“Cuando un loco parece completamente sensato, es ya el momento, en efecto, de ponerle la camisa de fuerza”.

Edgard Allan Poe

“El arte de gobernar no ha producido más que monstruos”.

Louis-Antoine de Saint-Just

A las cuatro de la tarde del jueves 2 de julio, se dio inicio, en la sede de la Unión Panamericana, a la sesión extraordinaria del Consejo de la OEA. La presidió el embajador Escudero, representante del Ecuador, en su condición de presidente del Consejo.

Estuvieron presentes, además, los embajadores Julio A. Lacarte, del Uruguay; Guillermo Sevilla Sacasa, de Nicaragua; Héctor David Castro, de El Salvador; Juan Bautista de Lavalle, del Perú; John C. Dreier, de los Estados Unidos; Ricardo H. Arias Espinosa, de Panamá; Céleo Dávila, de Honduras; Ángela Acuña de Chacón, de Costa Rica; César Barros Hurtado, de Argentina; Lucien Hibbert, de Haití; Vicente Sánchez Gavito, de México; Marcos Falcón Briceño, de Venezuela; Alberto Díaz Alemany, Representante interino de Chile; L. Haddock-Lobo, Representante interino de Brasil; Persio Da Silva, Representante suplente de Paraguay; Mario V. Guzmán Galarza, Representante suplente de Bolivia; Santiago Salazar Santos, Representante suplente de Colombia; Guillermo Sáenz De Tejada, Representante suplente de Guatemala, así como el Ministro de Estado de Relaciones Exteriores de Cuba, Raúl Roa García, y el Representante dominicano Díaz Ordóñez. Junto al embajador Escudero, ocuparon sus asientos en la mesa directiva el Secretario General de la OEA, José A. Mora, y el Secretario General Adjunto, William Sanders.

Antes de proceder al estudio de la solicitud dominicana objeto de la convocatoria de la sesión, el presidente del Consejo pronunció palabras de bienvenida al nuevo Representante de Venezuela, Falcón Briceño. Este poseía una extensa hoja de servicio público que incluía experiencia como funcionario de la propia OEA. La “íntima certidumbre” de que su actuación, ceñida al pensamiento del gobierno democrático de su país, Venezuela, expresada por el presidente del Consejo al hacer su presentación ante los demás miembros del organismo, tenía un enorme significado.

La contribución que se esperaba de él, como representante de una nación respetuosa de los ideales de justicia y libertad, no podía ser la que habría de esperarse de un Gobierno que acababa de ser acusado por otro de alentar invasiones a un territorio ajeno, en franca violación al principio de no intervención. Falcón Briceño no desperdició la oportunidad de resaltar este hecho. Al agradecer el cordial recibimiento que se le había tributado, aprovechó para expresar que el Gobierno de Venezuela “tiene una política exterior que es expresión fiel de la vocación democrática” de su pueblo. Venezuela había padecido “largas dictaduras, pero jamás hemos perdido nuestros sentimientos y nuestra vocación de pueblo democrático”. Como expresión cabal de la vocación democrática del pueblo venezolano, la política del Gobierno de Betancourt, añadió, “tiende a que en América se vigorice y se haga efectiva la existencia de las democracias representativas, porque es la única manera, a mi modo de ver, que en nuestros pueblos reinará la armonía indispensable para la solidaridad de los pueblos de América”.

Aun antes de que se iniciara el debate, la coincidente circunstancia de la acreditación de un nuevo representante de Venezuela, uno de los dos países acusados por Trujillo, daba a ese país la oportunidad de golpear primero. Falcón Briceño estaba consciente de la importancia de esa oportunidad que le brindaba el protocolo. Dentro de la organización, dijo, no podía concebirse otro pensamiento norte que no fuera “un pensamiento democrático de respeto a los derechos humanos y del ejercicio efectivo de esa democracia representativa”. Lo que esto podía significar era que de las entrañas de un gobierno apegado a esos principios, difícilmente pudiera concebirse la planificación de acciones dirigidas a socavar al gobierno de otra nación.

