Días después del golpe al presidente Evo Morales en Bolivia, motorizado tras una narrativa maliciosa de la Organización de los Estados Americanos (OEA), el gobierno de facto desató una cruenta represión contra el pueblo que protestaba la urdimbre criminal que derribó a su gobernante.

Aunque la propia OEA, a través de su Comisión Interamericana de los Derechos Humanos (CIDH), horrorizada por las masacres contra civiles desarmados, quiso poner distancia de la atrocidad, lo hizo cuando se contaban más de 30 personas asesinadas por las fuerzas del Gobierno de facto.

Las cabezas visibles de ese golpe han ido cayendo poco a poco en manos de la justicia boliviana, el más reciente de todos ha sido el señor Luis Fernando Camacho, gobernador de Santa Cruz, un feudo que a lo largo de la historia del país amazónico se ha caracterizado por su intensa trama contra los gobiernos democráticos.

Los golpistas le pusieron rostro a la usurpación, y Jeanine Añez—quizá la tonta útil al servicio de los complicados mayores—, purga ahora mismo una condena de diez años de prisión por genocidio y otras acciones criminales, junto con los anteriores jefes de las Fuerzas Armadas y la Policía Nacional, así como otros actores civiles.

Es decir que su participación en las masacres ya va teniendo su justa sanción.

El caso boliviano puede tener una analogía con lo que sucede actualmente en el Perú, donde los usurpadores del poder se están dando un baño de sangre que no se compara ni siquiera con lo referido en Bolivia, sino probablemente con Chile a partir del derrocamiento y asesinato del presidente Salvador Allende en septiembre de 1973, o con Argentina tras el golpe contra Isabel Martínez de Perón, en marzo de 1976.

Diferentes organizaciones, tanto peruanas como externas, han cuantificado los muertos en más de 50 en apenas 40 días del inicio de la usurpación dirigida por la señora Dina Boluarte, masacre que pretende frenar la determinación del pueblo de barrer con un sistema que ha sido instrumento de conspiración contra quienes llegan al Gobierno alejados de las élites limeñas, manifiestamente antidemocráticas, racistas y mafiosas.

Esos grupos, capitaneados por medios de comunicación que sirven a intereses divorciados del rol periodístico, no le dieron a Pedro Castillo la más mínima tregua ni espacio para gobernar, en el entendido de que un simple maestro de escuela rural no tenía derecho a ser presidente.

La represión contra el pueblo peruano impone la documentación de la arbitrariedad para en su momento procesar a la señora Boluarte y demás elementos—civiles, militares y empresariales—coaligados para producir allí la carnicería que buena parte del mundo observa, buena parte casi indiferente.

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