Aquello que nos avergüenza

Aquellos sajones -ingleses, norteamericanos y australianos- no salían de su asombro.

Aquellos sajones -ingleses, norteamericanos y australianos- no salían de su asombro. Observaban aquella escena totalmente incrédulos, mas bien petrificados, como las piedras de aquella antigua ciudad. Los turistas orientales, sin embargo, continuaban haciendo cola.

Un grupo esperaba mientras los otros, entre risas, se sentaban uno al lado del otro, para tomarse la foto en los retretes públicos de la antigua Éfeso. Los romanos eran ingenieros hidráulicos competentes, lo que explica que aquellos retretes estuvieran sobre un canal inclinado, que permitía al agua descargar rápidamente aquello que nos avergüenza.

Asimismo, eran excelentes planificadores urbanos. Uno puede imaginarse al viajero recién llegado caminando bajo la sombra de unas cubiertas de tejido blanco, sostenidas por pérgolas laterales a lo largo de una calzada empedrada que lo conduciría frente al teatro romano, y de girar a la derecha, a los convenientemente situados retretes públicos. Si algo no anduviera bien, a poca distancia había un edificio en cuya fachada hay un símbolo tallado, que al día de hoy representa a la profesión médica.

La cultura occidental tiene una relación conflictiva con esta función biológica, indispensable para nuestra existencia. La tenemos en tal desprecio, que nos avergüenza y se la atribuimos a aquellos que despreciamos, muy inconsistentemente, naturalmente, pues es parte de nosotros mismos.

Camilo José Cela, el controvertido premio Nobel de Literatura por su inicial colaboración con el franquismo, utiliza en La Colmena nuestro prejuicio cultural  contra esta necesidad fisiológica para acentuar su descarnado relato de la vida cotidiana de Madrid en 1942, inmersa en una pobreza espiritual y material, cuatro años después de terminada la guerra civil. Es el caso de Don Ibrahim…, personaje vano e intelectualmente vacuo, quien tiene la aspiración inútil de ser un académico o un parlamentario. Franco había reabierto el parlamento en 1942. Esta aspiración descabellada le proporciona una ilusión por la vida, de la que Cela se burla cruelmente.

“Don Ibrahim adelantó un pie (frente al espejo) y acarició, con un gesto elegante las solapas de su (chaqueta)… Después sonrió… Pues bien señores académicos: así para usar algo hay que poseerlo, para poseer algo hay que adquirirlo. Nada importa a título de qué; yo he dicho, tan sólo, que hay que adquirirlo, ya que nada, absolutamente nada, puede ser poseído sin una previa adquisición… La voz de Don Ibrahim sonaba como la de un fagot.  Al otro lado del tabique de pandereta, un marido de vuelta de su trabajo pregunta a su mujer: ¿ha hecho su caquita la nena?”

En fin, resulta verdaderamente paradójico que este asunto nos abochorne y sin embargo, no nos sonrojemos cuando traicionamos el amor de quien nos lo entrega, de manera generosa y desinteresada; no nos avergonzamos de incumplir nuestras obligaciones contractuales, protegidos por el artificio de un lenguaje calculadamente ambiguo; o, de llevar una careta puesta de lo que no somos y de lo que no sentimos.

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