Y esa, en esencia, era la base de la acusación dominicana presentada en la mañana de ese día. Una vez leído el contenido de la nota dominicana y distribuida entre las delegaciones copias de la misma, se procedió a iniciar los debates. El primer turno correspondió al canciller de Cuba, Raúl Roa García, quien fue directo al fondo de la cuestión señalando la impertinencia de los cargos formulados contra su país. “No deja de ser irónicamente significativo y hasta doloroso que bajo el apremio de una dictadura sangrienta como la de Trujillo, se reúna la Organización de los Estados Americanos para conocer acusaciones mendaces contra dos gobiernos completamente democráticos como son el de Venezuela y el de Cuba”, dijo Roa. La ocasión resultaba propicia para algunos ejercicios de retórica patriótica, que nadie, sin excepción, desperdiciaría. El ministro de Relaciones Exteriores de Cuba daría la tónica. “Me honra muchísimo estar en compañía de Venezuela en esta coyuntura, porque una vez más se entrecruzan, en el recuerdo y en la acción, la sombra de Simón Bolívar y la sombra de José Martí. Simón Bolívar quiso que toda América fuera una enorme anfictionía, compacta, unida, fervorosa, en el camino ascendente de la libertad. José Martí veló siempre por el destino de nuestros pueblos y consideró que era consubstancial a su propia persistencia un régimen en el cual fuera el punto fundamental la dignidad del hombre”. No se trataba sólo de retórica. La reflexión tenía un firme propósito de adelantar que los dos países constituían un sólido bloque frente a las acusaciones de Trujillo. Roa mostró a los embajadores ejemplares de la Carta de la OEA, la Declaración de los Derechos y Deberes del Hombre y del Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca, el último de los cuales invocaba el Gobierno dominicano en contra del régimen de su país. Eran, a su juicio, tres instrumentos internacionales que constituían “jalones luminosos en la historia del Derecho Internacional Americano”. Y esos instrumentos, precisamente, estaban siendo “encarnecidos, vulnerados, atropellados, hechos trizas innumerables veces por el régimen que hoy se atreve a acusar al Gobierno de Venezuela y al Gobierno de Cuba”. La paz para Trujillo es la que reina en los cementerios, dijo Roa.

No se justificaba de ningún modo la aplicación del Tratado de Río, hecho “para defender la democracia y no para vulnerarla”. En el preámbulo mismo del tratado se establecían los objetivos que se perseguían con ese instrumento. “Ahí se dice que la solidaridad y la unidad Hemisférica y la paz, por tanto, están ligados entrañablemente a los ideales democráticos de los gobiernos americanos”, enfatizó. “Se trata, en consecuencia, de un instrumento cuyo propósito cardinal es la defensa de la democracia en América y no la vulneración de la misma”. Roa criticó duramente la nota dominicana, por estimar que era una iniciativa típica del régimen trujillista. “Es una nota mentirosa de punta a punta”, dijo, “y como muestra de ello, simplemente voy a decir esto: en ella se habla del Ministerio de Marina de Cuba”. La cuestión es que en Cuba no existía, ni ha existido nunca ningún Ministerio de Marina. Lo que sí había era un periódico con ese nombre, El Diario de la Marina, pero no el Ministerio de Marina. Esto bastaba para demostrar que las cosas planteadas en la nota dominicana “son enteramente falsas, son lucubraciones que se han hecho con un propósito, por otra parte, manifiesto y pravo, como se diría en derecho penal, por tanto doloso, con el propósito de crear al Gobierno de mi país una situación internacional en un momento en que está luchando bravíamente por reconquistar sus propios destinos y ascender en los peldaños de su propia evolución”.

