reflejan la misma tendencia.
Incluso el turismo, uno de los sectores con mayor encadenamiento productivo, pierde dinamismo: la llegada de extranjeros acumula dos meses consecutivos de caída interanual, algo inédito desde la pandemia. El deterioro también lo reflejan las finanzas públicas: en el primer cuatrimestre los ingresos crecieron alrededor de un tercio de su promedio histórico. Las señales están ahí. Se avecina una tormenta.
¿Qué factores explican el deterioro en curso?
Primero, la mayor guerra arancelaria en casi un siglo, junto a las tensiones geopolíticas, siguen cubriendo de incertidumbre el panorama global. Y hay pocas cosas tan cobardes como el dinero: huye ante el peligro y exige mayor retorno para arriesgarse.
Esa es la lógica que hoy domina el mundo financiero: el capital se ha encarecido, y con ello, invertir o consumir resulta más costoso. Lo racional para muchos hogares y empresas es esperar y postergar, hasta que los cielos se aclaren. Y mientras todos lo hacen, las economías se desaceleran.
Esto no es una hipótesis: la cifra de actividad en Estados Unidos —de donde provienen la mayoría de nuestras remesas, turistas e inversión extranjera— pasó de superar el crecimiento de 2% al cierre de 2024, a contraerse 0.3% en el primer trimestre de 2025.
La reciente tregua arancelaria entre E.E.U.U. y China —una pausa de apenas 90 días—, si bien alivia momentáneamente los mercados, dista de despejar el clima de incertidumbre. El riesgo latente persiste: mientras la arquitectura del comercio internacional carezca de reglas claras, sostenibles y creíbles, las tasas de interés podrían permanecer más altas, por más tiempo.
Un entorno de tasas externas elevadas y persistentes plantea dos desafíos a R.D.: una mayor desaceleración en Estados Unidos —con impactos sobre nuestra cadena de valor compartida, desde las zonas francas hasta el turismo— y un mayor incentivo a trasladar capitales hacia el exterior, lo que presiona el tipo de cambio y reduce el margen de maniobra de la política monetaria.
Esto último tampoco es una hipótesis: en 2024, hogares, empresas y participantes del mercado de valores dominicano trasladaron al exterior más de US$4,000 millones —el mayor aumento de depósitos fuera del país del que se tenga registro, incluso superior al observado durante la pandemia. Esta salida de capitales presionó el mercado cambiario, acelerando la depreciación anualizada de la moneda hasta un 12% en el primer trimestre, tres veces el promedio histórico.
Aferrado aún a su miedo a flotar, la respuesta del Banco Central ha sido una defensa frontal del tipo de cambio: ha restringido la liquidez, manteniendo una postura monetaria históricamente contractiva; ha tolerado un desacople total entre su tasa de referencia y las tasas de interés de mercado; y ha impuesto nuevos límites tanto a la tenencia de divisas de los bancos como el otorgamiento de créditos en moneda extranjera.
Por supuesto, no hay almuerzo gratis: estas políticas se aplican a costa y a consciencia de frenar la economía. Es cine (estabilidad cambiaria) o cena (reducción de tasas de interés), pero no ambas. Y el mensaje del BCRD es claro: por ahora, no habrá cena.
A la contracción monetaria se le suma la fiscal. La inversión pública presupuestada para 2025 —apenas 2% del PIB— es la menor en tres décadas, y al cierre de abril acumulaba una caída interanual superior al 20%. Esto debilita aún más el impulso fiscal, esto es, el aporte de la política fiscal a la economía, que ya se estimaba contractivo al cierre de 2024.
Sorpendentemente, en plena desaceleración externa y doméstica, el gobierno ha decidido pisar el freno. Sin demanda pública que compense a la privada, el estancamiento no solo será más profundo, sino más costoso de revertir.
¿Cómo pueden responder las autoridades?
Con respeto a Lucas, las autoridades harían bien en mirar a Keynes. Cinco líneas de acción —en el plano fiscal, monetario, sectorial y de gestión de riesgos— podrían marcar la diferencia.
