Mercados concentrados y defensa de la competencia

Los mercados libres y competitivos pueden ser eficaces instrumentos de apoyo a los procesos de desarrollo. Eso significa que tienen un valor instrumental para alcanzar metas de bienestar. Permite que quienes ofrezcan se encuentren con…

Los mercados libres y competitivos pueden ser eficaces instrumentos de apoyo a los procesos de desarrollo.

Eso significa que tienen un valor instrumental para alcanzar metas de bienestar. Permite que quienes ofrezcan se encuentren con quienes demandan, y que acuerden libérrimamente los términos del intercambio sin que alguien tenga algún poder desmedido sobre ellos, remunerando las actividades productivas, permitiendo satisfacer necesidades y creando incentivos a todo el mundo para aumentar los rendimientos.

Pero al mismo tiempo, estos mercados tienen un valor intrínseco porque son espacios para ejercer libertades, la libertad de intercambiar, que es tan importante como cualquier otra.

Como diría Amartya Sen, no hay que recurrir a la controversial idea que los mercados siempre o casi siempre dan resultados económicos buenos, es decir, a su valor instrumental, para defender su existencia. Defender la libertad implica defender los mercados libres y competitivos.

Sin embargo, con más frecuencia de lo que algunos reconocerían, los mercados no son libres ni competitivos sino que están dominados por unas pocas empresas, las cuales concentran una elevada proporción de las ventas, y logran imponer términos del intercambio sobre sus clientes que son ventajosos para ellas y perjudiciales para el resto.

El resultado de esto es altos precios, elevadas ganancias, y menor consumo y bienestar general. A esto se le conoce como mercados concentrados, en los que las empresas dominantes ejercen poder.

Los mercados concentrados suceden por al menos cuatro razones. La primera es la tecnología de producción y/o distribución, la cual hace que unas pocas empresas logren dar pleno abasto al mercado a unos costos que cualquier nuevo entrante con bajos volúmenes de venta no podría lograr. A esto se le conoce como barreras naturales o tecnológicas y les permite a las empresas imponer precios y condiciones sobre los clientes.

La segunda es lo que se conoce como barreras estratégicas, y se refiere a las prácticas anticompetitivas de las empresas que impiden que otras incursionen en los mercados.

Las más frecuentes son las políticas de precios sobre segmentos específicos de mercado, la publicidad o el control sobre los insumos. Esto hace que cualquiera que quiera entrar esté obligado a pagar enormes costos, desalentando la incursión, o simplemente no pueda entrar.

La tercera es simplemente el desempeño superior de algunas empresas, por ejemplo con innovadores productos y procesos. Esto hace que esas empresas capturen la demanda, aunque a partir de la posición dominante que le ofrece la innovación, introduzcan barreras para que otros tengan dificultades para entrar.

Una cuarta razón son las regulaciones públicas que pueden limitar el número de competidores. 

Como se aprecia, muy frecuentemente los mercados concentrados se suceden de forma natural, sin que exista una intervención gubernamental que la explique.

De hecho, el rol de la política pública es garantizar que, en la medida de lo posible, los mercados funcionen de forma competitiva, evitando la concentración e impidiendo el abuso de posición dominante de las empresas. Esto significa que los Estados deben contar con instituciones que garanticen lo siguiente.

Primero, que cuando hay pocas empresas en el mercado o unas pocas explican un porcentaje muy elevado de las ventas, éstas no logren imponer precios significativamente por encima de los costos.

Eso se hace, entre otras formas, evitando que éstas logren ponerse de acuerdo para fijar precios. Segundo, que impida que se den fusiones entre empresas en un mismo mercado que eleve la concentración, o que si lo hace, garantice que ésta implicará un aumento del bienestar general a través de precios más bajos y más innovación. Y tercero, que impida y penalice las prácticas anticompetitivas que desalientan la entrada de competidores.

Los puntos anteriores no son más que los elementos básicos de lo que se conoce como políticas de defensa de la competencia. El Estado tiene la obligación del promoverlas. Para eso se promulgó la ley 42-08 y se creó Pro-Competencia.

Defender los mercados competitivos no es defender las empresas capitalistas sino a los consumidores y las empresas, generalmente más pequeñas y débiles, de prácticas empresariales naturales pero perniciosas para el bienestar general. Esa debe ser la regla general, aunque no absoluta.

La negligencia en darle todo el poder para que Pro-Competencia cumpla con su obligación es otra forma de promover la inequidad y la exclusión. l

Posted in Sin categoría

Más de

Más leídas de

Las Más leídas