Por Pedro Conde Sturla

Algo más que la pandemia del Coronavirus recorre el mundo: la pandemia del hambre, la carestía elemental de los medios de subsistencia.

El hambre que ignoramos, el hambre que parece no existir y no preocupa a los amos del mundo, la condición desesperante de los que nada tienen y nada tendrán, la multitud de pobres que, al decir de los indolentes y la gente sin conciencia, han existido siempre y siempre existirán.

Desde el principio de la encerrona que llamamos toque de queda, en respuesta al avance de la pandemia, empezó a incubarse en la mayoría de los hogares de nuestro país otra amenaza de proporciones más alarmantes: la carestía elemental de los medios de subsistencia, pero ahora exacerbada en grado extremo.

El encierro forzado, obligatorio, agrava el drama de los necesitados. Los privilegiados vivimos todavía (y no se sabe hasta cuándo) en medio de la abundancia, en casas donde no falta nada material y aun así se ha visto gente llorando por las redes, quejándose del aislamiento y la soledad. El drama de los más necesitados es al revés.

Están comprimidos en espacios miserables, reducidos, están hacinados, como quien dice unos encima de los otros en algunos lugares. A la angustia, el terror que produce la pandemia se suma el fantasma del hambre, la carestía de todo lo esencial para sobrevivir, desde la leche para el niño hasta el agua para beber en muchos casos. Sobre la gente pobre se cierne la amenaza del virus y la amenaza de muerte por hambre o desnutrición.

Frente a ese drama dantesco el gobierno manifiesta su indolencia, responde con payasadas. Todas las iniciativas del gobierno son payasadas. Reparte funditas de comida con la imagen de un candidato a la presidencia que es retarado mental, da limosna a los pobres.

No es capaz de articular lo que se necesita: un plan de emergencia para abastecer de alimentos a los barrios más necesitados. Alimentos, mascarillas, medicinas, centros de asistencia médica.

Más tarde que temprano los barrios pobres empezarán a convertirse en morideros, si acaso no han empezado ya. Pero los pobres no se dejarán morir pacíficamente. Ante la imposibilidad de procurarse alimentos saldrán a la calle a saquear y ya han salido.

El gobierno responderá, desde luego, con la guardia y la policía y se producirá una enorme matazón. Sin embargo, poco podrán la guardia y la policía contra un pueblo que terminará alzándose en masa en todos los rincones del país. El desbordamiento de un pueblo que se muere de hambre no será contenido por guardias ni policías cuyas familias padecen la misma calamidad y que quizás se sumen al saqueo. Comenzará quizás una guerra de todos contra todos.

Asistiremos al saqueo de almacenes y supermercados, colmadones, ventorrillos y pulperías,  empezará en algún momento el asedio de las casas de los vecinos pudientes, el saqueo de los barrios o urbanizaciones de clase media y clase alta y todo tipo de empresas y negocios… Se romperá tarde o temprano la cadena de suministro de provisiones y de repente todos comenzaremos a ser pobres. ¡Alguien lo duda? Eso podría pasar y pasará si el  gobierno no acaba de entender la situación. Una guerra avisada. Una especie de hecatombe zombie como la que vemos en televisión.

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