Más de 120 líderes mundiales, entre ellos los jefes de las naciones que más envenenan el planeta, se han dado cita esta semana en Glasgow, Escocia, supuestamente para encarar la grave realidad que enfrentamos en la Tierra como consecuencia del llamado calentamiento global.

Si nos atenemos a los hechos prácticos, podemos decir que esos dirigentes una vez más están allí perdiendo el tiempo, pues su cumbre no pasa de ser una puesta en escena, una buena manera de perder el tiempo.

Para esto, el escenario no podía ser más propicio, ya que por cientos de años, Escocia ha sido uno de los exponentes esenciales de la buena bebida, al punto de que no por azar se tiene a un escocés como sinónimo de whisky.

De modo que para beber whisky el lugar de la cumbre no podía ser mejor.

Ahora bien, el mundo sabe que fuera de libar un buen escocés, esos líderes apenas harán lo usual en estos casos, es decir, largas peroratas sobre un supuesto compromiso de bajar las emisiones de gases de efecto invernadero, acuerdos que terminan en gavetas de los funcionarios y que al final nadie se toma la molestia de volver a leer.

Lo mismo sucederá en las agencias de Naciones Unidas, aunque allí, por lo menos, los burócratas se toman el tiempo de continuar la elaboración de montañas de documentos que si los imprimieran en papel higiénico se les daría un mejor uso.

Dado el carácter de holgazanería que estos encuentros implican, hizo bien el presidente Luis Abinader al cancelar su participación en esta versión COP26 de las Naciones Unidas sobre Cambio Climático. La justificación del presidente para no volar a Reino Unido fue la amenaza que tenemos latente con el descalabro de la situación haitiana que nos plantea un riesgo inminente para nuestra seguridad interior.

De hecho, nosotros nunca buscamos nada en esas cumbres, si tomamos en cuenta que nuestra participación en el daño al planeta es insignificante al ser comparada con las brutales agresiones con las cuales las naciones industriales impactan nuestra casa común.

Es decir, que la presencia del jefe del Estado en el país resultaba mucho más provechosa para sus gobernados que ir a Escocia a agregarle un número a la lista de dignatarios reunidos allí para un fracaso anunciado.

Un fracaso, pues los líderes de las grandes potencias saben lo que tienen que hacer para frenar la locura destructiva del planeta pero no lo hacen, pues sus administraciones responden a los intereses de las grandes empresas que arrojan cada día a la atmósfera millones de toneladas de todo tipo de sustancias nocivas para la vida del globo.

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