La primera prioridad es revertir la postura fiscal contractiva mediante una reactivación de la inversión que retorne el PIB efectivo a su potencial. No sería la primera vez: en 1935, se promovió y ejecutó un plan de obras públicas contemplando carreteras, presas, caminos y acueductos a lo largo del país —una señal de que los hacedores de política de entonces ya entendían el poder de la inversión pública como ancla del crecimiento sostenido.
Esto exige un impulso fiscal vía inversión pública —incluyendo mantenimiento de infraestructura clave— en el orden de 1% a 2% del PIB, extendido por todo el país e idealmente alineado con la meta RD2036. El objetivo es claro: que la demanda pública compense el freno de la privada.
Naturalmente, esto implicaría un aumento del déficit fiscal. Pero no debería alarmar: no se financiaría con nueva deuda, sino con una reducción de los depósitos que hoy mantiene el gobierno en la banca —recursos ociosos que deberían estar al servicio de la reactivación. La clave está en comunicarlo bien, local e internacionalmente. La disciplina fiscal no se abandona; simplemente, la política fiscal asume el rol que le corresponde: estabilizar el ciclo.
Del lado monetario, tal como ha sugerido múltiples veces el FMI, el Banco Central debe perderle el miedo a flotar. Su credibilidad es tal que, pese a casi tres años de depreciación por encima del promedio histórico, las expectativas de inflación siguen ancladas a la meta.
Amparados en dicha credibilidad, mayor flexibilidad cambiaria permitiría una política menos contractiva que contribuya a la reactivación, por ejemplo, vía nuevos programas de liberación de encaje focalizados a motores clave del crecimiento, como la construcción. Es prioritario restablecer el vínculo entre la tasa de referencia y las tasas de mercado —una desconexión que hoy oscurece el mensaje y diluye el impacto de la política monetaria, justo cuando más se necesita de claridad y efectividad.
En un mundo donde, hasta hace poco, cuatro de las nueve potencias nucleares estaban envueltas en guerras convencionales, es más oportuno que nunca formalizar una política de Estado que blinde la economía ante shocks energéticos. La ventana vigente de precios moderados en gas natural, petróleo y carbón debe aprovecharse de forma táctica: contratando seguros que nos resguarden contra aumentos abruptos y los riesgos de cola que podrían descarrilar la recuperación y debilitar las cuentas fiscales.
A nivel sectorial, turismo y minería ofrecen anclas tácticas frente a la desaceleración. El desplome de viajeros desde Europa y Canadá hacia EE.U.U., sumado a un posible armisticio entre Rusia y Ucrania, abre la puerta a redirigir esfuerzos de promoción hacia mercados que, juntos, serían el segundo mayor emisor de turistas hacia R.D.
Y con el oro en máximos históricos, urge destrabar la principal operación minera del país, equilibrar la protección ambiental con la generación de valor responsable. Evitemos la parálisis por análisis: cuando hay espacio para el equilibrio, postergar decisiones clave por miedo al ruido, cuesta crecimiento.
Finalmente, no debe subestimarse el impacto del arancel de 10% que nos impuso EE.UU. y separó a R.D. de la paridad que mantenía con México en el acceso al mercado estadounidense. Esta pérdida de competitividad amenaza ciertos segmentos de las zonas francas, y urge una respuesta diplomática y comercial que restablezca condiciones equitativas. Ignorar este riesgo podría debilitar una de las fuentes más dinámicas de crecimiento del aparato productivo dominicano.
En Un tratado sobre la reforma monetaria (1923), ochenta años antes que Lucas, Keynes introdujo la que ha pasado a ser su frase más citada, aunque menos comprendida: “En el largo plazo todos estaremos muertos”. No negaba que a la larga las economías se recuperan solas, pero advertía contra la pasividad de quienes, esperando ese ajuste, permitían que miles sufrieran desempleados y empobrecidos. Reclamaba acción en el corto plazo para evitar sufrimientos innecesarios.
Como muchos pacientes enfermos, R.D. eventualmente se recuperará. Pero si hay tratamientos al alcance, la historia señalará como cómplices —por omisión o negligencia— a quienes se negaron a usarlos a tiempo.