Se trataba, en otras palabras, de una conspiración; una conjura contra el Gobierno Revolucionario de Cuba, emanado de la entraña popular, producto del esfuerzo heroico de todo un pueblo y que gozaba del respaldo abrumador de su gente. Ese Gobierno tenía enemigos nacionales e internacionales. Uno de ellos era Trujillo, que apoyaba a aquellos que seguían empeñados en restablecer la estructura de poder que la revolución había logrado destruir. “Con esto quiero decir”, prosiguió el canciller Roa, “que los agentes del régimen caído, refugiados en la República Dominicana bajo la égida del Benefactor, entre los cuales se encuentra el máximo promotor de todas estas cosas, cuyo nombre no tengo que decirlo –se llama Fulgencio Batista- quieren en estos momentos crear un estado de cosas desfavorables a Cuba en el terreno internacional”. Cuba nunca agrediría a la patria de Máximo Gómez y era contrario a la intervención en los asuntos de otros países. Sin embargo, no podía consentir que se falsificaran los hechos reales convirtiendo “al agredido en agresor”.

Cuba era el agredido, afirmación que sostuvo en informes de que apenas dos semanas atrás, la ciudad de Santiago de Cuba “a punto estuvo de ser bombardeada”, como a punto también lo estuvo la ciudad venezolana de Maracaibo, por la aviación de Trujillo. El canciller Roa pasaba a seguidas a enumerar una serie de delitos internacionales atribuidos a los agentes del dictador dominicano. “El régimen de Trujillo ha extendido su acción internacional en cuanto al crimen a todas partes que le ha sido dable; el régimen de Trujillo ha asesinado en los Estados Unidos a Abel Cosme, a José Requena* y al profesor Jesús Galíndez. Ha asesinado en Cuba a un obrero llamado Mauricio Báez y a otro obrero llamado Pipí Henríquez*. Eso lo sabemos todos los que estamos aquí sentados.

Trujillo no tiene pudores ni escrúpulos de ninguna clase. Trujillo es, para decirlo en una frase, el asesino sin fronteras. Por eso no tiene escrúpulos de ninguna clase y por eso no respeta Tratados, ni Convenios, ni Pactos de ninguna índole”. Para Roa, la aplicación del Tratado de Asistencia Recíproca, como lo solicitaba el Gobierno dominicano en este caso, resultaba enteramente falsa, no procedía, estaba fuera de lugar. El ministro cubano añadía otros argumentos: la figura del Tratado de Río no cabía en la presente situación puesta bajo estudio de la OEA “porque la figura constitutiva de agresión no aparece por ninguna parte”, aunque se dijera que las expediciones salieron de la isla de Cuba”. * Se trata de Andrés Requena y Pipí Hernández. El canciller cubano erró en los nombres. 

El hecho era a la inversa. Ocurría, según Roa, que Trujillo estaba preparando, no ahora, sino desde muchos años atrás, varias tentativas de invasión contra su país. Trujillo encabezaba un régimen que no se sustentaba ni amparaba en los tratados, para cometer esa clase de depravaciones. Era el del Generalísimo, según el ministro Cubano, “el Gobierno más intervencionista de América”, que aparecía, en cambio como el “campeón” de la no intervención. Era el más agresor de todo el Continente y, sin embargo, aparecía como “la víctima que más sufre entre los gobiernos agredidos”.

Las situaciones de violencia en la República Dominicana eran resultado de la ausencia de democracia en esa nación. Esta es la razón por la cual existían numerosos núcleos de exiliados que van y vienen de uno a otro país y que cuando les llega la hora tratan de volver al suyo, con un legítimo derecho. Esos exiliados provienen exclusivamente de países en los cuales la democracia “ha sido abolida”. Las acciones denunciadas por Trujillo eran, pues, el fruto de la situación creada por él mismo en su país, no efecto de actividades alentadas por los gobiernos de La Habana y de Caracas. Contrario al anatema que los diplomáticos trujillistas pretendían arrojar sobre los exiliados de su país, el exilio constituía “en nuestros tiempos una de las formas más altas de la dignidad humana”. El ministro cubano de Relaciones Exteriores puso en claro la oposición de su país a la solicitud de convocatoria del Órgano de Consulta, negándole autoridad al gobierno dominicano para hacer uso de este derecho. “No es éste el momento de hacer un recuento de todo lo que ha sido el régimen de Trujillo durante la famosa era descrita en trazos patéticos por Jesús Galíndez, porque es conocida de todos y sería efectivamente insistir en cosas que ya todo el mundo sabe.

