¡Así no, compadre!

En la democracia, los pueblos eligen sus gobernantes para que resuelvan. Para que remedien sus males de fondo. Salvar vidas debe ser el resultado. Multiplicar el bienestar, la salud y la prosperidad. Sin embargo, hay gobernantes que van al poder a…

En la democracia, los pueblos eligen sus gobernantes para que resuelvan. Para que remedien sus males de fondo. Salvar vidas debe ser el resultado. Multiplicar el bienestar, la salud y la prosperidad. Sin embargo, hay gobernantes que van al poder a montar políticas públicas malas, equivocadas, conscientes de que pueden ser fatales.

El estadista elegido para gobernar puede ser el causante de la muerte de mucha gente inocente. Es que su plan original fue de enriquecimiento ilícito personal. No le importó nunca la suerte de sus gobernados, y causar muertes masivas. Al igual que en la guerra. Quizás peor.

En la guerra uno puede ver las balas, saber por dónde dispara el enemigo, y en consecuencia defenderse. En la paz no ocurre así. El enemigo es invisible. Pero los resultados son igual e inequívocamente trágicos, desastrosos. Porque profundizan el malestar general de la población, destruyen su sueño y causan mucho más dolor,  frustración y sufrimiento.

Puede ser que la intención fuera sana y buena al buscar el poder, pero la incompetencia del gobernante de turno al llegar impidió que cumpliera lo prometido. En ese caso es entendible su fracaso. No justificable. Pero cuando el gobernante va al Estado a montar políticas públicas comprometidas con un grupito, ignorando los problemas y aspiraciones de las mayorías, compromete la vida de todos, empezando por los más débiles. Entonces es un canalla, consciente de su irresponsabilidad política. En este caso sólo utilizó a los votantes como escalera para subir al poder, nunca con la intención real de salvar vidas y avanzar en la dirección correcta del bienestar social. Esos son gobernantes malos, irresponsables, payasos inmerecedores del respeto y la fe pública. Porque traicionaron la confianza depositada en sus hombros.

La complicación de los fenómenos sociales y económicos genera otros problemas peores. La cadena es bien larga porque comienza con el desempleo, sigue en la pobreza extrema, hambre, enfermedades crónicas, delincuencia, narcotráfico y, peor aún, culmina en la ingobernabilidad. La ignorancia, como colofón de todos estos males, equivale a un volcán silencioso, pero que hace erupción a cada  momento con estallidos de violencia.

Es por eso que la inseguridad alimentaria, las desigualdades sociales extremas, ocupan lugar prioritario en la agenda del Estado Moderno. Los gobernantes comprometidos con el avance de la democracia, los mejor intencionados, responsables de su papel ante la sociedad, han comenzado a enfrentar estos quebrantos, inaceptables en el siglo XXI, y que amenazan la estabilidad política y social de nuestras democracias. 

Unos 189 países han decidido abrazar un plan para reducir a la mitad el problema de la pobreza extrema para el 2015. Han entendido claramente que el camino de la ingobernabilidad y la brecha entre pobres y ricos, y más aún, entre pobres y pobreza extrema, debe ser conjurada con educación y  políticas públicas sabias. Porque es inaceptable que diariamente mueran 24,000 personas de hambre. Y mucho menos aceptable que haya 870 millones de personas que sufren inseguridad alimentaria en el mundo. El papa don Francisco ha dicho que sólo con la comida que se bota en la basura es posible conjurar el hambre en el mundo.

Los estudios de las Naciones Unidas y la FAO muestran que hay capacidad para producir los alimentos para el doble de la población mundial actual que son siete mil millones de vidas en la tierra. Sobran pan y peces. Repartirlos bien es el mayor desafío. El peor de los castigos es la ignorancia, la falta de educación. Ahí comienza la desgracia, la esclavitud o la liberación del hombre.

Por eso es tan repugnante como deleznable la fundita como santo remedio a la inseguridad alimentaria. Eso es usar el poder para humillar, arrodillar y destruir vidas, no para salvarlas. Mucho menos con sobrecitos. ¡Así no, compadre! l

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