La figura del Defensor del Pueblo debe quedarse en el limbo en el que la mantiene la Cámara de Diputados. No hace falta ni hará falta porque el rol de fiscalizador o vigilante de los intereses colectivos ya está repartido entre 183 diputados (178 elegidos por voto director y 5 nacionales designados por acumulación de votos), 32 senadores, la Cámara de Cuentas, la Dirección Nacional de Persecución de la Corrupción Administrativa, los ayuntamientos, el Ministerio Público y todos los altos funcionarios que juran respetar y hacer cumplir los mandatos de la Constitución y las leyes, a cambio del desembolso puntual de jugosos salarios e irritantes privilegios.
En vez de estar aumentando innecesariamente la cantidad de entidades ineptas y “botelleras”, los legisladores que no son esclavos irracionales de sus siempre cuestionables partidos tienen que asumir con responsabilidad el trabajo para el que fueron elegidos: denunciar y perseguir las prácticas aberrantes que se observan diariamente en la administración estatal y que impiden a este pueblo mostrar mejores indicadores de Desarrollo Humano o desarrollo de la gente (no de elevados, autopistas y túneles capitalinos).
El único Defensor del Pueblo que República Dominicana necesita es el que la sociedad designado en cada curul del Congreso y en cada oficina del Poder Ejecutivo. Dejemos el cuento y la fábrica de botellas decorativas como la DPCA.