Talleyrand

El otro gran tenebroso de la época de Fouché, y el único que en cierta manera podía rivalizar con él, era Talleyrand. De hecho la carrera de oportunista de Talleyrand fue mucho más larga y exitosa que la de Fouché, y sin lugar a duda más afortunad

El otro gran tenebroso de la época de Fouché, y el único que en cierta manera podía rivalizar con él, era Talleyrand. De hecho la carrera de oportunista de Talleyrand fue mucho más larga y exitosa que la de Fouché, y sin lugar a duda más afortunada. Talleyrand, como Malaguer, murió en olor de santidad y no en el exilio, y en pleno disfrute de su fortuna y ciertos privilegios. Talleyrand era un servil y como todos los serviles era voluble y traicionero, pero goza de la general admiración y aprecio de sus semejantes.

En la más piadosa biografía sobre este personaje aparecen siempre rasgos muy peculiares:

“Charles Maurice de Talleyrand-Périgord; París, 1754-1838. Político y diplomático francés. Procedía de una familia aristocrática, que le destinó a la carrera eclesiástica sin que tuviera vocación para ello (vivió siempre como un sibarita, libertino y carente de escrúpulos). Ascendió en la jerarquía impulsado por su origen nobiliario: en 1780 era agente general del clero y en 1789 obispo de Autun.

“Su rostro hermético, inalterable, era un marco ideal para la conversación cínica, aguda, refinada, llena de matices y dobles sentidos, que hizo de Talleyrand la estrella más rutilante del firmamento dieciochesco. Napoleón lo alabó por ser ‘el rey de la conversación en Europa’, y la estupenda Madame de Staël, la reina de los salones galantes, la mujer que tuvo comida la moral al gran Napoleón, quien nunca consiguió ver en sus ojos el menor atisbo de admiración hacia su persona, comentó acerca de su elocuencia proverbial: ‘Si la conversación de Maurice de Talleyrand se vendiese, yo me arruinaría’.

A la misma Madame de Staël, que sabía bien de lo que hablaba pues fue una de las múltiples amantes de Talleyrand, además de amiga y colaboradora asidua de sus intrigas palaciegas, debemos otra de las opiniones que nos ayudan a trazar el bosquejo del personaje: ‘En verdad, el bueno de Maurice parece uno de esos pequeños dominguillos que se da a los niños, cuya cabeza es de corcho y las piernas de plomo: uno bien puede tirarlos, volcarlos, siempre se vuelven a poner de pie’. Con ello atisbamos otra de las utilidades del rostro hermético: la máscara como símbolo de flexibilidad y de capacidad de adaptación a todas las circunstancias. En efecto Talleyrand, como su respetado rival Fouché —de estos dos personajes antitéticos y complementarios dijo Napoléon, que admiró y odió a ambos por igual: ‘Fouché era el Talleyrand de los clubs, y Talleyrand el Fouché de los salones’—, fue un superviviente nato que se mantuvo en lo más alto durante los años más convulsos de la historia de su país: vivió ochenta y cuatro años, cincuenta y cuatro de los cuales en la primera fila pública, como obispo en el Antiguo Régimen, diputado en la Asamblea Constituyente, embajador a las órdenes de Danton, ministro del Directorio, del Consulado y del Imperio, jefe de Gobierno tras la Restauración borbónica y embajador de Luis Felipe tras la Revolución que trajo a la Casa de Orleans.”
Crane Brinto, en un simpático artículo titulado “Las vidas de Talleyrand”, lo dibuja un poco a la argentina:

“…..Charles Maurice de Talleyrand Périgord nunca hubiera podido ser un político argentino: su actividad pública en los primeros planos de Francia no fue para nada fugaz. Comenzó en 1789 en los comienzos de la Revolución y continuó sin descanso hasta su muerte acaecida en 1838. Casi medio siglo de actuación pública en los primeros planos. Atravesó indemne la Revolución de 1789, el Directorio, el Consulado, el Imperio, la Restauración, los Cien Días, la nueva Restauración y la Revolución de 1830. Flotó por encima de todas las tormentosas corrientes que se abatieron sobre Francia sin que ninguna correntada lo hundiera. Recogió a su paso odios y vituperios, insultos y desprecios, aunque envueltos todos en un inocultable y silencioso respeto por su extraordinaria capacidad. Fue un hombre de mundo, a la vez que mercenario y traicionero, con total carencia de escrúpulos. Cuando el Zar Alejandro en el Congreso de Viena acusó al Rey de Sajonia de Traición a la causa común de Europa, Talleyrand le respondió fríamente con una frase lapidaria que pasó a la Historia: La traición, Su Majestad, es una cuestión de fechas, aludiendo a que el mismo Zar había bailado pocos años antes al son de la música de Napoleón a quien ahora, derrotado definitivamente, denigraba. Cualquier parecido con políticos argentinos actuales y pasados es una pura casualidad.