Pero sí me voy a oponer abiertamente a la propuesta de la República Dominicana en el sentido de que se invoque el Tratado de Río como consecuencia de invasiones cubanas, porque eso es absolutamente falso y porque, además, sería sencillamente monstruoso que el Gobierno de Cuba, agredido, deviniera agresor luego que, durante largos años y especialmente en los ocho de la dictadura de Batista, fue víctima propiciatoria del régimen de Trujillo”. El caso era que Trujillo había provisto de toda clase de armas a Batista, a quien ahora amparaba en su territorio junto a sus principales colaboradores, prófugos de la justicia revolucionaria cubana. El dictador era el agresor y, sin embargo, se encubría en el plano inofensivo del agredido “como si el cuento de Caperucita Roja tuviera vigencia en el Mar Caribe”. De manera que al entender de Cuba, la aplicación del Tratado de Río era inaceptable, por lo que el Gobierno Revolucionario de la isla se oponía “categóricamente” a que se le invocara atendiendo únicamente a las razones expuestas por la delegación del tirano dominicano. La solicitud presentada por Díaz Ordóñez, a juicio del ministro cubano, era “una patraña”, una conjura aviesa contra Cuba, y no se podía permitir que el Tratado se convirtiera “en un papel al servicio de cualquier dictador”. Tocaba ahora el turno al embajador Díaz Ordóñez. Una gran expectación reinaba en la sala de sesiones. Los rostros tensos fijaron su atención en la figura del diplomático quisqueyano, quien haciendo gala de un gran dominio escénico, ordenó calmadamente sus papeles y con voz segura inició su larga exposición. Ya sospechaba su delegación que la audiencia del Consejo se iba a transformar en una batalla de palabras contra hechos. “La nota que ha presentado ante el Consejo la delegación de la República Dominicana, y que ha sido leída en los comienzos de esta sesión, tiene una escueta, sucinta y verídica exposición de los hechos”. Cada una de las afirmaciones incluidas en esa nota, de acuerdo con Díaz Ordóñez, era susceptible de comprobación material “de comprobación física”.

El delegado de Trujillo insistía en la tesis expuesta en la sesión matutina de ese día, en el sentido de que los acusadores de su gobierno carecían de la autoridad moral para hacerlo. Las respuestas a la nota dominicana se habían reducido a un rosario de insultos. Pero era obvio que esas personas carecían de autoridad moral para insultar. No se le podía decir a Trujillo, por ejemplo, que era un criminal “cuando quien lo dice trata, precisamente, de ocultar con esa acusación sus propios crímenes”. La gravedad del caso denunciado por la República Dominicana no residía únicamente en los hechos ya acontecidos, sino en los que estaban a punto de producirse. Díaz Ordóñez insistía en que estaba en camino una nueva invasión al territorio de su país. Y si el Consejo de la OEA no actuaba rápido para evitarla “dentro de pocas horas la lentitud del Consejo va a ser responsable de mucha sangre”. A continuación, el diplomático hizo una larga enumeración de acontecimientos para demostrar que existía por parte de Cuba un viejo “resentimiento” contra todo lo dominicano.

