“1978-1986. Crónica de una transición fallida” de Miguel Guerrero
“1978-1986. Crónica de una transición fallida” de Miguel Guerrero

Con la autorización del autor, el periodista y escritor Miguel Guerrero, elCaribe digital presenta “1978-1986. Crónica de una transición fallida”, puesta en circulación en octubre del 2020, en plena pandemia del COVID 19, y que ofreceremos por entregas. Acceda al índice y al prólogo aquí

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CAPÍTULO IX

1982

La crisis de la basura estalla al inicio del año, mientras aumentan los temores de una devaluación y alza de precios. El suicidio de Guzmán y el ascenso de Salvador Jorge Blanco

Los dominicanos recibieron la llegada de un año nuevo de elecciones con la capital todavía anegada en basura, asomos de crisis en las relaciones entre el Congreso y el Gobierno por diferencias de fondo con respecto al presupuesto fis- cal de 1982, aún pendiente de aprobación, y los peores indicios de deterioro económico en más de una década.

El 1981 fue un año extremadamente difícil y el 1982 lo se- ría aún más. La acumulación de basura adquirió proporciones de catástrofe. A comienzos de mes, el presidente Antonio Guzmán, en un esfuerzo aparente por reducir el descontento popular, puso el servicio de recogida de desperdicios a cargo del Ejército, con la creación de una “Unidad de Emergencia”, ante la incapacidad de las autoridades municipales de hacer frente al problema.

El ayuntamiento se había declarado insolvente para saldar sus compromisos de pago de salarios a los trabajadores y estos se nega- ron a seguir recogiendo la basura, declarándose en huelga. El paro acentuó un problema que venía arrastrándose por meses y Santo Domingo se convirtió en un gigantesco vertedero. Médicos y au- toridades sanitarias advirtieron sobre la posibilidad de brotes epi- démicos y congresistas del partido oficial, que controlaba el ayun- tamiento, advirtieron que la situación afectaba incluso el turismo porque los extranjeros “estaban huyendo a nuestra hediondez”.

La decisión del Gobierno de poner el servicio de recogida de basura en manos del Ejército constituyó de hecho un “golpe de estado municipal”, puesto que ya el síndico (alcalde) había sido despojado de otras prerrogativas como la del control del servicio del transporte público, el manejo del acueducto y el bacheo y manteni- miento de las calles de Santo Domingo.

Guzmán dio la primera semana del año otro golpe político al síndico Pedro Franco Badía, un alto dirigente de su propio Partido Revolucionario Dominicano, al poner bajo el cuidado del Contra- lor General de la República el manejo de los fondos del cabildo, en una acción que dejó a la máxima autoridad municipal virtualmente sin prerrogativa alguna que no fuera la del derecho de acudir diaria- mente al ayuntamiento.

Franco Badía se había quejado de la negativa de Guzmán de concederle subsidios especiales al ayuntamiento, señalando que esta era la causa de la ineficiencia de los servicios municipales y advir- tiendo que ello afectaba la causa electoral del PRD en las elecciones generales del 16 de mayo de 1982. Denunció asimismo que se tra- taba de una represalia gubernamental por su decisión de presentarse como aspirante a la nominación presidencial en contra de los de- seos del presidente Guzmán.

La insólita tardanza en afrontar con decisión el problema de la basura y del arreglo de las calles de Santo Domingo afectó la imagen pública del PRD, que trató de desligarse del asunto con una sor- prendente declaración en la que el bloque de regidores del partido responsabilizó directamente a Franco Badía de la crisis en el ayun- tamiento. La declaración acusó al síndico de usar indebidamente fondos del cabildo destinados al pago de salarios en otros asuntos, sin la debida autorización de la Sala Capitular. Aunque era el fruto de una práctica antigua, los regidores justificaron su dilación en hacerla pública señalando que habían guardado silencio para no provocar un escándalo político perjudicial al PRD.

A la crisis en el ayuntamiento, al Gobierno se sumó la resisten- cia del Congreso, una de cuyas cámaras, el Senado, controlaba el expresidente Joaquín Balaguer, líder de la oposición, en desacuerdo con la distribución de los gastos públicos que el Poder Ejecutivo dispuso para 1982. Los maestros, los médicos y otros sectores de presión amenazaron con declararse en huelga si no se asignaban partidas adicionales en el presupuesto para garantizar aumentos de salarios a sus miembros, tal como había prometido el Presidente en ocasión de paros anteriores. El Gobierno estimaba que la crítica si- tuación económica del país no permitía tales aumentos y exhortó al Congreso a aprobar el proyecto de presupuesto en la forma en que fue sometido a las cámaras.

Para muchos los problemas políticos resultantes de la proximi- dad de unas elecciones cruciales, unidos a la intensificación de las rivalidades internas en el PRD, contribuían a desmejorar el panora- ma económico ensombrecido por enormes déficits presupuestarios, atrasos sin precedentes en el envío de remesas al exterior, aumento desmedido en la deuda externa y la falta de políticas económicas coherentes frente a los problemas de la inflación y el desempleo ya crónicos.

***

Las elecciones se celebraron como estaba previsto y el senador Salvador Jorge Blanco resultó electo presidente de la República venciendo a los expresidentes Joaquín Balaguer y Juan Bosch. Cua- renta y ocho días después, un infausto y doloroso acontecimiento estremeció al país.

El 4 de julio, a tan solo 43 días de la finalización de su man- dato, el presidente Antonio Guzmán, se suicidó haciéndose un dis- paro en la sien con un revolver calibre 38, sentado en una silla de barbero en una pequeña habitación contigua a su despacho en el Palacio Nacional. La noticia sorprendió al país y provocó una serie urgente de gestiones a muy alto nivel para evitar que el hecho alen- tara un golpe de estado. Nunca se han aclarado las verdaderas razones del hecho. Por años se tejieron números escenarios relacionados con las razones que empujaron a Guzmán a quitarse la vida apenas casi mes y medio antes de terminar su gestión como Presidente de la República.

En su momento, se conjeturó que había actuado por los efec- tos de una depresión por supuestas amenazas del presidente electo, Salvador Jorge Blanco, su rival, de someterlo a él o a miembros de su familia por actos de corrupción, que no llegaron a probarse ni a ventilarse en la justicia. Horas después del hecho, Jacobo Majluta se juramentó como presidente, para completar el período constitu- cional iniciado el 16 de agosto de 1978.

Días después, Peña Gómez declaró que Guzmán “se suicidó tras descubrir actos de corrupción en su administración y sufrir la traición de íntimos colaboradores”, según publicara el 10 de julio el periódico El País, de España. Aunque la versión se manejó después en los medios nacionales, nunca se desplegó investigación para de- terminar si esa posibilidad influyó en la decisión del mandatario. Peña Gómez dijo que Guzmán era un hombre obsesionado con la honestidad y que en la etapa final de su mandato se sentía abatido por la traición de colaboradores a algunos de los cuales había despe- dido por no responder a la confianza que había depositado en ellos.

El 4 de julio del 2018, en su versión digital Diario Libre en nota firmada por la periodista y escritora Emilia Pereyra, que Peña Gómez había precisado que, la revelación la había hecho la viuda del presidente Renée Klang “ a una dirigente de su partido”, señalando que Guzmán estuvo sometido en esos días “a muchas tribulaciones, muchos sentimientos encontrados y muchas presiones”.

En su galardonada obra Guzmán, su vida, Gobierno y suicidio, José Báez Guerrero expresa que Guzmán actuó motivado por “una patología endógena que era propia de su idiosincrasia”, que entendía exacerbada “por las presiones que sentía a creer un fracaso su gestión como gobernante”.

La juramentación de Majluta como jefe del Gobierno despe- jó los temores de una interrupción del proceso democrático. Si a pesar de las dificultades y las severas heridas abiertas en el ámbito oficialista, el país podía superar el suicidio del mandatario a días del ascenso de un nuevo Gobierno, no todo parecía perdido. Pero no todo estaba resuelto.

