De bienales y concursos

La escritora inglesa Mary Shelley creó un engendro en su novela, Frankenstein a partir de una idea puesta de moda por los románticos, de que la ciencia terminaría aborreciéndose a sí misma. En un reclamo del Gólem, aquel hombre hecho a retazos,&#823

La escritora inglesa Mary Shelley creó un engendro en su novela, Frankenstein a partir de una idea puesta de moda por los románticos, de que la ciencia terminaría aborreciéndose a sí misma. En un reclamo del Gólem, aquel hombre hecho a retazos, al científico alucinado por la ciencia, le enrostra: “Tú, mi creador, quisieras destruirme y lo llamarías triunfar”. Queriendo decir que hay algunos que se dicen amantes o devotos de algo, pero que en el fondo lo que buscan es su destrucción por pura egolatría.

Algo así sucede con quienes insisten en presentar combinaciones de tonterías con ínfulas de contra-arte. En la historia del arte siempre ha habido confrontaciones llevadas hasta extremos sobre qué es arte y qué no. Cuestionamientos argumentales y filosóficos del significado del arte y de su realización.

En RD, acostumbrados a llegar tarde a las fiestas y luego no querernos ir, nos hemos estancado en las instalaciones y performances. Para muestra de lo lejos que se ha llegado, por la cobardía de no llamar las cosas por su nombre, podemos ver la obra ganadora del Gran Premio en la Bienal 2011 de Santo Domingo. Aquello es un esperpento que uno se pregunta si los miembros del jurado comprarían una obra así con dinero de sus bolsillos. Premiarla y pagarla con dinero de otro, del Estado, queda muy rompedor y quienes premian eso se pueden creer que los vemos como gentes muy cultas, sensibles, chics e inteligentes.

Hace ya demasiado tiempo que Marcel Duchamp creó los “ready made”; aquello era parte de un concepto de arte entre surrealismo y dadaísmo en el cual se intentaba un tratamiento de shock al concepto de arte imperante en aquella época; pero continuar con lo mismo ya no es repetitivo, ni aburrido, es aberrante. No se trata de no crear y experimentar cosas nuevas, sino que la continua repetición y premiación de los mismos bodrios concursos y bienales uno detrás del otro es casi endogámico. Para descubrir la belleza no basta con tratar de impactar o ser tardíamente novedoso y “loco”; hace falta además que el espíritu sea bastante fuerte ante ella para no aturdirse, para no hacer de ella una enemiga, como parece ser la tónica de las premiaciones de los últimos años. La realidad viva, y sobre todo la realidad psicológica, la del artista que interviene como hacedor en el arte, son infinitamente complejas; es vano y peligroso pretender reducirlas a una sola influencia. Es el ingenuo orgullo de todos los doctrinarios, que rápidamente se muda en sectarismo, en ghetto, en pandilla egocéntrica.

Parece que hace falta mucho valor para decir que el arte produce belleza más que conceptos perfomeros.

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