Relatos de un cazador (y 4)

Turguéniev no terminó de escribir “Relatos de un cazador” hasta el fin de sus días, siguió escribiéndolo, añadiendo nuevas historias hasta un total de veinticinco, casi de la misma manera en que Walt Whitman añadía nuevos poemas a las…

Turguéniev no terminó de escribir “Relatos de un cazador” hasta el fin de sus días, siguió escribiéndolo, añadiendo nuevas historias hasta un total de veinticinco, casi de la misma manera en que Walt Whitman añadía nuevos poemas a las constantes reediciones de “Hojas de hierba”.

A diferencia de Whitman, Turguéniev era noble y rico y se dio una vida de lujo, todos los gustos que su holgada situación le permitía. Estudió en las mejores universidades, pasó casi la mitad de su vida entre Alemania y Francia, viajó por gran parte de Europa, intimó con los grandes escritores de la época y fue admirado y reconocido dentro y fuera de su país, pero muy pocas vivencias se reflejan felizmente en su obra.

Como dice Marc Slonim: “Era muy sensible a todos los encantos y engaños de la existencia, pero los gozaba con una incurable tristeza”.

En sus escritos destila melancolía, insatisfacción, frustración, “afirma que nada puede lograrse verdaderamente sobre la tierra”… “y que todos nuestros esfuerzos son absurdos”.

Era un “amable ateo” -según Slonim-, y era definitivamente nihilista (“del latín nihil, ‘nada”), creía que la “vida carece de significado objetivo, propósito o valor intrínseco”. De hecho, el término nihilista fue acuñado por él en su novela ‘Padres e hijos’”.

Una infancia “marcada por la presencia dictatorial de la madre y la ausencia física y afectiva del padre explicaría, según Juan Eduardo Zúñiga, los problemas que Turguénev tuvo en su vida adulta para tener una relación estable con una mujer, y el pesimismo que impregna la mayor parte de sus obras. A esta tesis se abona también el escritor español Javier Marías, que en sus ‘‘Vidas escritas’’, comienza así el capítulo dedicado al escritor ruso:

“El pesimismo de las novelas y cuentos de Ivan Turguénev, que algunos de sus colegas llegaron a reprocharle, debió de ser el tributo mínimo y menos dañino de cuantos pudo pagar a un entorno familiar ominoso, por no decir resueltamente malvado. Su acaudalada y célebre madre… era de una crueldad, mezquindad y barbarie sólo superadas por las de su propia madre, la abuela de Ivan…”

En política –dice Slonim- Turguénev era apenas “un liberal moderado”, ni siquiera radical y mucho menos socialista, “un caballero equilibrado y culto que buscaba la armonía y la medida como las mayores conquistas del arte y la sabiduría”… ‘‘Fue uno de los rarísimos novelistas rusos no comprometidos”.

Sin embargo, en la obra que lo catapultó a la fama, en los Relatos o “Memorias de un cazador” toma partido, se inclina sin decirlo a favor de los desposeídos, hizo visibles, al igual que Gógol, a los invisibles siervos, los infelices siervos que en muchos casos

“tenían que servir en el ejército durante veinticinco años”… “sufrir azotes, marcas con hierros candentes”, prisión, exilio, interminables jornadas de trabajo agotador.

El mencionado Marc Slonim, uno de los críticos más agudos y penetrantes que conozco, escribió en un breve y jugoso ensayo (“La literatura rusa”) unas líneas magistrales sobre el tema, una página de antología que me produce siempre el efecto de un sano “licor del regocijo” y que comparto a continuación con los lectores reales e imaginarios:

“Turguénev se mostró gran escritor con ‘Memorias de un cazador’, estudio del carácter de los siervos, los campesinos y los terratenientes según el punto de vista del narrador que en sus vagabundeos a través de campos y bosques de la Rusia central encuentra gentes diferentes y observa episodios de la vida rural y provinciana. Los niños campesinos cuentan narraciones fantásticas alrededor de la hoguera en la misteriosa atmósfera de una noche de verano (‘El prado de Bezhin’); ocurre un torneo entre cantores de afición que entonan canciones populares y conmueve profundamente al auditorio en una miserable posada de pueblo (‘Cantores’); un labriego que vive en unión con la naturaleza y posee la imaginación de un bardo primitivo sufre la oposición de su prosaico, práctico y exitoso hermano, siendo ambos personajes típicos de Rusia (‘Jor y Kalinich’); una pobre mujer inmovilizada por una enfermedad mortal encuentra recursos interiores en una ingenua religión y en su amor a la vida y a todas las criaturas de la tierra (‘Reliquias vivientes’); el amor infeliz de una joven labriega arruina toda su vida (‘Yermolai y la molinera’), tal es el círculo en que se mueven estos relatos sin argumentos que aparecieron en libro en 1852 y pronto se convirtieron en clásicos. Por más de un siglo se les estudió en las escuelas y fueron grandes favoritos de toda clase de lectores. Mostraban a los siervos como seres humanos, dotados de los mismos conflictos psicológicos y de los mismos anhelos de felicidad y justicia habitualmente atribuidos sólo a sus amos. Turguénev evitó cualquier descripción de violencia y brutalidad y no criticó las condiciones espantosas de las clases bajas ni la insensibilidad de los propietarios; pero su libro fue indirectamente una poderosa condenación de la servidumbre. Su modo de narrar, perfilado y objetivo, demostró ser más eficaz que cualquier muestra de indignación: el tono y las insinuaciones del autor contagian al lector y lo ‘sintonizan’ indirectamente con una resaca de simetría o de aversión. Además de este escondido mensaje social, que explica el éxito casi sensacional en el momento en que las narraciones aparecieron, están hermosamente construidas, lo cual justifica su lugar duradero en la literatura”. (Marc Slonim, “La literatura rusa”). 

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