***

La filtración de un informe advirtiendo a los empresarios so- bre una presunta “inminente” devaluación del peso dominicano, agrió las relaciones del presidente electo Salvador Jorge Blanco y el influyente Consejo Nacional de Hombres de Empresa (CNHE), aun antes de la juramentación del primero como jefe del Estado. El informe, preparado por un organismo del CNHE, atribuía al equipo económico de Jorge Blanco, que trabajaba en los trámites de la transición, inclinación por medidas que conducirían inexorable- mente a una devaluación oficial del signo monetario dominicano.

En una reacción sorprendente, Jorge Blanco respondió a los empresarios en una carta dirigida al presidente del Consejo, Luis Augusto Ginebra. La respuesta sorprendió por varias razones. La primera por la dureza inusitada de los términos, un tanto apartada del estilo más bien mesurado del presidente electo, y la segunda por la rapidez con que esta se produjo. Jorge Blanco tildó el informe de especulatorio y le atribuyó intenciones “desestabilizadoras”. Previamente, el presidente de la Cámara de Diputados, Hatuey Decamps, uno de los dirigentes del Partido Revolucionario Dominicano (PRD) más allegado al mandatario electo, lo había calificado de “mentiroso”.

La reacción del mandatario electo siguió incluso a la publicación de un comunicado del CNHE explicando que el informe en cuestión había sido rechazado por el Comité Ejecutivo del Consejo y que se trataba simplemente de un documento que no comprometía la conducta del organismo empresarial.

La filtración del citado informe en un diario de la tarde equivalió al estallido de una bomba en los círculos económicos de la nación. La causa principal de los temores por él suscitado tuvieron que ver con su coincidencia con la admisión oficial de que el Gobierno consideraba muy seriamente recurrir al Fondo Monetario Internacional (FMI) como una salida a las graves dificultades finan- cieras y económicas que agobiaba al país.

Tal posibilidad desató encontradas controversias. Los princi- pales líderes de oposición advirtieron sobre las consecuencias que ello significaría para la independencia económica de la nación. Sin embargo, el presidente Jacobo Majluta dijo que no se había toma- do ninguna decisión todavía y que se trataba simplemente de una opción a considerar. La explicación no fue del todo tranquilizadora. En algunos medios se consideró que la decisión final con respecto a si el país se ponía en manos del FMI debía ser dejada al Gobier- no de Jorge Blanco. Majluta asumió la presidencia a comienzos de julio, tras el suicidio del presidente Antonio Guzmán. La opinión general era que una acción como la que había sido planteada no correspondía a un mandato gubernamental que apenas le quedaban seis semanas.

El hecho de que al inicio de su gestión, ensombrecida ya por vaticinios muy pesimista sobre la economía, Jorge Blanco enfren- tara una cuestión tan decisiva, no constituía buen augurio para el próximo mandatario. La intervención del FMI en la economía dominicana conllevaría irremisiblemente a una devaluación del peso, en opinión de autorizadas voces políticas y económicas. De hecho la divisa dominicana estaba devaluada. Por efectos de la inflación perdía mucho de su poder adquisitivo. A pesar de la paridad en la tasa oficial de cambio y no obstante los estrictos controles moneta- rios, el peso se cotizaba prácticamente a razón de dos por uno frente al dólar en el llamado mercado paralelo, protegido por una ley que creó el régimen de las divisas propias.

La imposibilidad del Banco Central de atender los requeri- mientos crecientes de divisas puso en manos del “mercado paralelo” las fuentes de dólares para el pago de una gran parte de las obliga- ciones del comercio de importación. Como consecuencia, el valor del dólar se encareció y en forma proporcional perdió valor el signo monetario nacional. De todas formas, una devaluación oficial ten- dría efectos psicológicos tremendos sobre la economía y esta pudo haber sido la causa real de la respuesta desusadamente franca del presidente electo a los empresarios.

A pesar de las medidas oficiales favorables al sector adoptadas durante su mandato, Guzmán enfrentó mucha oposición en sectores empresariales. La carta de Jorge Blanco a Ginebra indicaba que el primero no temía a las consecuencias de una pugna y que, por el contrario, estaría dispuesto a sentar las reglas del juego o del debate.

La crisis económica del país era en septiembre de 1982, más grave de lo que se creía. Y había una marcada intención del Gobierno en dar a conocer toda su magnitud. La actitud de los fun- cionarios de la nueva administración de no ocultar detalles de la crisis, parecía buena y promisoria. Pero para ser efectiva esa política requería que esos funcionarios estuvieran también dispuestos a lo mismo. Esa era una de las incógnitas del momento que vivía la nación. Se aceptaba la rebaja de salarios y de la supresión de algu- nas de las ventajas materiales inherentes a muchas funciones de la administración pública. Pero era demasiado prematuro para saber si la marcha del tren burocrático, tan voraz en el pasado, se adaptaría a las restricciones de una austeridad como la planteada por el presi- dente Salvador Jorge Blanco.

Hay una exagerada tendencia nacional a las evaluaciones ex- temporáneas. Frente al Gobierno de Concentración esta ligereza de juicio rompía, apenas en dos semanas todas las marcas establecidas. Lo que menos necesitaba en esos días de crisis y escasez el Gobierno del Partido Revolucionario Dominicano (PRD) era sobresalto a su

alrededor. La pasión, en la crítica favorable o en la censura, resul- taba perjudicial tanto a los intereses del Gobierno como a los de la nación misma.

Escribí entonces que me parecía contraproducente que en me- dio de la incertidumbre, subrayada por los números aterradores sobre la situación fiscal proporcionados por el propio Gobierno, el entusiasmo reemplazara la crítica serena y el juicio objetivo. Era tan malo para el elogio apasionado e irracional, aquello de que todo marcha a pedir de boca, como el rechazo sistemático, el que parte de la presunción de que todo cuanto proviene de la esfera oficial tiene necesariamente que estar equivocado.

***

El Gobierno del presidente Jorge Blanco, desde su instalación, centró toda la acción gubernamental en la tarea de concluir la com- posición del equipo burocrático y en la no menos difícil de trazar los lineamientos de una política económica coherente y eficaz.

Se estaba aún lejos de determinar incluso si alcanzaba el camino correcto. Menos aún de saber si el conjunto de medidas sería suficiente para encarar la crisis. A lo sumo se podía evaluar su inten- ción de encontrar el sendero adecuado. Pero al cabo de 15 días de gestión al frente del Gobierno era prematuro suponer que una vez tomado el camino conveniente, poseía la suficiente voluntad polí- tica para permanecer en él por el resto del período de cuatro años.

La parte política más sensible del discurso de juramentación del presidente Jorge Blanco fue la que mencionó el tema de la des- composición moral en el manejo de los intereses públicos durante el Gobierno anterior. Cuatro años atrás hubiera sido difícil imaginarse esta escena. En sus comienzos, la administración perredeísta iniciada en 1978 se proyectó como un ejemplo de moralidad y decencia en la custodia del bien público. Hubo incluso intentos fugaces, que recibieron mucho crédito, para castigar la corrupción.

La gravedad de los problemas económicos y sociales del país exigían un enfoque diferente de la política gubernamental puesta en práctica hasta entonces. No podía esperarse mucho si en medio de la corrupción, el despilfarro y la intolerancia heredadas, el pre- sidente Jorge Blanco no hacía esfuerzos por presentar una imagen nueva del Gobierno.

Una de las consecuencias del desastre económico y moral del cuatrienio anterior fue la pérdida de confianza en el Gobierno y en la buena fe de los hombres y mujeres que lo integraron. El es- cepticismo general había estado siguiendo toda iniciativa guberna- mental. Lo poco que quedaba de esa confianza pública terminó de diluirse en el período de transición entre la fecha de las elecciones, el 16 de mayo, y la de la instalación del nuevo régimen, tres meses más tarde.

Era pues necesario que un nuevo estilo tratara de imponerse. El hecho de que las exigencias de austeridad y moralidad públicas formuladas por el mandatario en su discurso de juramentación es- tuvieron avaladas por un comportamiento personal cónsono con las mismas, ayudaba a la causa del nuevo Gobierno.

Sin embargo, aun se requería de tiempo para que el país se adaptara a las nuevas circunstancias. A mucha gente le resultó ex- traño que un jefe de Estado no actuara en público bajo los patrones tradicionales del comportamiento presidencial. A los propios cola- boradores del primer ejecutivo de la nación les costó acostumbrarse a la idea de que debían llegar en punto a las reuniones, porque el presidente estará allí cinco minutos antes. A muchos desconcertó incluso la informalidad de las reuniones para discutir asuntos de la mayor trascendencia.