Castro había confesado su participación en la expedición de Cayo Confites, una aventura revolucionaria llevada a cabo contra Trujillo a finales de la década de los cuarenta. De manera que la presente actitud beligerante de Cuba contra su país “tenía su prólogo”. Ahora bien, ¿de dónde venía el resentimiento “o este sentimiento que parecía resentimiento” del cubano hacia el dominicano? La afirmación del embajador Díaz Ordóñez parecía adentrarse en el pantanoso terreno de la discriminación o del racismo. Eludiendo la cuestión fundamental en discusión, se encaminaba a áreas mucho más delicadas, ajenas completamente a las causas invocadas por él mismo para lograr la convocatoria de la sesión ante la cual hablaba. “Yo indagué en la historia colonial de los dos países; me remonté hasta la época en que América se dio el grito de libertad de los esclavos, y pensé que, siendo todavía colonias españolas nuestros dos países, había prevalecido un sentimiento de animadversión cubana hacia los dominicanos”, dijo. “fue en nuestra isla donde primero el esclavo dio el grito de su libertad, en momentos que en Cuba la fortuna privada estaba representada por esa trágica moneda viva que era el esclavo africano. Todo eso, pensaba yo, que desde entonces empezó a formar ese resentimiento”. Luego pasaría Cuba por un período, dentro de la Colonia, en la que estuvo imbuida de “discriminaciones raciales” y el pueblo dominicano no era considerado tan blanco como el cubano. Entonces, ese sentimiento se habría manifestado especialmente en cuestiones de tipo racial. No era fácil seguir el hilo del razonamiento del embajador dominicano. La cuestión racial estaba ausente en la discusión que reunía esa tarde del 2 de julio a los miembros del Consejo de la OEA. Más adelante se preguntaba Díaz Ordóñez: “Si los dominicanos hacen del cubano un hermano, si lo han demostrado millones de veces, ¿Por qué ese empeño en colonizarlos, si no de una manera, de otra? Y entonces pensé en razones económicas.

Pero somos pobres y Cuba es rica. No puede ser una ambición de riqueza de Cuba porque ambicionaría una cosa que nosotros no tenemos. Acaso los economistas dirían que el azúcar es la hemoglobina de la sangre económica cubana. Tal vez nosotros somos unos tímidos, ensayistas en la formación de una pequeña industria azucarera; tal vez sea eso. Yo no comprendo. Cuando hemos tenido gobiernos muy liberales y gobiernos muy revolucionarios, y gobiernos muy democráticos, entonces nos ha criticado porque éramos un pueblo desordenado, revolucionario, amigo de la sangre”. Cuando, en cambio, tenían otros períodos de “construcción ordenada, lógica, científica, patriótica, que es lo que nosotros defendemos ahora –porque ahora es cuando la República Dominicana, sin una economía poderosa, ha llegado a equilibrarla de acuerdo con sus necesidades, con su Historia y con su pequeña cultura; y ahora es cuando nosotros hemos podido tener una moneda que cada peso vale un dólar, como la tienen los cubanos; cuando hemos podido tener un presupuesto anual de nuestras necesidades nacionales que se eleva a 150 millones de dólares que para Cuba debe ser la entrada diaria de una aduana de sus puertos-, cuando tenemos esa cosa pequeña que es lo que queremos defender, ahora se nos acusa demagógicamente de que queremos invadir”. Díaz Ordóñez insistía que la nota presentada en la sesión de la mañana se bastaba por sí misma. Relataba hechos. Si esos hechos no eran ciertos, “nada más lógico que ir a comprobarlos. Si no se comprueban no son ciertos, así que estamos listos”. Ahora bien, la cuestión no se reducía a una confrontación de puntos de vista. Su delegación había presentado una relación de hechos e invitaba a que fueran a comprobarlos. En ese contexto advertía algo terrible, algo que debía pesar sobre la conciencia del Consejo. Y eso era lo siguiente: la tardanza en tomar medidas urgentes y eficientes podría producir “una verdadera catástrofe en la zona del Caribe”. “Cada gota de sangre que se vertiera por esa tardanza caería sobre la conciencia de alguien”.

