La sociedad dominicana debe celebrar como muy positiva la decisión del presidente Medina de armonizar los intereses diversos de la nación como la base o punto de partida de una eventual y obviamente necesaria reforma fiscal, capaz de reencauzar la economía dominicana y permitirle llevar a cabo los planes esbozados en su discurso de juramentación, el pasado 16 de agosto. Me atrevería a apostar que una parte importante de la población y probablemente la generalidad de las organizaciones empresariales y sindicales aprueban ese gesto.
Una iniciativa prudente que disipa, por el momento, el temor de que el esfuerzo se encaminara por otra vía, la unilateral que representaría un acuerdo directo con el Fondo Monetario Internacional, sin mayores consultas.
Pero a fin de disipar cualquier objeción, en una sociedad por experiencias pasadas muy escéptica, convendría que a la par, el gobierno dejara bien sentado las razones que lo obligan a imponerle al país una nueva reforma, sea integral o simplemente tributaria, necesariamente supondrá rigurosas restricciones para segmentos de población sobre los que ya pesan los rigores de otras cinco reformas impositivas. Como bien es sabido que esos cinco paquetazos fueron el legado de años de dispendio y alegre empleo de los recursos públicos, en mi lega opinión entiendo que lo más honesto y razonable es que en esta ocasión se le diga claramente a la República cuál es la situación real que hace indispensable la decisión.
Y, por supuesto, dejar atrás y para siempre el odioso estribillo inyectado al país por ojo, boca y nariz de que todos los males de la nación son la herencia del PPH, para evitar irritaciones innecesarias que pudieran quitarle valor a lo que ya se entiende como una salida obligada.
No hay necesidad de recordarle al Presidente que su primer y único compromiso es con el país.