En respuesta a una pregunta, un tanto subida de tono por cier- to, en una breve conferencia de prensa en Higüey, el presidente justificó el 3 de septiembre la decisión de dar a conocer públicamente la gravedad de la crisis por la que atraviesa el país. “Hablar la verdad no ha sido nunca pecado”, dijo el mandatario a un periodista. Por ingenuo que parezca era la clave de todo. El Gobierno no podía res- tablecer la confianza plena si no era a base de una sinceridad total, extraña hasta ahora al juego político conocido. Y esa sinceridad no debía tener limitaciones.

La declaración formulada días antes por una de las más influyentes figuras del gabinete de que “las arcas del país se encuentran vacías”, pudo haber despertado una extraña mezcla de confusión, estupor y pánico en muchos círculos de la vida nacional. Pero a la luz de un análisis frío, ¿hubiera sido mejor ocultar este hecho, ya visible a todo el mundo?

Esas eran algunas de las decisiones difíciles que habría de seguir adoptando el presidente Jorge Blanco, si aspiraba a que su nuevo y hasta cierto punto sorprendente estilo, restableciera por completo la confianza del país en las instituciones burocráticas y en el Gobierno mismo.

Si el Presidente trataba de imponer la sinceridad y la buena fe, elementos que siempre transitan juntos, como normas de la con- ducta oficial, podía estar en camino de establecer un precedente saludable. El peligro radicaba en que su inclinación a la franqueza y al trato informal lo arrastraran a la demagogia. Usualmente entre un lado y otro hay sólo una débil línea divisoria.

Con algunas ligeras excepciones, el Presidente no había cedi- do a las exigencias partidarias. Y su decisión de modificar algunas medidas, como la referente a la escala establecida en la reducción salarial de los empleados públicos, se interpretaba como un indicio de tolerancia. Sin embargo, era prematuro todavía sacar conclusio- nes definitivas. En apenas su tercera semana al frente del Gobierno, Jorge Blanco no había tenido tiempo incluso para delinear sus ob- jetivos políticos y económicos.

Pero algunas peculiaridades de su estilo, nuevo en la política dominicana, comenzaban a levantar banderías. Había quienes lo aceptaban como bueno y quienes recelaban del mismo. Lo peligro- so no obstante, era que al final el país prestara más atención al estilo que a los objetivos. Es decir, que importaran más los métodos que los fines. Y que al analizar y enjuiciar los resultados, influyeran fun- damentalmente en la opinión final los modales y el procedimiento utilizados para lograrlos.

Todo esto hacía suponer que si bien era preciso un cambio en la actitud y en el enfoque gubernamental de los problemas naciona- les, lo cual parecía estar en marcha, también era necesario cuidar de que ello no resultara en un espejismo que solo resultaría en nuevas y más dolorosas frustraciones.

De todas formas Jorge Blanco merecía que se le concediera tiempo. Y el país no podía regateárselo.

***

La austeridad no ha sido nunca un recurso popular, pero era improbable que en septiembre de 1982, el país resolviera sus graves dificultades económicas si no recurría a ella. Uno de los méritos del programa de rehabilitación económica anunciado por el Gobierno del presidente Jorge Blanco era precisamente un recorte radical del gasto público superfluo e innecesario. Por lo menos eso es lo que indicaba la propaganda gubernamental. Resultaba claro, sin embargo, que todo el planteamiento económico de la administración po- dría irse a pique si sus promesas de austeridad fueran incumplidas.

Muchos de los problemas nacionales tenían su origen en el he- cho de que el país no ha sabido, o no ha querido, ajustarse nunca a las limitaciones del momento. En períodos críticos ha mantenido criterios apropiados a una economía de abundancia. Lo injusto es pretender que este fenómeno sea un producto exclusivo de los indi- viduos, que componen la sociedad dominicana. Una de las grandes contradicciones nacionales es la de que precisamente ellos han sabido adaptarse con mayor facilidad y vocación a las restricciones que el sector público. El Gobierno ha dado siempre el peor ejemplo en materia de despilfarro y gasto inicuo. Por tradición le ha resultado extremadamente difícil someterse a sus propias restricciones. Con ese historial era bastante difícil que un programa de austeridad na- cional despertara entusiasmo.

De ahí la importancia del ejemplo en las alturas del poder. La relevancia de que los funcionarios actuaran en el marco de las estric- tas restricciones anunciadas por el Presidente de la República. Un régimen de austeridad no puede estar basado estrictamente en una reducción escalonada de salarios y el pueblo necesitaba probable- mente algún tiempo todavía para acostumbrarse a la nueva situa- ción. Ese lapso era decisivo para el éxito o no del programa que de permitiría al país comprobar por sus propios medios la sinceridad de las intenciones del Gobierno y la voluntad de sus representantes para someterse a los cánones de esa austeridad respecto a la cual se teorizaba tanto. Si el gasto superfluo continuaba y surgían en el sector oficial señales nuevas de despilfarro no habría condiciones para una mística que hicieran atractivos al resto del país los rigores de una austeridad de las características planteadas.

Guardando naturalmente las proporciones, lo que jamás se aprendió en el Gobierno fue la lección elemental de que la economía de una nación es como el presupuesto de una familia. No podía gastarse más de lo que se gana. Durante la administración que le precedió el desprecio olímpico por las reglas básicas de la economía, adquirió dimensiones dramáticas. Cuando se recurrió al recurso del crédito externo se hizo con los mismos criterios de desproporción de la realidad y de las necesidades nacionales más urgentes y apre- miantes. No podía esperarse que pasara mucho tiempo antes de que esta carrera desenfrenada condujera al país a un precipicio.

Se requería ahora un esfuerzo muy grande y sostenido del Gobierno para no caer en él. Y esto sólo se evitaría si las protestas de austeridad, moralidad y honestidad en el manejo de los asuntos públicos, se adecuaban a las exigencias del momento y los funcio- narios encargados de velar por el cumplimiento y observación de esos cánones actuaran responsablemente. No bastaba con la buena intención y el desprendimiento presidencial para que un programa de este género tuviera éxito. A las normas de la austeridad debían someterse primero, y por igual, los miembros de la burocracia ad- ministrativa. Era la única posibilidad existente.

La reacción inicial a la política económica global de la administración fue desfavorable en muchos círculos, especialmente en los de bajos salarios y la clase media más o menos acomodada, porque los reajustes salariales y las otras medidas conocidas tendían a reducir sus estándares de vida. Las medidas compensatorias prometidas en el discurso inaugural del Presidente no habían sido promulgadas todavía a comienzos de septiembre.

Había como consecuencia de ello un sentimiento de angustia generalizado, que no promovía apoyo alguno al plan de austeridad delineado para hacer frente a la grave crisis económica. En definitiva, la orientación que el Gobierno daba a la economía podía estar bien intencionada y en el camino correcto, pero la experiencia en- señaba que esto solo no era suficiente.

***

El 7 de septiembre, el síndico del Distrito Nacional, José Francisco Peña Gómez, se quejó de la falta de apoyo del sector empre- sarial a sus planes de recogida de basura. Los empresarios, dijo, no han hecho efectiva la promesa de colaborar en la solución de los problemas municipales. Se olvidan de que esa cooperación es tan solo una “inversión por la paz”.

Dicho en otras palabras, o ceden ahora que pueden o se arries- gan a perderlo todo. No hay nada más después de esto. La demo- cracia, por lo menos la que él representaba, les pide lo que vendrá después se los arrebatará. Esto fue más o menos lo que le dijo a un nutrido grupo de empresarios en una reunión en el Ayuntamiento, a poco de asumir sus funciones.

El razonamiento podría resultar convincente, pero entrañaba una concepción apocalíptica y muy pesimista del porvenir democrático dominicano. Las instituciones nacionales eran en efecto débiles e imperfectas, pero no dependían de la capacidad de una administración municipal para enfrentar el problema de la basura, aunque la acumulación de ésta revistiera características alarmantes. El síndico del Distrito debió enfocar la cuestión desde otra pers- pectiva. El respaldo económico de los empresarios podía, en esos momentos de crisis y escasez de recursos, ser decisivo para el éxito o el fracaso de la administración municipal en atacar problemas fundamentales de la ciudad, pero nunca un factor determinante en el proceso de consolidación de la democracia dominicana.

