La gravedad del problema del tránsito en el Gran Santo Domingo y las principales ciudades del país radica en la irresponsabilidad de las autoridades encargadas de su control y sanción, que suelen ser selectivas cuando deciden aplicar la Ley 241 y sus modificaciones.

Los grandes taponamientos, se traducen en gastos innecesarios para los conductores y dueños de vehículos que cumplen con los preceptos legales y buscan siempre respetar las disposiciones del sector.

Los agentes de tránsito que, pocas veces cumplen efectivamente su función, los conductores de minibuses, carros y motocicletas puestos al servicio del público, no entienden ni les interesa cumplir con el mandato de la Ley, menos aún, propiciar un sistema que lo haga funcional, porque ellos se alimentan del desorden.

Esta gente, para quienes las disposiciones legales no existen o son letra muerta, violan semáforos en rojo, verde o amarillo, toman las aceras, crean nudos en el flujo vehicular, porque siempre quieren llegar primero a sus destinos, aunque sean los últimos, rebasan lo mismo por la izquierda que por la derecha o el centro, sin temor a que su acción provoque accidentes.

Para ellos no existe la ley que se aplica a quienes actúan correctamente, porque sobre estos están puestos siempre los ojos de los agentes, quienes no pierden tiempo en sancionarlos por cualquier tontería, sin tomar en cuenta el desorden del entorno.

Los directores del Intrant y la Digesett deben apretar el paso y procurar poner orden en las principales vías y rutas del transporte, para evitar que el caos siga imperando, rompiendo todo intento de mejorar el desempeño cotidiano y la convivencia social.

Aunque no lo parezca, el tránsito ordenado suele ser una variable importante en los proyectos de desarrollo de una nación, porque el flujo normal de la cotidianidad permite un mejor desempeño de las estructuras de crecimiento e influye en el carácter de los ciudadanos. Es tiempo de que vivamos como gente civilizada. Ordenemos el transporte.

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