Los que me han tratado saben que no soy proclive a manifestar mis sentimientos abiertamente, aun en aquellos casos relativos a las personas más cercanas en términos afectivos. Casi siempre, prefiero guardar silencio y reservar mis interioridades, las cuales conciernen al exclusivo ámbito de las emociones. En esta ocasión, un agudo dolor me obliga a externar a modo de catarsis lo que siente mi corazón, aunque todavía no alcanzo a salir del asombro por la intempestiva noticia de la partida de Raúl Karim, un joven al que vi nacer y desarrollarse, pero nunca imaginé que me iba a anteceder en el inevitable destino al que estamos reservados todos los mortales, pues en algún momento, tarde o temprano, somos inexorablemente llamados a abandonar el espacio terrenal.

No puedo abordar su vida sin referirme a un tramo importante de la mía y, por supuesto, a los estrechos vínculos con su familia. Y es que, a Raúl, el padre de Raúl Karim, lo conocí a inicios de la década de los años ochenta mientras cursábamos estudios de Derecho en la Universidad Nacional Pedro Henríquez Ureña (UNPHU). A partir de entonces, se inició una sólida amistad que se ha prolongado y fortalecido con el discurrir del tiempo.

Recuerdo cuando compartíamos inquietudes propias de la juventud, estudiábamos juntos, amaneciendo no pocas veces en su casa o en la mía y, otras, en la oficina de mi padre, con el fin de prepararnos para tomar los exámenes de las asignaturas más difíciles. Mi cercanía a la familia Rizik Yeb, me ha permitido comprender que se puede penetrar al seno de otras familias y sentirse parte de ella. Tanto don Hostos como doña Teté, los abuelos paternos de Raúl Karim, así como sus tíos, siempre me han acogido como uno de los suyos. Son muchos y gratos los recuerdos que conservo de las temporadas en la hacienda familiar de Colorado, en Nagua.

Al concluir la licenciatura en derecho, tanto Raúl como yo decidimos trasladarnos a la ciudad de Montreal, Canadá, donde estuvimos varios meses juntos asistiendo a la Concordia University. Allí pasamos grandes momentos, al tiempo de atravesar numerosas vicisitudes. De hecho, el mismo día de nuestro arribo enfermé de viruela con una fiebre altísima. Gracias a las diligencias de Raúl, la ayuda de algunos amigos dominicanos y la entonces cónsul general, Esmeralda Villanueva, pudimos salir adelante y alquilar un pequeño apartamento, que posteriormente amueblamos con trastes usados que compramos a una colombiana. Así transcurrieron aquellos meses de estrecheces, pero de felicidad. Es en este interregno que Raúl conoce a Alexandra, joven valiosa, dedicada y ejemplar, quien estudiaba en la misma ciudad.

Más adelante me fui a Génova, Italia, ciudad en la que mi madre se desempeñaba como cónsul general, mientras que Raúl se trasladó a Oregón, Estados Unidos, donde residía una de sus hermanas. Pasado un tiempo, ambos regresamos al lar nativo, Raúl contrajo nupcias con Alexandra y el fruto de esa venturosa unión fue Raúl Karim, quien era de la misma edad de mi hijo Jottin, con apenas pocos meses de diferencia. Recuerdo que Alexandra llevaba a su hijo personalmente al colegio todas las mañanas. Nunca delegó esa misión en un chofer o empleado, asumía por cuenta propia el deber de asistir con su hijo a todas partes, tarea compartida con su esposo.

Así se formó un joven noble, sencillo, obediente, virtuoso, que irradiaba luz y alegría donde se encontraba. Pocas veces, para no ser categórico, he visto tanto esfuerzo y dedicación volcado sobre un hijo y, a su vez, una correspondencia proporcional del vástago para compensar la devoción de sus progenitores. Esa fue la relación desarrollada entre Raúl Karim y sus padres, producto de un amor filial sin reservas, una crianza escrupulosa dentro de los principios de la fe cristiana. Su conducta irreprochable, reverencia frente a los mayores y el calor humano que se percibía con tan solo saludarle, así como su vocación para escuchar pacientemente a los demás, entre otros tantos atributos, le hacían merecedor del afecto y consideración de todos.

Los que le conocimos nos inclinábamos por aceptarlo y apreciarlo, pues fue un joven excepcional, un ejemplo digno de encomio. Siempre se esforzó por estudiar y avanzar por sus propios méritos, aun en los más aciagos momentos de la terrible enfermedad que le costó la vida. Jamás descansó en la holgada posición económica de su familia, orientó sus esfuerzos, al igual que sus padres y abuelos, sobre la base de su propio sacrificio.

A pesar de su corta edad, Raúl Karim logró dejar un gran legado a su alrededor, siendo un ejemplo de bondad, de fe, valentía y gratitud. El cielo ha ganado una estrella que brilla cada noche con mayor intensidad para quienes tuvimos la oportunidad de tener de cerca a este joven meritorio. Ahora su alma abandona el plano terrenal para penetrar en la esfera de la eternidad.

Es difícil tener que despedirnos, aunque solo sea un hasta luego, por lo que clamamos al Padre para que en su infinita misericordia nos permita aceptar su voluntad. La mejor forma de recordar a un gran ser humano como Raúl Karim, será imitando sus nobles acciones, por lo que sugiero se cree una fundación con su nombre destinada a preservar la generosidad y sensibilidad social que siempre le caracterizaron. Se trata de una labor que, sin lugar a dudas, Raúl Karim hubiese impulsado, acrecentado y extendido; nos corresponde a nosotros la responsabilidad de proseguirla y afianzarla.

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