Está bien que quienes pueden contribuyan a los esfuerzos en- caminados a mejorar las condiciones de vida imperantes en la capi- tal y sus alrededores. Ello debería ser un imperativo de conciencia, jamás una forzosa obligación. Los problemas municipales son, sobre todo, responsabilidad ineludible de las autoridades escogidas libremente por el pueblo para esa tarea, por la que se les paga. Y las autoridades municipales del Distrito no podían delegar esa respon- sabilidad, ni justificar su incumplimiento, a la circunstancia de que unos cuantos empresarios fueran renuentes a asumir ciertos com- promisos ciudadanos o políticos. Los residentes de Santo Domingo no votaron el 16 de mayo por un Gobierno municipal que depen- dería de la buena voluntad y el desprendimiento de unos cuantos, o unos muchos si se quiere, hombres de negocios, para liberarlos de las angustias que representa el deterioro de los servicios básicos.

“Todavía no se han canteado”, dijo el síndico, al referirse a la apatía de los empresarios que habían prometido ayudarle en la tarea de enfrentar los problemas de la ciudad. Después de esto muchos comenzaron a hacerlo. Pero no era lo crucial en la crisis de los ser- vicios municipales.

El Ayuntamiento debía cuidarse de la posibilidad de que los contribuyentes sospecharan que esta inclinación a culpar de la si- tuación a la indiferencia de algunos o muchos empresarios, impli- cara la intención posterior de eximirse de una buena parte, porque de toda sería imposible, de la responsabilidad por la labor rendida. Siendo el país particularmente escéptico, esa posibilidad de seguro no ayuda a ninguna carrera política. Al final de cuentas el país ter- minará pensando lo mismo: “si no pudo en el cabildo…”

Muchas de las cosas ocurridas entre la fecha de los comicios generales y el 16 de agosto, día de la instalación de las nuevas au- toridades, pudieron dificultar los esfuerzos, del síndico del Distrito por captar la ayuda empresarial, o la de muchos ciudadanos. En una oportunidad, por ejemplo, siendo síndico electo, Peña Gómez denunció la ocurrencia de “graves irregularidades administrativas” en el Ayuntamiento del Distrito. Equipos y piezas del cabildo, utilizados en las labores de limpieza de la ciudad, estaban siendo o habían sido vendidos como chatarras. Los autores de esa travesura eran, según sus palabras, “figuras influyentes” de la administración que a la sazón regía los asuntos municipales.

Nunca se supo si esos equipos, propiedad pública, fueron re- cuperados. No se tienen tampoco noticias de si hubo alguna acción seria y eficaz para hacerlo. No ha existido la certidumbre de si esto se intentó después. Por mucho que cambiaran las cosas en el Ayuntamiento, y seguro que sucedió así, no había demasiado gente dispuesta a ceder lo suyo.

De manera que, sin tratar de buscarle pretexto a los pudientes, porque de verdad muchos de ellos no lo necesitan ni lo han necesitado antes para eludir ciertas obligaciones ciudadanas, habría que convenir que las autoridades municipales debieron ir haciéndose la idea de que la solución de los graves problemas de la ciudad-ornato, limpieza, recogida, de basura, etc.-, era una ineludible responsabilidad que no puede ni debería ser delegada a personas ajenas a la dirección del cabildo. Y mucho menos supeditarla a las promesas de contribución de unos señores que a fin de cuentas no están le- galmente obligados a ello.

Resultaba difícil aceptar, la posibilidad de que un deterioro de las condiciones de vida ya deplorables de la ciudad de Santo Domingo y sus alrededores, pueda ser culpa de la mala voluntad de algunos empresarios que no hagan honor a sus compromisos, habiendo un Gobierno municipal debidamente elegido e instalado para ocuparse de esa cuestión. Más difícil aún era imponer la idea de que el futuro democrático dominicano dependía de que las au- toridades municipales sean capaces o no de cumplir con las tareas fundamentales puestas a su cargo. Al término del cuatrienio ten- dremos unas buenas o malas autoridades municipales en el Distrito Nacional. Al final a eso se reducía.

***

A mediados de septiembre, a solo un mes de instalarse la ad- ministración del presidente Jorge Blanco, las pugnas internas en el Partido Revolucionario Dominicano parecían más profundas de lo que en principio cabía suponer. Los escándalos sobre actos de co- rrupción en el Gobierno pasado se trataban como vertientes de esas luchas partidarias. Tales querellas traían a debate un punto suma- mente sensitivo, de peso en el curso futuro de las relaciones entre los grupos antagónicos dentro del PRD, resumido a una pregunta clave, ¿quién hizo realmente posible la victoria electoral?

La cuestión fue replanteada por el secretario general del partido y síndico del Distrito, José Francisco Peña Gómez. En un discurso por Tribuna Democrática, vocero radial del PRD, Peña Gómez se atribuyó el mérito de la victoria. Dijo que esta se debía a los votos obtenidos por su candidatura municipal y a una campaña electoral “dirigida exclusivamente por mí”. Naturalmente, esto último estaba sujeto a discusión. Pero la parte relacionada con los sufragios pu- diera ser el fruto de una información equivocada. Las cifras oficiales de los cómputos electorales contradecían al dirigente de la Inter- nacional Socialista y máximo líder perredeísta. En efecto, no fue la candidatura municipal en el Distrito Nacional lo que proporcionó la victoria del PRD en las elecciones, según se desprendía de un análisis frío y objetivo de los cómputos ofrecidos en su oportunidad por la Junta Central Electoral.

De acuerdo con esos datos, el total de votos alcanzado por el PRD en todo el territorio nacional para las candidaturas presiden- cial y vicepresidencial fue de 854,868, contra solo 825,016 sufragios para las candidaturas congresuales y municipales a nivel nacional. Esto quería decir que la postulación del presidente de la República y de su compañero de fórmula, Manuel Fernández Mármol, contó con más respaldo popular que el resto de las candidaturas del partido. La diferencia fue de 29,852 votos, tendencia observada también en la votación en el Distrito Nacional, donde Jorge Blanco obtuvo 18,502 votos más que los candidatos a síndico, senador y diputados del partido oficialista. Tal diferencia fue el resultado de 236,428 sufragios para los cargos nacionales contra 217,926 para las candi- daturas municipales en el Distrito Nacional.

De manera pues que las cifras mostraban inequívocamente el comportamiento de los electores. Enseñaban que muchos miles de ellos votaron en favor del doctor Jorge Blanco y no lo hicieron en cambio por otros candidatos del partido. Sucedió así en todo el territorio nacional y muy particularmente en el Distrito Nacional.

En momentos en que la corrupción y la aguda crisis económica se reflejaban dramáticamente en los niveles de popularidad del partido oficial y apuntalaban las candidaturas de oposición, el PRD pudo jugar la carta Jorge Blanco. En esa fase crítica del partido, él logró lo que probablemente ningún otro candidato hubiera podi- do conseguir: presentarse como una alternativa dentro del propio perredeísmo.

Como consecuencia de las largas pugnas internas, sus seguido- res habían sido postergados y excluidos de los puestos y las decisiones claves de la administración del Gobierno de Antonio Guzmán. Tales circunstancias le eximieron en su momento de los errores po- líticos y de los fracasos económicos en que había incurrido el régimen de su partido.

Ningún otro dirigente del PRD lucía tan exento de culpa por dichos errores como el hombre que ocupaba la Primera Magistratura. Ni siquiera el secretario general podía reclamar ese mérito. Aunque había sido marginado por igual de las decisiones importantes, Peña Gómez se había visto forzado por las circunstancias y las nece- sidades políticas a acudir muchas veces en auxilio del Gobierno de Guzmán. En varias oportunidades, aún en aquellas en que parecía más distante de las ejecutorias del Palacio Nacional, el líder perre- deísta había apelado a su influencia y a su poder sobre las masas para justificar o defender medidas gubernamentales. Fue una tarea difícil, tal vez ingrata para el Secretario General, pero igualmente importante para la estabilidad del régimen y obviamente también para el PRD. En muchos sentidos él evitó con su intervención en situaciones delicadas, a veces desesperantes, el deterioro total de la imagen del Gobierno que suyo era solo en parte. Pero eso no cam- biaba la realidad de las cifras: estas indicaban que a despecho de su declaración atribuyéndose la causa de la victoria electoral, el candi- dato a la presidencia obtuvo más votos que él. Era la verdad.

