La renuncia del señor Ratzinger

El objeto del conocimiento debe ser proyectado y situado en algún lugar que sea útil; aunque sea en la cabeza de un malvado.

El objeto del conocimiento debe ser proyectado y situado en algún lugar que sea útil; aunque sea en la cabeza de un malvado. Un conocimiento enjundioso sin uso, es peor que nada, pues se gastó esfuerzo y tiempo en cultivarlo para que no sirviera ni de decoración.

Toda la sapiencia e intelectualidad del renunciante Joseph Ratzinger no le valió para entender que un Papa no debe renunciar. Un Papa muere de forma natural, o es envenenado con la sopita que le lleva la monja; pero no renuncia; porque eso es hacerle daño a la institución que dirige y, peor aún, a todos aquellos que creen en ella, y darían su vida por ella.

Si el Papa puede renunciar a sus votos como Papa porque está cansado, y viejo, cualquier pareja de casados, que han hecho votos ante la iglesia de hasta que la muerte los separe, también podrían renunciar y divorciarse por los mismos motivos. Cualquier cura que ha hecho voto de castidad podría renunciar a él porque está cansado del celibato, y se está poniendo viejo. No. Esas son cruces que se toman voluntariamente y en base a una fe, con todo el paquete que ello implica. No importa “que se pueda” según tal o cual canon.

Cristo no se bajó de la cruz diciendo que estaba cansado de tantos azotes que le habían dado en el vía crucis, y que, además, los clavos le dolían mucho. No, Cristo llevó su cruz hasta la muerte. Renunciar porque las cosas materiales del día a día se han puesto feas no es de cristiano. Es en medio de las cosas más materiales de la tierra donde se deben demostrar santidad y sacrificio, sirviendo a Dios y a todos los hombres, decía san Josemaría.

La familia, el matrimonio, el trabajo, la ocupación de cada momento son oportunidades habituales de tratar y de imitar a Jesucristo sin renunciar como un cobardica. Renunciar en latín para que pocos se enteren, y sin decírselo a nadie antes, para que no se tomen medidas de salvaguardar a la institución, o por temor a la sopita de la monjita. Eso es mala fe o cobardía.

La provocativa fuerza, la libertad que manejábamos con Juan Pablo II para rezar, para evangelizar, para formar parejas, y aún para dejarnos crucificar como corderos si fuese necesario, ahora carece de objeto y de sentido.

El mal no renuncia, siempre está ahí; los Papa tampoco deberían hacerlo, sería dejarnos solos en manos del mal. Entender que ese yugo es la libertad, ese yugo es la vida cotidiana. Si el Espíritu Santo le eligió, el Espíritu Santo no se equivoca. Usted sí, señor Ratzinger.

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