Los peligros eran tan inminentes, y la situación denunciada en la nota oficial presentada en la primera sesión del día podría producir efectos tan rápidos, terribles e inesperados que “de no tomarse las medidas” que formalmente se pedían “la primera en lamentarse de no haber atendido a ese pedimento con la rapidez que el caso requiere, nos parece que sería la Organización de los Estados Americanos”. El debate apenas empezaba. El embajador de Venezuela, Marcos Falcón Briceño, solicitó de inmediato que se le escuchara. Al rechazar las imputaciones contra su Gobierno, dijo que una de las características de la política exterior venezolana era la seriedad y el respeto al principio de no intervención.

En cambio, afirmó que desde las estaciones de radio dominicanas, dirigidas por la dictadura, se hacían ataques diarios y constantes contra el gobierno de su país. Esos ataques habían comenzado desde la llegada de Rómulo Betancourt a la Presidencia. Venezuela poseía pruebas según Falcón Briceño, “de maquinaciones de tipo conspirativo en la República Dominicana” contra esa nación sudamericana. Por ejemplo, en el puerto de Maracaibo se había descubierto en un barco procedente de la República Dominicana, una gran cantidad de propaganda “animando a la subversión en Venezuela”. La posición de su país era clara y tajante. Los cargos presentados por el gobierno caribeño eran “absolutamente falsos”, razón por la que se oponía a la convocatoria a una reunión del Órgano de Consulta bajo lo prescrito en el Tratado de Río. Esa eran instrucciones precisas del Gobierno de Betancourt. Díaz Ordóñez atacó de nuevo. Mostrando una considerable cantidad de papeles, dijo que tenía sobre su mesa quince libras de periódicos venezolanos en donde se atacaba y zahería al Gobierno de su país. Estaba claro, a su juicio, la existencia de una confabulación cubano-venezolana en contra del gobierno dominicano. “Claro que la voz del representante de Cuba que acabamos de oir no ha sido una voz aislada en este Consejo”, expresó. “Se le unió, con la agresividad con que se unen las letras de un diptongo latino, la voz del señor representante de Venezuela, mi distinguido vecino de mesa”. Díaz Ordóñez dijo que esa alianza le hacía recordar una vieja expresión que antaño repetían las abuelitas risueñas y los plácidos ancianos barbados.

Esa frase era esta: “¡Lo que pueden el compañerismo y la solidaridad cuando los pecados son idénticos!”. Preciso era recalcar sobre un punto en que había insistido la nota dominicana, apuntaba Díaz Ordóñez. ¿Por qué se dudaba de la afirmación que él hacía? ¿Por qué se oponían dos países a la comprobación solicitada por su delegación? A sus palabras, siguieron nuevamente las del Canciller de Cuba, Raúl Roa, quien se refirió ampliamente “al supuesto resentimiento que le atribuye a mi pueblo en relación con el suyo” el diplomático dominicano. “Sobre eso hay dos maneras de interpretar las cosas: en función de la Historia y en función de la historieta. Y eso no es más que una historieta”. Su oponente había dicho que en contraste con el cubano, su pueblo no era verbalista, sino un pueblo de acción. Roa afirmó que se trataba de algo peor aún. “Es un pueblo (el dominicano) enmudecido por la fuerza; no habla no porque no quiere hablar; no habla porque no puede; no habla porque le impiden hablar. Eso es enteramente distinto”. La discusión entraba en el terreno de las alusiones personales. El diplomático quisqueyano había restado calidad a Roa para proferir insultos, señalando que toda su intervención anterior se enmarcaba dentro de ese terreno. Le tocaba a éste ahora el turno de ripostar, lo cual hizo de este modo: “A mí se me ocurre también lo siguiente: que a veces yo tampoco escucho las cosas que se me dicen, porque eso depende también de la altura en que se expresan y como a mí se me ha aludido personalmente –cosa que yo no suelo hacer aquí- simplemente digo que, cuando se me habla en cuclillas, yo no puedo percibir los sonidos porque estoy de pie”. El ambiente tornábase acalorado. El Presidente del Consejo percibió la tensión después de las últimas palabras del ministro de Estado cubano e intervino para aplacar los ánimos caldeados. Su decisión de convocar a esa segunda sesión extraordinaria con menos de dos horas de diferencia con la terminación de la primera del día, obedecía a la tradición inalterable que el Consejo había guardado en casos semejantes para imprimir el máximo ritmo de celeridad a la acción que correspondía al organismo ante una solicitud de la naturaleza presentada por el gobierno dominicano. Escudero creía que esta vez se hacía necesario, sin embargo, un compás de espera para dar tiempo a los representantes a consultar con sus gobiernos. Por tanto, solicitaba que se observara la práctica de casos anteriores, ante solicitudes semejantes, para que pudieran señalarse fecha y hora de una próxima sesión que continuara debatiendo el caso. Lucién Hibbert, Representante de Haití, sugirió a seguidas la formación de una Comisión Investigadora, previo a cualquier pronunciamiento sobre el delicado y conflictivo pedido de convocatoria del Órgano de Consulta bajo los términos del Tratado de Río, como urgía su colega dominicano. Díaz Ordóñez tomó nuevamente la palabra para oponerse a la solicitud haitiana, señalando que “toda medida que no vaya encaminada directamente a los propósitos y las conclusiones pedidos en nuestra nota sería capaz de producir graves contratiempos”. La situación era demasiado peligrosa para aceptar dilaciones. Se estaba ante peligros generales que amenazaban a toda la región. A instancias de Escudero, Hibbert ratificó su posición.

