En todas las artes se produjo el mismo fenómeno de producir y preocuparse más por la cantidad que la calidad. Pero en el fondo el asunto es más una cuestión de convertir el “arte” en una máquina de hacer dinero. Así se definió el Arte de la Artesanía.

Hollywood frenó la filmación de Serge Eisenstein porque era muy larga. A Buster Keaton le mataron la creatividad para ponerlo a hacer cortos de media hora y, como los “3 Chiflados” (3 stooges), una producción sin parar, de disparates caricaturescos sin pie y menos cabeza.

En la pintura igual, Picasso fabricaba un paquetón de obras por semana inspiradas más que por el deseo de plasmar la belleza y la sublimidad del color y las formas, cumplir con los cientos de pedidos que aumentaban. Su formación de buen pintor y su espíritu creador lo llevó a experimentar otras cosas que rompían con la línea gráfica conocida. El mejor ejemplo es el Guernica, que lo presenta como un pintor comprometido con la paz, aunque los franquistas digan que es un homenaje a un torero.

En música ya no basta con aprenderse tres acordes para hacer una nueva banda y una edición que nadie distingue del ruido.

Los pintores contemporáneos, no los actuales, sino los que pertenecen o se identifican con el “arte contemporáneo”, sustituyeron la pasión por el arte para dedicarse a multiplicar las “colecciones” donde abundan, desde funditas de papas fritas, carros partidos, ramas de árboles, vómitos, mierda enlatada… motivados por la “fama” y el dinero fácil. Los “coleccionistas” o inversionistas en la rama, como los inversionistas en inmobiliaria, actúan como los narcos en la música urbana.

En literatura, algunos obreros de la pluma se plegaron al gusto de editores que portaban un buen olfato del comercio con sus ganancias y las debilidades de los mortales comunes. La libertad de creación, sin presión de nadie, es un factor importante para la calidad como lo señala Irving Wallace cuando hablaba en “el caballero de los domingos” sobre su propia obra cuando era empleado de periódicos y revistas y cuando era libre. El oficio de escritor no siempre fue lucrativo por lo que en Francia se habló, desde Balzac y Alexandre Dumas, de “el negro”, el escritor anónimo que hace el trabajo de la palabra tallada que se requiere, pero firmada por el famoso.

Carlos Ruiz Zafón narra, en el primer tomo, en la saga de “el cementerio de los libros olvidados”, cómo dos socios le sacaban el jugo al escritor David Martin con novelitas policíacas facilitonas,
En nuestro medio proliferó la novelita de vaquero y las empalagosas historias de amor de María del Socorro Tellado López, mejor conocida como Corín Tellado, que le sirvieron de modelo a argentinos y mexicanos para multiplicar, en la televisión y hasta el hartazgo, los dramas que narraban los caprichitos de las niñas y señoritos de Don Fulano de Tal.

Fueron muchísimos los que se dedicaron a producir una novelita por semana de 100 páginas para un formato cómodo y que cabía en un bolsillo.

De todos ellos se destacó Marcial Lafuente Estefanía, verdadera maquinaria de fabricación de cuentecitos de vaqueros.

La pasión de Marcial no era la misma de Frederick Remington ni de Charles Russels, aquellos dos pintores norteamericanos que dedicaron su vida a recrear paisajes del “far west”, apasionados del color y el impresionismo naciente.

Y uno se preguntaba, pero ¿qué hace un español escribiendo novelas de vaqueros?

Resulta que el padre de Marcial, Don Federico, además de abogado, era un aficionado de la lectura y la escritura como lo demuestra su obra sobre el Quijote, quizás para continuar con las andanzas de la imaginación de Cervantes. Y quizás por eso se ha querido decir que la formación literaria de su hijo Marcial tuvo tanta influencia que las obras de teatro de “El Siglo de Oro” de las letras españolas fueron adaptadas a vaqueradas. Lo más probable es que dichas afirmaciones vinieran de la maquinaria de publicidad de sus editoriales para darle una categoría de literatura de grandes “vuelos”. Pero no. Es muy fácil saber las fuentes de Lafuente Estefanía. Veamos:

En 1936, cuando la crueldad se tiñó de rebeldía y agrupó a lo más atrasado que tenía España en La Falange con Franco y el nazismo a la cabeza, Lafuente tenía 33 años y era general de La República del honor, la dignidad y la vergüenza. El dominio de la oscuridad que reinaba en la Península Ibérica a partir del 39 arrasó con la juventud de ideas patrióticas y civilizadas, y muy pocos salieron con vida de los calabozos y mazmorras que el nazismo había impuesto a la fuerza bruta y sin razón.

Aunque Lafuente era ingeniero industrial, no podía ejercer por su pasado militante republicano. Para Marcial fue importante y determinante su viaje a “América” entre 1928 y 1931. Su deambular lo llevó por California, Arizona, Nuevo México y Texas que todavía seguían impregnados con el espíritu y filosofía del vaquero del oeste americano y la Ley del Colt.

