“Destreza, agilidad, coraje, saltos mortales, hombres por los aires” constituía uno de los audios más excitantes y contagiosos del spot que, a principios de los años 70, penetraba a nuestras casas a través de la televisión para promocionar la lucha libre profesional durante su década de oro. En un país donde el mayor brinco que un jardinero (“outfielder”) en un juego de béisbol, el deporte favorito entre los dominicanos, no pasaba de 4 pies, toparse con saltos mortales de hasta tres metros de altura resultaba un espectáculo sin precedentes, independiente de que el mismo fuese un montaje, comedia o farsa que lograba convocar nuestra atención. Incluso en el basquetbol tuvimos que esperar casi décadas para comprobar que la flotación en el aire era posible, luego de la indescriptible cuasi-levitación de Michael Jordan en 1987.

Ningún otro deporte, sin embargo, se acerca al salto con garrocha, en el cual el pasado sábado, el sueco Armand Duplantis estableció un nuevo récord mundial, al registrar 6.24 metros, en el inicio del circuito Diamond League de Xiamen, China. Por alguna razón, en las últimas dos décadas, el salto con garrocha se ha ido convirtiendo en el deporte más popular entre los dirigentes que habitan en la geografía política dominicana. La garrochacracia o “kovtápikratia” en griego, es el resultado del sesgo inocultable y creciente de los dirigentes políticos de incursionar en el mercado de compra y venta de servicios políticos a aquellos partidos políticos que están en capacidad de ofrecer una mejor e inmediata remuneración, una especie de “Purchasing Political Agreement” (PPA) o contrato de compraventa de servicios políticos. Cuando analizamos la dinámica de dicho sesgo, encontramos que el mismo tiende a acentuarse en la medida en que se acercan los procesos electorales y más aún, cuando los que aspiran al PPA perciben que la posibilidad de su partido de llegar al poder, al decir de las encuestas, es cada vez menor.

Si engavetamos por un momento la hipocresía, debemos reconocer que el partido político que transitoriamente tiene el control de manejo del Presupuesto General del Estado, es el que todos los practicantes de este deporte perciben como el más atractivo para ofertar sus servicios. Para muchos, la práctica de este deporte es aberrante, perversa y despreciable, tanto para el que ofrece los servicios políticos como para la organización política que pudiese tener interés en demandarlos. Pasan por alto, lamentablemente, una realidad palpable en la región: el ejercicio de la política se ha convertido en una de las vías más efectivas de movilidad social y, sobre todo, económica.

Debemos detenernos un momento para detectar si este sesgo del “homo politicus” por el salto con garrocha, encuentra justificación en los “microfundamentos” económicos. Sucede que el “homo politicus”, además de ser ese animal político que descubrió Aristóteles, es también un “homo economicus” que sirve de base a la escuela neoclásica de economía cuando esta trata de modelar el comportamiento de los agentes económicos, específicamente, el consumidor, el productor y/o la empresa. Para nadie es un secreto que este último “sapiens” reacciona frente a los incentivos. En el caso específico de una empresa o persona física que ofrece un servicio, la escuela neoclásica plantea que la misma exhibe un comportamiento racional cuando esta, actuando como “homo economicus” maximiza su beneficio: trata de obtener el mayor precio posible por el servicio que ofrece. Este debate que se produce permanentemente entre el egoísmo económico y el altruísmo político, podría estar explicando el porqué el “homo politicus” dominicano termina otorgando una muy baja ponderación al costo reputacional en que incurre cuando toma la garrocha y se prepara para dar un salto espectacular. En países donde las diferencias ideológicas de los principales partidos políticos son insignificantes, el “homo politicus” parece no incluir en su función de utilidad (bienestar) el hecho de que la población le reconozca una sólida reputación. Entre una sólida reputación “cogiendo lucha” en la oposición y un ingreso provisto por un atractivo PPA por no menos de 4 años, nuestro “homo politicus” saltará con la garrocha cada vez que entienda que el mercado de compraventa de servicios políticos tenga apetito.

La ley de los rendimientos marginales decrecientes, desarrollada fundamentalmente por David Ricardo, debería servir de alerta a los “homo politicus” dominicanos sobre los riesgos de tomar la garrocha cada cuatro años para saltar a la geografía política donde transitoriamente se está controlando la administración del Presupuesto General del Estado. Mientras mayor sea el número de saltos con garrocha, el valor de mercado del PPA que le terminará ofreciendo el partido político en el poder en ese momento será menor. En otras palabras, sin proponérselo, el aporte del servicio a ser ofrecido por este “homo politicus” estaría enfrentando un problema de devaluación y el mercado se lo dejaría saber.
El mayor riesgo de la garrochacracia, sin embargo, no recae sobre el “homo politicus”, sino sobre el sistema de partidos políticos vigente, el cual podría motivar un desgano cada vez mayor en los votantes para ejercer su voto, más aún si este último no es obligatorio. Es así como podríamos pasar de una “época de oro” del sistema de partidos políticos a otra de “total descrédito o decadencia”. Estaríamos allanando el camino a una devaluación acelerada en el significado del voto. En el largo plazo, este sería ejercido por aquellos que decidan venderlo a los saltadores con garrocha, conscientes de que la “democracia” a la cual nos encaminamos con pasos firmes, no es más que un montaje deprimente, una comedia aburrida o una farsa de mal gusto. Más aún cuando los saltadores con garrocha son seguidores de la lucha libre profesional y deliran con las patadas voladoras, como las legendarias lanzadas por El Tigre Solitario, las cuales, en el caso del ring político, son lanzadas por los saltadores que luego de clavar la garrocha afirman que “renuncio de ese partido pues el mismo se ha desviado de los principios y valores que años atrás lo motivaron a inscribirse y luchar por él”, cuando la mayoría sabe que la razón de la partida tiene más de la maximización del bienestar económico que persigue el “homo economicus” que el altruismo que deben exhibir los “homo politicus” para los cuales lo primero es la nación.

Quizás la respuesta “for the ages” que dio en 1998 el “hijo de doña Tatica” y “campeón de la bolita del mundo”, el gran Jack Veneno, luego de que Jatzel Román, un niño de 6 años de edad, se le acercara para transmitirle con lágrimas en los ojos y temblando de viva emoción la indescriptible admiración que siempre había sentido por el, debería llevar a nuestros saltadores con garrocha a meditar sobre las implicaciones de sus acciones sobre la imagen de nuestra democracia. Jack, debatiéndose entre la evidente emotividad que brotaba del niño ante su presencia y el conocimiento que tenía el más grande exponente de la lucha libre profesional dominicana de todos los tiempos sobre la farsa que era el deporte que él practicaba, se inclinó y colocó sus manos sobre los dos brazos de Jatzel, lo miró fijamente a los ojos y le dijo “gracias por creer”. Si la democracia dominicana insiste en seguir contagiándose abiertamente y sin restricciones del virus de la garrochacracia, vamos a necesitar un número de “creyentes” considerables en la farsa que hemos venido montando durante los últimos 20 años, si queremos evitar el surgimiento de otras alternativas de sistemas políticos totalmente desconocidas por la mayoría de las presentes generaciones.

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