***

La exhortación formulada al Congreso por el presidente Sal- vador Jorge Blanco al cumplir un mes en el cargo, en favor de la aprobación del conjunto de proyectos que conformaban su política económica, estuvo dirigida principalmente a los legisladores de su propio partido, el Revolucionario Dominicano (PRD).

El período de luna de miel que la tradición política nacional impone a las relaciones Gobierno-oposición en los primeros meses de cada nuevo período constitucional, se estaba cumpliendo. La actividad opositora limitaba a unos cuantos pronunciamientos, que en nada entorpecían la marcha de la administración. Donde estas reglas no parecían haber sido observadas con rigurosidad, era en los predios congresuales del oficialismo. Se sabía de congresistas del PRD contrarios al sector gobernante, opuestos al programa deli- neado por el presidente Jorge Blanco para rescatar la economía.

Tal actitud se veía como otra fase de la lucha de tendencias pre- valeciente en esa organización desde 1977, cuando las desavenen- cias internas arreciaron a raíz de la convención que ese año escogió a Antonio Guzmán, candidato a las elecciones de 1978. Un diputado del PRD abiertamente opuesto al nuevo Gobierno me admitió en esos días: “La lucha de tendencias apenas ha comenzado”.

Conscientes de su poder congresual, la tendencia formada por seguidores del extinto presidente Guzmán, trataba de hacerlo valer para dejar sentir su peso en las decisiones concernientes a las rela- ciones partido-Gobierno. Esa fuerza la integraban por lo menos 17 diputados y seis senadores. Una votación en bloque en favor de las posiciones de la oposición, anularía de hecho la mayoría parla- mentaria oficialista en ambas cámaras. El grupo había acusado al equipo gobernante de haber desatado “una cacería de brujas” en la administración pública.

El Presidente de la República estaba al tanto de la situación. Su decisión de reunirse periódicamente con representantes del Congreso era, en parte, el fruto de su deseo de cambiarla. Como exjefe del bloque senatorial del PRD, Jorge Blanco conocía a fondo hasta donde las presiones pueden desde allí restar capacidad de movi- miento al Gobierno para hacer frente a los problemas de Estado. En el cuatrienio anterior, muchos de los graves conflictos a los que de- bió enfrentarse Guzmán estuvieron directamente relacionados con la falta de apoyo decidido de los congresistas de su propio partido.

Posiblemente Jorge Blanco sopesaba en toda su magnitud, las consecuencias de un enfrentamiento y trataba de evitarlo. Ambas partes sabían la importancia del conjunto de proyectos sometidos por el Poder Ejecutivo a las cámaras. Era improbable que el Gobierno pudiera aspirar a llevar a feliz término sus programas en el campo de la economía si fracasaba en lograr la previa aprobación de esos proyectos en el Congreso. Y el Gobierno no podía ignorar la importancia de su propio partido para que fueran favorablemente sancionados.

No estaba claro, sin embargo, que hubiera consenso en el PRD respecto al conjunto de medidas propuestas a las cámaras. Un documento confidencial que circuló restringidamente esa semana en los pasillos del palacio congresual, -y que luego fue retirado- sugería cierta oposición en el propio PRD a una buena parte de los pro- yectos gubernamentales. Había temor en el partido oficialista a que la aplicación de algunas de las medidas propuestas, desatara una ola de inconformidad que afectara los niveles de popularidad, ya mermados, de la organización en el poder desde agosto de 1978. De acuerdo con el documento señalado, algunas de las consecuen- cias políticas de las medidas económicas bajo estudio del Congreso se reflejarían sensiblemente en los niveles de vida de casi todos los extractos de la sociedad. Sus efectos, según el análisis entregado a muchos congresistas del PRD, serían una disminución del poder de compra, con el consiguiente encarecimiento del costo de la vida, para los empleados públicos, el sector laboral y los empleados, pri- vados. También se preveía un descontento en lo que se define como “burguesía industrial” por virtud de una restricción de las ganancias y un encarecimiento de los insumos.

Si el Gobierno estaba al tanto del documento, era lógico que se sintiera preocupado por la actitud de muchos diputados y senadores del PRD, cuando el conjunto de proyectos gubernamentales fuera puesto a debate de las cámaras. Por tanto, no debió sorprender que la exhortación hecha por el presidente al Congreso, se dirigiera principalmente a la gente de su propio partido.

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A finales de septiembre, los esfuerzos del Gobierno para crear una nueva imagen internacional del país a la postre no conducirían a nada si se caían sus argumentos frente a las denuncias de que per- mitía y hasta fomentaba el tráfico de haitianos. Una campaña presentando a la República Dominicana responsable de esta situación estaba vigente desde finales de 1980.

A mediados de octubre, la Organización Internacional del Trabajo (OIT) celebró audiencias en Ginebra para considerar la cuestión. Las reuniones se hicieron sobre la base de un informe titulado “Los trabajadores migrantes en la República Dominicana”, preparado por la Liga Contra la Esclavitud y para la Protección de los Derechos Humanos, relacionada con las Naciones Unidas.

Diversos organismos internacionales interesados en la suerte de los derechos humanos, dirigentes sindicales y grupos políticos, acudieron a las cita. La mayoría de esas voces dieron fuerza a las denuncias contra el Gobierno y el país pasó a integrar la larga lista de naciones responsables de la comisión de actos reñidos con las normas establecidas de respeto a los derechos civiles.

Las graves acusaciones se basaban en el trabajo de un “obser- vador” que en 1978 visitó el país e informó a las Naciones Unidas que “la condición de los trabajadores emigrantes haitianos podría compararse solamente con la esclavitud”. El informe tuvo alguna resonancia internacional para esa época, pero las autoridades dominicanas no le pusieron mucho interés en la creencia de que sus efectos no sobrevivirían al pequeño escándalo que suscitó entonces.

En 1982 el asunto recobraba vigencia y se planteaba con otras modalidades igualmente desfavorables para la imagen del país y, por ende, del Gobierno. El informe hacía acusaciones muy delica- das contra las autoridades dominicanas, a quienes responsabilizaba de la situación de inferioridad social en que, según sostenía, vivían los emigrantes haitianos en el territorio nacional.

Detrás de estos asuntos había una cuestión todavía mucho más delicada: encontrar la vieja interrogante: ¿constituye la emigración ilegal un problema social para la República Dominicana? Por años, el debate de lo que se ha insistido en llamar “problema haitiano” ha girado básicamente en torno a uno de sus aspectos más simples. La tentativa de reducirlo a una simple cuestión de “derechos humanos” obviaba uno de sus aspectos fundamentales: el impacto económico y social que el flujo incontrolado de haitianos hacia este lado de la frontera causaba en la República Dominicana.

Por mucho que tratara de ignorarse, existía efectivamente “un problema haitiano”. No esencialmente racial ni mucho menos fruto de un resentimiento histórico. Era un asunto mucho más grave y delicado, relacionado con la forma en que esa inmigración incon- trolable se reflejaba en la economía, en las costumbres y en el propio equilibrio político nacional.

Estimaciones conservadoras situaban la cifra de haitianos ilegales en más de 450,000. En términos absolutos representaba alrededor del ocho por ciento de la población dominicana, estimada en unos 5.6 millones de habitantes. Pero en términos económicos, el porcentaje era todavía mucho mayor, pues sería alrededor de un 13 o tal vez un 15 por ciento de la población adulta, si se tomaba en cuenta que casi la totalidad de la inmigración desde el vecino país era de campesinos en edad apta para el trabajo. Esa avalancha de trabajadores restaba capacidad al Gobierno para enfrentar con éxito uno de los más graves problemas de la economía, su alto índice de desempleo, agravado en los últimos años por efecto del desplazamiento gradual de mano de obra dominicana que esa inmigración ilegal producía. Se trataba, pues, de un conflicto mucho mayor que el que suponía una denun- cia como la presentada contra el país ante organismos internacionales.