Haití favorecía que se constituyera una comisión con poderes para investigar las denuncias presentadas, antes de la aplicación del Tratado. El sometimiento a votación de esta moción se haría sin perjuicio de que el Consejo considerara la solicitud elevada por el Gobierno de Trujillo. Parecía esta una salida momentánea al impasse que las fieras acusaciones de los delegados de República Dominicana, Cuba y Venezuela habían creado. Quedaba claro, sin embargo, que bajo las circunstancias prevalecientes, el Consejo de la OEA sólo podía constituir una Comisión Investigadora, según Escudero, en su condición de tal, pero nunca como Órgano Provisional de Consulta, “porque para eso se requeriría previamente que el Consejo se pronunciase afirmativamente sobre la solicitud dominicana en el sentido de convocar al Órgano principal de Consulta, que es la Reunión de Ministros de Relaciones Exteriores”. En ese punto intervino el representante de El Salvador, embajador Héctor David Castro, quien haciendo referencia a lo dicho por Escudero, pidió tiempo para que los delegados pudieran solicitar instrucciones a sus gobiernos, sin las cuales muchos de ellos se verían de inmediato imposibilitados de actuar. Ello hacía imprescindible al más corto plazo la entrega de las actas de la reunión, a fin de que las Cancillerías pudieran analizar las posiciones expuestas por cada país y en base a ello formular sus votos. El Representante salvadoreño sostenía que “la idea de enviar inmediatamente una Comisión Investigadora sería muy difícil que la adoptara el Consejo, porque necesitaría también para ello las instrucciones que cada Representante debe tener de su Gobierno”. Guillermo Sevilla Sacasa, de Nicaragua, asumió una actitud intermedia. “Yo no tendría inconvenientes en vota hoy mismo favorablemente su solicitud (la de República Dominicana), sin que esto signifique prejuzgar sobre los hechos denunciados”. Sin embargo, a los fines de avanzar en el conocimiento de la cuestión, el Representante de Managua consideraba conveniente que sus colegas se pronunciaran en uno u otro sentido. La intervención, a seguidas, del delegado de Estados Unidos, John C. Dreier, estaba llena de lógica. La República Dominicana había presentado un caso, pero afirmaba, de acuerdo con su misma nota, que los ataques habían sido “liquidados”. No se trataba, pues, de situaciones que “continúan en este momento”. Respecto a Cuba y Venezuela, a las cuales se acusaba de esos ataques, sus representantes negaban toda responsabilidad en los mismos en tal situación, era preferible adherirse a la proposición de que se diera oportunidad a los delegados de pedir instrucciones, señalando una nueva fecha para el debate de la solicitud quisqueyana. Roa dijo que el embajador estadounidense la había interpretado correctamente cuando él calificara momentos antes de falsas las imputaciones dominicanas. De paso aprovechó esta nueva intervención para denunciar que en la República Dominicana “existe desde hace más de tres meses una fuerza expedicionaria constituida por veinticinco mil mercenarios proyectada contra mi país”. Las cosas estaban tomando un curso imprevisto.

