Las personas cometen acciones que dañan la sociedad. Para eso existe un régimen de sanciones. Son los ciudadanos en conflicto con la ley con quienes habrá que lidiar siempre, en todos los países.
Entre esa clase de individuos, quienes provocan mayor desagrado e indignación son los defraudadores. Aquellos que tienen responsabilidades administrativas, políticas, legislativas o de persecución o sanción del delito. Defraudan a sus instituciones, a la sociedad y hasta a ellos mismos. Es el acto de mayor irresponsabilidad, cobardía y falta de respeto. Lo dañan todo. Merecen la repulsa social.
Se supone que los servidores públicos son garantes del orden, la seguridad y el buen desempeño de las instituciones, y cuando traicionan ese compromiso entonces impactan todo. La frustración es colectiva. Se refleja en la falta de confianza en el sistema y sus agentes.
En instancias clave, que son garantes de los derechos y especialmente soporte para la solución de conflictos, el mantenimiento del orden y la seguridad mediante las acciones que están llamadas a adoptar, las consecuencias se tornan devastadoras.
Cuando se apartan de sus deberes deben ser medidos con el mayor grado de rigurosidad, firmeza, dureza.
Al menos hay atisbos de que no todo se ha perdido. Es posible la redención. Era tiempo de que se procediera. Que el silencio no apañara tanta perversidad, con las funestas consecuencias.
En otros países era el miedo y el terror lo que conducía a comportamientos indebidos. Podía ser la compra de conciencia bajo amenaza.
Aquello podía ser comprendido. No todo el mundo tiene el valor ni la fortaleza para resistir las embestidas del crimen organizado.
Pero aquí es el poder mismo o sus hombres que se ofertan, que se corrompen y terminan como societarios del crimen, parte de su estructura delictiva.
Eso es imperdonable. Que se aplique todo el peso de la ley.