Obviamente, las autoridades dominicanas maniobraron frente a ella en dos frentes igualmente delicados: el impacto internacional de una denuncia de tal naturaleza y las consecuencias internas de- rivadas de una inmigración ilegal muy por encima de la capacidad nacional para absorberla.

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Septiembre terminó con los precios del azúcar deprimidos en el mercado mundial lo cual constituía un golpe a los esfuerzos en- caminados a rehabilitar la industria azucarera estatal y enderezar el comportamiento de la economía en sentido general. El nivel de entre siete y seis centavos libra de las cotizaciones en los últimos meses, fue sustancialmente inferior al de los crecientes costos de producción en la totalidad de los ingenios dominicanos.

No se veían esperanzas de un cambio positivo en la situación. Una serie de acontecimientos en el mercado presagiaban todavía tiempos malos para los productores, para el resto del año y por los menos una buena parte del entrante. Una estación de radio culpó esa semana de estos hechos a los Estados Unidos. La conclusión se sostenía sobre informaciones erradas, por un lado, y total y absoluta carencia de ella, por la otra. La realidad era que los problemas del mercado mundial se derivaban de la muy criticada e injustificada política de subsidios a la exportación de azúcar por parte de la Co- munidad Económica Europea (CEE).

Ese año, por ejemplo, las exportaciones de excedentes de la Comunidad al mercado mundial fueron de alrededor de un 40 por ciento del volumen global de comercialización allí. La negativa de la CEE de adherirse al Convenio Internacional del Azúcar, firmado hacía años en Ginebra, restaba capacidad a este instrumento para regular el comportamiento de las cotizaciones en una franja de pre- cios aceptada como buena tanto para los países exportadores como para los consumidores. El convenio obligaba por igual a todos sus miembros con respecto a una serie de cláusulas encaminadas a es- tabilizar los precios entre un nivel mínimo de 11 centavos y un máximo de 21, mediante fórmulas reguladoras basadas en cuotas. También tenía el propósito de elevar el nivel del comercio interna- cional y fomentar el consumo del producto, así como gestionar el acceso creciente a los mercados de países desarrollados para azúcares provenientes de naciones en desarrollo.

Al transformarse en el término de pocos años de un importador neto a un exportador de azúcar, la Comunidad Económica Europea adquirió un rol determinante en el mercado mundial. Su política de subsidios a la exportación desequilibró la marcha del mercado, por muchas razones, la primera de ellas por su relativa estrechez. Aunque se comercializan allí los excedentes mundiales, factor que lo hacía muy vulnerable a los vaivenes del consumo y la producción, el monto de lo que allí se compraba y vendía alcanzaba un 20 por ciento, o algo más de todo el azúcar producida ya sea de caña o de remolacha. Si la comunidad se asociaba al convenio, estaría obligada a asumir ciertas obligaciones, que incluían una re- ducción de sus envíos de excedentes al mercado mundial.

Desde que tales subsidios comenzaron a gravitar sobre la mar- cha del mercado, las naciones exportadoras trataron, de compro- meter a la comunidad a retener un porcentaje importante de sus sobrantes. Si esto se lograba, sus embarques se reducirían hasta en un 50 por ciento de sus exportaciones de entonces, estimadas en 7.4 millones de toneladas.

Los efectos de tal política de subsidios en el mercado mundial expusieron a los productores domésticos de Estados Unidos a la com- petencia de azúcar barata proveniente del exterior. En una acción en- caminada a evitar esos perjuicios a la industria norteamericana, el Gobierno federal creó todo un sistema de sustentación de precios internos, que incluyó impuestos de importación y otros gravámenes. Los objetivos eran garantizar básicamente un precio promedio -de entre 19 y 21 centavos libra-, al productor norteamericano, a fin de evitar la bancarrota de la mayoría de ellos. La iniciativa incorporó después un sistema de cuotas a suplidores extranjeros, por un monto total aproximado al déficit de la producción con respecto al consumo. De manera pues que las medidas proteccionistas adoptadas por Estados Unidos no tendrían razón de ser si desaparecían los factores que en esos días deprimían los precios del mercado mundial, relacionados con la política de subsidios de la Comunidad Europea.

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Muy pocos gobiernos en la historia dominicana tuvieron el valor, en los grandes momentos de crisis, de echar a un lado las “premisas partidarias” y asumir debidamente sus responsabilidades con la nación. El temor a la impopularidad les impidió en instantes decisivos delinear y aplicar políticas racionales y equilibradas. De esta forma, las promesas de gobernar “para todos los dominicanos” y no para un grupo perteneciente a una clase o a un partido, caye- ron finalmente ante la necesidad de supervivencia y las exigencias de conflicto a corto plazo.

Si hubo hasta octubre de 1982 algún fenómeno común a los gobiernos constitucionales que tuvo el país a partir de 1962, este ha sido el conflicto resultante de lo que prometieron o intentaron hacer y lo que la realidad les impuso. La consecuencia fue una larga cadena de políticas económicas incoherentes, casi siempre contra- rias al bien colectivo, o ajenas a los requerimientos de una planifi- cación racional a largo plazo.

El país había sido regido así con una visión ceñida exclusiva- mente a las urgencias de un presente inmediato, sin tomar mucho en cuenta las dificultades del futuro. Se pagaba en 1982 las imprevi- siones del pasado y mañana se sufrirían las de entonces. Era un ciclo repetido incesantemente a lo largo de nuestra vida institucional.

Un caso elocuente era la forma en que se abordaba el proble- ma de la inflación y el costo creciente de la vida. Últimamente, se encontraron en la política de precios de la OPEP una justificación de la ausencia de mecanismos de control sobre los precios internos. Siempre inclinada a los tecnicismos burocráticos, la tecnocracia gu- bernamental daba a su incapacidad para hallar fórmulas adecuadas a este mal de la economía dominicana, una explicación de origen externo.

Obviamente, sería imposible negar el efecto del aumento del petróleo en la vida nacional. El impacto de este factor, era ajeno a la voluntad y las decisiones locales sobre el comportamiento de toda la maquinaria económica de un país que importa todos sus requerimientos energéticos derivados del petróleo. Tampoco sería sensato ignorar cómo esa alza distorsionó en forma brutal el esfuer- zo nacional para hacer frente a los problemas del subdesarrollo en muchas áreas básicas y, cómo asimismo, restó capacidad de decisión a los gobiernos en una buena parte de sus áreas de influencia y res- ponsabilidad social. Pero en muchos sentidos los niveles de precios internos, cuyos efectos eran mayores por las medidas de austeridad aplicadas por el Gobierno, reflejaban sobre todo la incapacidad del sector oficial para encaminar políticas adecuadas para asegurar con- diciones de vida aceptables.

Por el hecho de la creciente y decisiva participación estatal en los asuntos económicos y su intervención en áreas que debían estar reservadas a la iniciativa privada, esta incapacidad ha tenido sus consecuencias. La mayor parte de estos problemas solo se supera- ban si el Gobierno perdía el miedo a la impopularidad. Mientras no ocurrieran con Jorge Blanco se seguiría sufriendo el costo de la acción gubernamental sujeta al interés partidario.

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El 4 de octubre, se anunció la visita del presidente de México, José López Portillo. La noticia provocó algunos desacuerdos entre funcionarios del Palacio Nacional y la alta dirigencia del Partido Revolucionario Dominicano (PRD), por una “sugerencia” mexica- na de que se promoviera un gran recibimiento al mandatario azteca.

La cuestión fue ampliamente debatida en una reunión en el Palacio Nacional entre figuras muy importantes de la administra- ción y dirigentes del partido. De acuerdo con estos últimos, los mexicanos verían con muy buenos ojos un recibimiento de masas a López Portillo. A fin de promover la movilización de multitudes, se planteó al Gobierno la conveniencia de declarar “Día de Regocijo”, el lunes 11 de octubre, fecha de la llegada del mandatario. La suge- rencia habría sido inicialmente desestimada por varias razones. Los representantes del Gobierno alegaron ante los directivos del partido que una movilización de ese tipo acarrearía gastos que contradecirían los postulados de austeridad. Pero también hubo alegatos de carácter burocrático. Se le razonó a la dirigencia perredeísta que declarar día festivo el lunes 11 afectaría notablemente las labores administrativas en muchas oficinas del Estado, debido a que el día siguiente era no laborable, por ser Día de la Raza.

