Como chivos al volante

Viajaba de noche, desde Santo Domingo a Santiago. Cuando echaba combustible en una estación en las afueras de la capital, me encontré rodeado de un millón de motocicletas, casi siempre con dos a bordo y una fría o un pote en la

Viajaba de noche, desde Santo Domingo a Santiago. Cuando echaba combustible en una estación en las afueras de la capital, me encontré rodeado de un millón de motocicletas, casi siempre con dos a bordo y una fría o un pote en la mano del copiloto. No entendí lo que ocurría, hasta que uno hizo señas para que iniciara la carrera. Al momento de ellos arrancar, pensé que chocarían mi vehículo. Era una locura colectiva.

Salí despacio, con una prudencia que ni Baltasar Gracián imaginó. Confieso que esperaba la aparición de alguna autoridad en cualquier momento para ponerle freno a esos suicidas. Pero nada.

Ellos andaban en sus aguas, levantando las gomas delanteras, rebasando como caballos en la pista, bebiendo alcohol para celebrar el desenfreno.

Como era predecible, a unos cientos de metros observé en vivo un accidente, donde tres mozalbetes volaban sin alas y caían como clavadistas en el asfalto. Intenté detenerme para ayudar, pero el mismo Gracián me aconsejó que era peligroso hacerlo.

En un santiamén, recordé que una vez le pregunté a un turista español qué era lo que más le impresionaba de nuestro país. Me contestó con naturalidad: el tránsito. “Oye tío, aquí ando en una moto que contamina todo el ambiente, y circulo por las calles sin camisa, sin casco protector, sin documentos, con una cerveza entre las piernas, en vía contraria, y si alguien de la seguridad me detiene lo resuelvo con unos pocos euros, esto es una maravilla. En serio, para como ustedes conducen, pocas cosas lamentables suceden en las vías”.

El caos en el tránsito traspasa las carreteras. No nos importan los semáforos ni las señales; hacemos caso omiso a los límites de velocidad; nos parqueamos de cualquier manera, sin tomar en cuenta las líneas divisorias, incluso en lugares reservados para discapacitados; recorremos las autopistas como tortugas en el carril izquierdo; los carros de concho se detienen a recoger transeúntes donde sea, especialmente donde dice “no pasajeros”; rebasamos los vehículos sin alertar con las luces direccionales.

Y no respetamos a los agentes de tránsito, sobre todo porque ellos mismos no se respetan; detrás del volante vamos a la ofensiva, que el otro es el que debe ceder, aunque yo no tenga derecho; nos colocamos el cinturón de seguridad cuando vemos un Amet; tocamos la bocina sin necesidad, aún estando detrás de cien automóviles; cuando somos peatones, cruzamos la calle por cualquier punto, desconociendo que existen lugares específicos para hacerlo… y podríamos continuar con más ejemplos.

La única solución para evitar que los motoristas se burlen del orden y para lograr que el ibérico cambie de parecer, es hacer cumplir la ley y educarnos, o viceversa.

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