Los efectos del impacto inicial de las graves acusaciones del delegado de Trujillo parecían en vías de diluirse. Así lo entendió Díaz Ordóñez, quien pidió de nuevo la palabra y dijo: “He escuchado con mucho interés las declaraciones hechas por algunos distinguidos colegas y mi Delegación es la primera en comprender la razón de la necesidad de un plazo para que los señores Representantes puedan adquirir u obtener las instrucciones correspondientes que los lleven a un pronunciamiento debido, pero, señor Presidente, reconozco esto, eso sí sin abandonar la posición señalada de la urgencia que hay en el asunto y rogando a los distinguidos colegas compañeros del Consejo que traten de que el plazo que han solicitado sea el más breve posible, en razón de esa urgencia que vuelvo a señalar”. La discusión se prolongó todavía por algún tiempo, con intervenciones de los delegados de Perú, nuevamente de El Salvador, y de México. Este último, Vicente Sánchez Gavito, propuso formalmente que la próxima reunión se fijara para el lunes siguiente, en horas de la mañana. El chileno Alberto Díaz Alemany propuso un cambio de hora, para que se fijara en la tarde. Entonces, el Presidente del Consejo dispuso que el debate de la nota dominicana continuara en una nueva sesión el lunes 6 de julio a las tres de la tarde.

El resultado de la votación fue 18 a favor, ninguno en contra y dos abstenciones. Díaz Ordóñez ocupaba un asiento a la derecha de su colega venezolano. Finalizada la sesión, mientras guardaba sus papeles en el maletín de mano, Falcón Briceño se le acercó. -¡Cómo un hombre tan brillante como usted sigue al servicio de una bestia como Trujillo!-, le dijo el venezolano. El diplomático dominicano guardó silencio. Falcón Briceño prosiguió: -Creemos que una inteligencia como la suya deberá jugar un papel crucial en la futura democracia de su país. Créame que a pesar de nuestras diferencias, no tengo nada en contra suya. Díaz Ordóñez levantó por primera vez la vista y aceptó el apretón de manos que le ofrecía su adversario. Cerró su maletín y abandonó rápidamente la sala. Este curioso incidente tuvo realmente lugar y fue objeto de muchos comentarios posteriores. Me fue confirmado en agosto de 1994 en Caracas por un miembro de la delegación venezolana que estuvo en Washington en 1959, mientras realizaba investigaciones para este libro y otro publicado en diciembre de ese mismo año, La Ira del Tirano, que narra los esfuerzos posteriores de Trujillo para asesinar a Betancourt, y las graves consecuencias que de ese acto se derivaron para el dictador dominicano. A primera hora de la mañana siguiente, viernes 3 de julio, el embajador Díaz Ordóñez remitió a su superior, el canciller Porfirio Herrera Báez, un informe detallado de las sesiones del día anterior.

El diplomático se permitía un juicio valorativo de su actuación. Su discurso en la mañana había tenido el efecto de preparar el ambiente del Consejo para lo que habría de debatirse en la tarde. En cambio, decía, el canciller cubano había asumido frente a él “una de sus actitudes más vitriólicas”. Entre tanto, él no tuvo necesidad de descender a ese nivel, pero pensaba que el vocabulario “calumnioso y falto de decoro” del ministro Roa, dio “relieve y altura a nuestra posición firme y decente”.

Díaz Ordóñez parecía convencido de que su intervención en la mañana del jueves 2 de julio “le llegó al hueso y le regurgitó” al canciller cubano horas después.

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