El Gobierno insistía en la necesidad de intensificar el trabajo y de extraer el mayor rendimiento a los horarios en las dependencias estatales. El esfuerzo era bien recibido en amplias esferas de la vida nacional. Disponer una reunión de masas entre un fin de semana y una jornada no laborable entorpecería los objetivos de esa acción oficial. Aparentemente estos habrían sido los argumentos utilizados para oponerse a la solicitud de la dirigencia del partido de declarar Día de Regocijo la fecha de la llegada del presidente mexicano.

López Portillo visitó el país para encabezar los actos de inau- guración de la estatua de fray Antonio Montesino, donada por el Gobierno azteca. La ocasión, sin duda, era propicia para discutir cuestiones relacionadas con el intercambio comercial entre los dos países, pero López Portillo no estaba en condiciones de hacer muchas concesiones. México encaraba una grave crisis económica, derivada de una enorme deuda externa estimada en 80,000 millones de dólares y López Portillo agotaba sus últimas semanas en la pre- sidencia.

Sin embargo, los contactos podrían ser muy importantes. La nación arrastraba desde hace años un grave desequilibrio comercial con México. Un 50 por ciento de las importaciones dominicanas de petróleo provenían de esa nación, alrededor de 14,000 barriles diarios. Estas compras y los compromisos de una deuda externa también muy elevada, constituían dos de los factores que más fuer- temente gravitaban sobre la balanza de pagos.

Un acto de masas, con entusiastas multitudes portando car- telones y banderas, ayudaría al éxito de la visita de López Porti- llo, confiriéndole un carácter mucho más profundo del protocolar a su viaje oficial a la República Dominicana. Probablemente un recibimiento multitudinario pondría al mandatario mexicano en condiciones de ceder con mucho más facilidad a algunos de los planteamientos en las conversaciones privadas con su colega domi- nicano y altos funcionarios del Gobierno. Y también daría al PRD una idea del nivel de su popularidad ahora que estaban lejanos los días de campaña electoral y el entusiasmo proselitista se rendía a las exigencias de la realidad política. Pero era obvio que los gastos de una movilización en momentos de crisis económica restarían serie- dad a muchas de las demandas de austeridad formuladas desde las alturas del poder.

Mientras se discutía el protocolo de la visita de López Porti- llo, crecía la preocupación por un eventual acuerdo con el Fondo Monetario Internacional (FMI). En los medios se conjeturaba la posibilidad de que la conducción de la economía quedara bajo las normas del organismo internacional lo que implicaría severas res- tricciones para una buena parte de la población.

La verdad era, sin embargo, que a despecho de cuán penosas fueran las condiciones del FMI, las cosas no podrían ser peores. La gravedad de los problemas económicos nacionales no ofrecían muchas alternativas al Gobierno de Jorge Blanco, apenas en su se- gundo mes de gestión. No obstante la abierta oposición del equipo económico del Gobierno a un trato con el FMI, el hecho de que favorecieran tales negociaciones dispuestos a forzar un arreglo, no le restaría méritos si llegara a producirse. La mayor parte de los pro- blemas económicos giraban en torno a la falta de recursos y Jorge Blanco no tenía mucho donde escoger. Tal como dijera al país en su discurso de juramentación, encontró un Gobierno en quiebra moral y material.

La caída de los precios del azúcar, la inestabilidad del mercado del oro y la incertidumbre con respecto al comportamiento de otros renglones básicos de exportación, agravaron la situación, a causa de lo cual la capacidad del Gobierno para asumir sus responsabili- dades internacionales estaba dramáticamente reducida. Una deuda externa casi en el límite de la capacidad nacional para absorberla y crecientes déficits internos, terminaron por herir gravemente a la economía. Frente a esto el Gobierno se hallaba atado de manos, porque la dinámica económica interna estaba paralizada a conse- cuencia de una burocracia hipertrofiada, que consumía una parte sustancial del presupuesto y una maquinaria agropecuaria en proce- so avanzado de obsolescencia debido a la planificación inadecuada o a la falta total de ella.

De manera que si el Gobierno surgido de las elecciones del 16 de mayo deseaba salir airoso del atolladero, tenía pocas opciones y una de ellas era ponerse en manos del FMI, con todas sus consecuencias. Era lógico que hubiera un sentimiento de incertidumbre en la población por el curso final de las negociaciones con el FMI. De estas pláticas, de las que surjan las directrices y pautas económi- cas para los próximos años, sólo se sabía a ciencia cierta que el orga- nismo impondrá, independientemente de las conclusiones, algunas restricciones que se reflejarán en los “estándares” de vida de amplios estratos sociales, si finalmente se llegara a un acuerdo.

Se criticaba el desdén con que solían manejarse los asuntos vita- les en lo que referente a la economía. La administración había verti- do juicios particularmente severos contra los dirigentes de su partido responsables de las cuestiones de Estado en los cuatro años anteriores.

Sin duda muchas de esas medidas eran de corte impopular y el Gobierno asumiría ese costo, si finalmente aceptaba las condiciones del FMI. Y evidentemente también, gran parte de la independencia económica nacional se perdería por la excesiva influencia del organismo en la elaboración y posterior aplicación de las nuevas pautas financieras y económicas que habrían de hacerse efectivas.

Irónicamente, el FMI ayudaría al Gobierno a cumplir con mu- chas de las medidas y objetivos de austeridad que él mismo se impuso y exigido al país. Dentro del panorama fantasmal existente, esta posibilidad sería uno de los escasos puntos luminosos. Porque muchas informaciones y actuaciones y designaciones de personal excesivo en ciertas dependencias estatales, contradecían seriamente esos propósitos oficiales.

Tampoco había podido convencer el Gobierno al país de que finalmente ponía en marcha la maquinaria de la economía. La tendencia a distraer la atención de la crisis con nuevas rencillas parti- darias, denuncias de corrupción, que no van seguidas de acciones judiciales, y otras trivialidades, daban la idea de que los responsa- bles de encontrar remedio a los problemas nacionales perdían la proporción de sus dimensiones.

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La visita de López Portillo, anunciada para el lunes 11 de octubre, dominó los titulares de la prensa del fin de semana anterior. Ni la crisis económica dominicana ni los graves problemas finan- cieros mexicanos restaban importancia a la llegada del presidente mexicano. En sus casi dos meses de gestión, ninguna oportunidad resultaba tan propicia a las autoridades dominicanas como la visita de López Portillo para demostrar con hechos sus reclamos de auste- ridad y sacrificio a la nación.

López Portillo entregaba el poder a su sucesor Miguel de la Madrid en las siguientes semanas. Esta circunstancia y las dificulta- des económicas y financieras mexicanas, no obstante sus enormes ingresos petroleros, no permitían abrigar demasiadas ilusiones res- pecto a los resultados de las pláticas oficiales en ocasión de su estada en el territorio dominicano.

Podrá estar pletórico de buenos deseos, pero impedido de entrar en muchos compromisos. En cierto sentido, su viaje a la Re- pública Dominicana tenía más significado para México y su propia gestión, a punto de finalizar, que para esta nación, a pesar de cuanto significa para ambos el símbolo que la estatua de Montesino repre- senta. Debido a la crisis de confianza que en los mercados financie- ros internacionales provocó la nacionalización de la banca mexica- na, el éxito del viaje de López Portillo al país contribuía a mejorar la herida en la imagen de México.

La visita de un jefe de Estado mexicano tenía especial interés para el país por dos razones fundamentales: el petróleo y el azúcar dominicano. Estos dos productos básicos podrían ser la clave de un acuerdo futuro basado en la comprensión y los conceptos de solidaridad, tan usuales en la retórica diplomática de la gran nación mexicana.

