En las amarguras de la despedida

Gustavo Adolfo Claudio Domínguez Bastida (Gustavo Adolfo Bécquer), poeta del Romanticismo,  en su rima LXXIII, describe de manera magistral, los espacio siguientes a un particular deceso, haciendo la trascendental y triste muerte física, en una…

Gustavo Adolfo Claudio Domínguez Bastida (Gustavo Adolfo Bécquer), poeta del Romanticismo,  en su rima LXXIII, describe de manera magistral, los espacio siguientes a un particular deceso, haciendo la trascendental y triste muerte física, en una pieza poética. Inicia diciendo “Cerraron sus ojos que aún tenía abiertos, taparon su cara con un blanco lienzo, y unos sollozando, otros en silencio, de la triste alcoba todos se salieron”. Nuestra cultura dominicana, que nos hace gozar los más recónditos y mínimos espacios de la vida, dando sentido a lo “gozones” que somos, transita de manera olímpica,  de espaldas a las realidades de la muerte, aun teniendo conciencia de que es lo único seguro, una vez se es parte de este “mundanal ruido”. Cuando alguien amado inicia el camino hacia la vida eterna, deja un insondable vacío existencial, sacude, aturde aun poseyendo el más sereno de los equilibrios y el presente se convierte en una maraña de confusiones, en la que el futuro no tiene espacios. Un dolor visceral recorre las entrañas en confusa mezcla de impotencia funcional, de rabiosa rebeldía y de cuestionamientos profundos, que no dan respuesta al… ¿por qué? A medida que nos alejamos de la niñez primera acumulamos eventos de la desaparición, por múltiples causas, de padres, amigos y relacionados creando en nuestra alma una costra superficial de dolores acumulados.
Nada parecido a la experiencia de sentir partir, a quien ha sido compañera de una larga,  fructífera e intensa vida. Cuando la conciencia te permite dimensionar la magnitud de la pérdida, no basta lo  aprendido de la resurrección y los principios de la vida eterna. El dolor profundo te hace recrear los eventos que dan motivo a ese deceso, las cosas que en manos humanas tomaron el camino torcido y deseas el imposible de volver a vivirlas para enmendar errores, a evitar decisiones propias y yerros clínicos que hacen  imposible el encuentro de la salud extraviada. Cuando la muerte ocurre en tierras ajenas y decides que el cuerpo de la amada descanse y se corrompa, como la biología define, en la tierra que la vio nacer, tierra de sus amores y desvaríos, chocas con el artesanal medio de manejar cadáveres en nuestros mecanismos aeroportuarios, que aunque con respeto, contrastan con el sufrimiento propio de los cercanos. El funeral se convierte en la recreación de los dolores del deceso y cada abrazo en un recuerdo lacerante de la vitalidad dormida que yace a tus espaldas, aunque su espacio sea un colchón de flores, como las que Sonia,  mi fallecida,  sembró con particular generosa personalidad discreta, de balance y equilibrio absoluto en sus acciones. Ser de amor particular y recia personalidad que me enseñó a vivir pero olvidó enseñarme a vivir sin ella. Su notoria ausencia me aterra. Ya al momento de dejarla en su morada final, llegaron a mí parte de la misma rima de Bécquer cuando dice: “—¡Dios mío, qué solos se quedan los muertos!

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