Desde mucho antes de 1920 la industria cinematográfica de los Estados Unidos venía funcionando con éxito petrificando aquella ideología primaria, machista y de la ley del más rápido con las armas. Las publicaciones de entonces estaban llenas de historias de cowboys y algunas eran especializadas en el tema, como es el caso de “two gun” e incluso la Harper’s Weekly. Y todo eso le entró a Marcial por un lado, pero no se le salió por el otro.

En ese momento, en el cine solo existían Hoot Gibson y Buck Jones como héroes vaqueros. En el 1927 apareció Tim McCoy, en el 29 Gary Cooper, en el 31 Bob Steele, Ken Maynard, Bill Cody y John Wayne que Marcial vio en los cines de las ciudades por donde estuvo de paso y que luego le sirvieron para hacer cerca de 3 mil novelitas.

Charles Starret como Durango Kid, Tom Tyler, William Boyd como Hopalong Cassidy; Bob Baker; Roy Rogers y muchísimos más, le sirvieron de modelo para sus simplonas historias de diez centavos que Eduardo López o Espartaco vendía en la puerta del Mercado Modelo de Santiago cuando dejó de ser modelo y convertirse en un bazar de disparates y chucherías sin valor.

Los nostálgicos del género simplón dicen, con razón, que esas novelitas nos ayudaron a entrar en el mundo de la literatura, pero en realidad, más que un pasatiempo, la carga de machismo, heroísmo, misoginia, violencia, etc. eran más que un adoctrinamiento del que quizás muchos no salieron nunca.

Al no existir bibliotecas equipadas con buena literatura, crecimos sin poder leer El Quijote y los buenos escritores que florecieron en titulares de periódicos y revistas. Ni los profesores leyeron nunca una obra de Benito Pérez Galdós, aunque no dejaban de mencionarlo. Los puestos de muñequitos las sustituían.
Cuando en 1902 Owen Wister publicó “el virginiano” no sabía que abría la puerta a una literatura de alto consumo de masas.

A Wister se sumó Silver Kane que en realidad era Francisco González Ledesma, Mortiner Cody era el seudónimo de Francisco Vera Ramírez y su hermano Antonio. Había muchísimos en España que desde la Editorial Bruguera invadieron toda América latina. En Cuba y Venezuela no fue necesario prohibirlas “por la apología al mundo yanqui” sino que la gente las rechazabas por el bajo nivel literario y la repetición de sus contenidos. Martí nunca se cansó de repetir aquella frase filosófica y vigente: “ser culto, para ser libre”.

Tanto Corín Tellado como Francisco Ibánez Talavera, autor de los muñequitos Mortadelo y Filemón, eran los únicos que competían en popularidad con los vaqueros.

La izquierda introdujo, en los años 70, varios títulos que competían tanto con las novelitas de vaqueros como con la nueva ola de publicaciones llegadas de México que se convirtió en el principal suplidor de novelas de amor ilustradas, muñequitos (Chanoc, Alma Grande, Santo, Juan sin Miedo, Hermelinda Linda, Aniceto…) también las producidas en los Estados Unidos y traducidas en Editorial Novaro como Gene Autry, El Llanero Solitario, Roy Rogers, Tarzán, Periquita, El pato Donald…

Gracias a la izquierda supimos de “La Madre” de Maxime Gorki, “Así se templó el acero” de Nikolai Ostrovski, “Reportaje al pie del patíbulo” o al pie de la horca de Julius Fucik, “Campos Rotulados” de Mijáil Sholojov, “La Joven Guardia” de Alexander Fadeiev; las novelas de Fyodor Dostoievsky, García Márquez, Rómulo Gallego, Machado, Neruda, Benedetti, Galeano, Quino, Rius, y hasta Vargas Llosa cuando todavía el resentimiento y el odio no lo habían transformado en el amargo y repugnante personaje que es. Todos incompatibles con las novelitas que eran de otro universo.

Al final, la maquinaria siguió con la colaboración de los dos hijos de Marcial, Francisco y Federico que desempolvaron los tres libros esenciales para armar las novelitas: el Atlas de Estados Unidos del viejo, su “Historia de los Estados Unidos” y su guía telefónica de California donde tenían miles de nombres para sus futuros héroes que muchas veces eran los mismos con pequeños cambios de alguna situación y que nadie se daba cuenta.

Marcial Lafuente Estefanía se ganó el pan honestamente haciendo lo que sabía, pero no se puede negar que su obra aportó su granito al atraso que vivimos hoy, la admiración por las armas, el maltrato a las mujeres, el culto a la pena de muerte con sus ahorcados, etc. No conozco a ningún lector de vaqueradas que le interese leer a Cortázar, Bosch u otras obras de literatura. La clave es la adicción.

“La célebre partida de póker” habla de Alan y Jimmy, dos rápidos pistoleros que se unen para salvar el rancho de Susan del chantaje de Larry, asociado con el sheriff y el alcalde. Un detalle importante en estas publicaciones era el dibujo de la portada que casi siempre resultaba de una mano experta y conocedora del oficio de la ilustración. Muchas eran tan buenas como para compararse con las pinturas de Remington. Uno de los ilustradores más asiduo a los títulos de Marcial era el ilustrador Manuel Prieto Muriana quien contribuyó a que Lafuente fuera inagotable.

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