El 50 por ciento de las necesidades energéticas dominicanas derivadas del petróleo se adquirían en México, por virtud del acuerdo de San José, y del que Venezuela era también socio patrocinador. Estas compras gravitaron penosamente sobre la balanza de pagos de la nación en los últimos tres años. Por esa causa existía un desequi- librio crónico en el intercambio comercial con dicho país. Las com- pras mexicanas de productos dominicanos no reducían ese déficit, pues apenas alcanzaron los 20 mil dólares desde 1979 a marzo de 1982. Sin embargo, los requerimientos crecientes de azúcar impor- tada podrían abrir nuevas rutas de cooperación bilateral.

México pregonó siempre que la solidaridad internacional debe traducirse en un tratamiento justo de los productos de exportación de las naciones en desarrollo, es decir, en un cambio en las reglas del comercio internacional. De manera pues que esta pudo ser la tónica dé las pláticas con el presidente mexicano.

Un recibimiento sobrio y austero daría también a López Portillo una idea de los problemas y una visión más amplia de las necesi- dades de un intercambio en términos más justos para el país.

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El desempleo era a mediados de octubre de 1982, incuestio- nablemente el más grave de cuantos problemas sociales afectaron a la República Dominicana y no hubo en el transcurso de ese año ninguna acción gubernamental seria para enfrentarlo. La tendencia fue, no obstante sus enormes repercusiones políticas, la de procu- rarle soluciones temporarias.

El problema era legado de cómo generalmente se abordaban los asuntos vitales. Las cifras del desempleo eran realmente dramáticas, como lo eran en la totalidad de las naciones latinoamericanas, incluyendo a México. Por esta razón no fue del todo ocioso que las autoridades integraran el punto al temario de las conversaciones con el presidente de México, José López Portillo. El desempleo era un problema común. Un mal que afectaba por igual a las econo- mías tambaleantes de los dos países. Millones de mexicanos cruza- ban clandestinamente la frontera para penetrar a Estados Unidos en busca de una oportunidad que no le brindaba México. Los Estados Unidos estaban también llenos de ilegales dominicanos que no en- contraron en su país empleo seguro y bien remunerado. Tras esa oportunidad que no les ofrece su tierra, mexicanos y dominicanos arriesgaban constantemente la vida, en peripecias dignas de una novela de aventuras.

Muchos de los conflictos económicos estaban estrechamente vinculados con el comercio con México. El costo creciente de las importaciones petroleras, y las circunstancias de que no se encon- traran hasta ese momento fórmulas para compensar el crónico des- equilibrio que arrastraba el intercambio con esa nación, reducía la capacidad del país para enfrentar el problema del desempleo.

Por lo tanto, la visita del presidente mexicano fue aprovechada para revisar, en un lenguaje franco y sincero, la gravedad de los problemas resultantes de un intercambio bilateral desfavorable a la República Dominicana.

La situación económica mexicana no permitía abrigar dema- siadas esperanzas. A pesar de su enorme riqueza petrolera, ninguna otra nación presentaba un cuadro social tan dramático y desigual como México. No obstante, los dominicanos aspiraban a un mejor trato en el intercambio comercial. El viaje del mandatario mexica- no, ya en las postrimerías de su controvertida gestión presidencial, estaba llena de simbolismo. Cuando su voz y la del presidente do- minicano Salvador Jorge Blanco, se escucharon en la ceremonia de inauguración de la estatua de fray Antonio Montesino, donada por el Gobierno mexicano, las relaciones entre ambos países alcanzaron su más alto nivel.

Un ideal de libertad, respeto a los derechos humanos y justicia social identificaba a las dos naciones. Pero el Gobierno tenía grandes expectativas de esa visita. Los conflictos sociales y los problemas económicos derivados de un comercio regido por normas contra- rias a las necesidades del mundo en desarrollo, que el costo del petróleo contribuía a acentuar, hacían perentorio que el principio de la solidaridad entre las naciones fuera la norma de conducta en las relaciones internacionales, tanto en la diplomacia como en el comercio.

México era un país en capacidad de contribuir a mejorar esa situación. De los resultados de la visita del presidente López Portillo, sin embargo no podía esperarse nada más allá de los conocidos comunicados llenos de buena voluntad, pero carentes de objetivos y logros concretos.

***

El presidente Jorge Blanco seguía imponiendo un toque de so- briedad a los actos del Gobierno. En sentido general, los festejos organizados con motivo de la visita oficial de dos días del presiden- te de México, José López Portillo, guardaron consonancia con las medidas de austeridad anunciadas el 16 de agosto pasado, fecha en que asumió la primera magistratura del Estado.

Con la sola excepción quizás de los gastos, incurridos en el trans- porte de multitudes al aeropuerto y el despliegue realizado en torno al monumento a fray Antonio Montesino -probablemente un obli- gado gesto de cortesía hacia el mandatario mexicano-, los actos ofi- ciales correspondieron a los de un país enfrentado a una seria crisis económica. En la recepción ofrecida por la presidencia la noche del mismo día de la llegada de López Portillo no hubo, según algunos desilusionados invitados, el derroche acostumbrado en este tipo de evento. Jorge Blanco había emitido un decreto prohibiendo las be- bidas extranjeras en las recepciones oficiales. Hubo quienes creye- ron que por tratarse de un homenaje a un estadista de un país que vende a la República Dominicana la mitad de todas sus importa- ciones petroleras, iba a producirse una excepción y que por fuerza, el Gobierno se vería forzado a pasar por alto su propia restricción.

El presidente ofreció, un ejemplo de sobriedad, muy acorde con las actuaciones que caracterizaban, en el plano personal, sus pocas semanas de ejercicio. Por lo general, los detalles pequeños permiten establecer el curso que toman las grandes empresas. La austeridad era una obligación que debía aceptar todo el país, por difícil que resultara. Los graves problemas económicos y sociales no podían resolverse si no era sobre la base de ciertas restricciones y sacrificios. Pero resultaba sumamente difícil al Gobierno encontrar respaldo decidido en la población si esta no veía indicios de que en las alturas del poder existía la necesaria vocación para someterse también a esas limitaciones.

De ahí la relevancia de que en momentos importantes del quehacer gubernamental, como la visita del presidente mexicano, las autoridades asumieran las responsabilidades que en ese aspecto ellas mismas se fijaron. Además, no había manera más contundente de mostrar al visitante la voluntad nacional de encarar las dificultades económicas, que con un poco de moderación y sencillez.

Hubo cierto simbolismo también en este comportamiento, porque la austeridad que caracterizó la celebración oficial estuvo muy en consonancia con la situación de estrechez económica que vivía la nación azteca. Con todo su potencial petrolero, México atravesaba por una de las peores crisis financiera de su historia moderna.

Hubiera sido de mal gusto e inconsecuente con los problemas mexicanos que a sabiendas de los gastos incurridos por la nación norteamericana para enviar tan importante y numerosa delegación al acto inaugural del monumento a Fray Antonio Montesino, el Go- bierno dominicano hubiera hecho inútil ostentación de una abun- dancia que no existía. En otros aspectos, la visita sentó las pautas de acuerdos futuros de mutuo provecho para ambos países. México se había convertido de un país exportador a un importador de azúcar. Sus necesidades de importación se estimaban el siguiente año en alrededor de un millón de toneladas. Aunque los mexicanos tenían compromisos concertados con los regímenes de Cuba y Nicaragua, ninguno de ellos estaba entonces en condiciones de suplir todos sus requerimientos azucareros.

México reconoció el derecho dominicano a participar activa y crecientemente en ese mercado al anunciar su intención de adquirir azúcar de fabricación nacional. Aunque no se dieron detalles al res- pecto, se abrió un campo de cooperación bilateral con muy buenas perspectivas. López Portillo reiteró la voluntad mexicana de luchar por un Nuevo Orden Económico Internacional basado en normas de igualdad en las reglas del comercio entre las naciones. En los tres últimos años, los términos del intercambio domínico-mexicano, fueron desfavorables para el primero. De manera que un acuerdo encaminado a reducir esas desigualdades, estaría muy en consonan- cia con la prédica mexicana de justicia internacional.

En conclusión, la visita de López Portillo confirmó algunas directrices en materia de austeridad por parte del Gobierno domini- cano. Faltaba saber si existía realmente vocación por parte de ambos para mejorar los términos de un intercambio bilateral sumamente perjudicial para uno de ellos.

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