Se dice que “no hay peor ciego que el que no quiere ver”, y curiosamente vemos a Jesús en Betsaida, luego de un intenso día de milagros, predicando a multitudes, coronar su agenda con el más importante: Alguien que perdió la vista y la visión, una ceguera provocada tal vez por la ambición, los prejuicios, o quizás el miedo, el dolor o la rutina áspera de la vida.
Lo cierto es que lo tomó de la mano y le sacó del pueblo; no más conversaciones con apáticos y criticones, luego ese “toque” de saliva y barro, enseñándonos que hasta lo supuestamente “despreciable de Dios” cambia nuestras miserias. Y un necesario segundo toque, amor puro, para “ver” el cielo en la satisfacción de su sonrisa.