El maestro Maquiavelo no dejó de ser en el fondo nada más que un gran teórico inofensivo. Un mero consejero de hombres poderosos, que nunca ejerció el poder por sí mismo y que nunca pudo llevar sus ideas a la práctica. Pero Talleyrand desarrolló una variante del maquiavelismo en la vida real, no en la téorica. No era tanto un hombre de ideas como un hombre de acción. Cuando tenía tiempo en lugar de retirarse a estudiar o a meditar prefería pasar horas interminables con sus cocineros ensayando diferentes clases de salsas.

Napoleón mismo le dijo en 1807 delante de toda la corte imperial reunida que era Una media de seda rellena de mierda (merde en bas de soie), aludiendo a su exterior fino, educado y aristocrático, pero que encubría un interior corrompido y maloliente. Talleyrand ni siquiera se inmutó. Al fin y al cabo, de algún modo sabía por intuición, que en el futuro llegaría el día en que Napoleón desaparecería de la escena y él permanecería. Y así fue.

En su larga trayectoria de casi cincuenta años Talleyrand estuvo presente en todos los grandes acontecimientos políticos franceses. En algunos casos participó como traidor, como instigador o como golpista, como inventor de intrigas o como conspirador, en otras ocasiones como hábil diplomático que salvaguardó los intereses de su nación. Fue secretario de Dantón, que después fue guillotinado; votó la muerte en la misma guillotina de Luis XVI; apoyó el golpe de estado del 18 Brumario junto a Fouché, Sieyès y Napoleón; intrigó para el regreso de Luis XVIII una vez vencido Napoleón. En ese sentido una de las cláusulas del acuerdo entre los ingleses y los borbones era que Talleyrand manejara en el futuro la política exterior de Francia. Talleyrand colaboró con tan justa causa entregando diez mil libras.”

Víctor Hugo, en cambio, retrata a Talleyrand sin medias tintas y con palabras que no ocultan su repulsión por su retorcida humanidad.

“Era un personaje extraño, temido e importante […] Era noble como Maquiavelo, eclesiástico como Gondi, apóstata como Fouché, espiritual como Voltaire y cojitranco como el diablo […] Durante cuarenta años, desde su palacio y desde el fondo de su pensamiento dirigió Europa. Recibió la Revolución con una sonrisa, en verdad irónica, pero nadie pudo darse cuenta. Había conocido, observado, penetrado, conmovido, revuelto, profundizado, fecundado, burlado a todos los hombres de su tiempo y las ideas de su siglo. Hubo en su vida minutos en los que tuvo en su mano los cuatro o cinco hilos formidables que movían el universo civilizado […] Usó como marioneta a Napoleón”.

Las citas anteriores forman parte de una nota necrológica del mismo Víctor Hugo, “El final inesperado del cerebro de Talleyrand”, en la que relata con morbo ciertos detalles espeluznantes y espeleznudos:

“Talleyrand”
19 de mayo 1838
En la Rue Saint-Florentin hay un
palacio y una cloaca.

El palacio, que es de una arquitectura noble, rica y aburrida, se llamó durante mucho tiempo: Hotel de l’infuntado; hoy leemos en la parte frontal de su entrada principal: Hotel Talleyrand. Durante los cuarenta años que vivió en esta calle, el último huésped de este palacio tal vez nunca posó su mirada en la cloaca.

Bueno, antes de ayer 17 de marzo 1838, este hombre murió. Los médicos llegaron y embalsamaron el cadáver. Para ello, al igual que los egipcios, le quitaron el vientre, entrañas y cerebro. Después de haber transformado al príncipe Talleyrand en una momia lo pusieron en un ataúd forrado de raso blanco y se retiraron, dejando en una mesa el cerebro, ese cerebro cuyo pensamiento tanto inspiró a tantos hombres, construyó tantos edificios, guió dos revoluciones, traicionó vente reyes…

Los médicos partieron, una ayuda de cámara entró, vio lo que habían dejado: ‘¡Mira! se olvidaron de eso. ¿Qué hacer?’ Recordó que había una cloaca en la calle y lanzó el cerebro en la cloaca.

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