Tiempo, lenguaje y destino de una obra impar: Don Quijote de la Mancha (2 de 3)

La doctora Ofelia Berrido, novelista y tutora cultural apasionada, me invitó a participar en su tertulia literaria ‘Letras de la Academia’, que se reúne el primer sábado de cada mes en la casa de la Academia Dominicana de la Lengua. Quiso ella&#823

La doctora Ofelia Berrido, novelista y tutora cultural apasionada, me invitó a participar en su tertulia literaria ‘Letras de la Academia’, que se reúne el primer sábado de cada mes en la casa de la Academia Dominicana de la Lengua. Quiso ella que mi intervención discurriera en torno a Don Quijote de la Mancha, la mágica novela de Miguel de Cervantes. Acepté su propuesta, no sin turbadoras aprensiones. Porque era tarea ingente aquella de sintetizar en unas exiguas palabras, acaso en algunas brevísimas imágenes, la infinitud verbal y la pesantez psicológica contenidas en esos folios insuperables. En tal caso, mi alocución –es imprescindible hacer la salvedad– abordó la materia quijotesca sólo desde un plano elemental, digamos, meramente primario. Apenas traté de que se entendiera el argumento que da vida al relato, tanto como la estructura del libro, la vida de Cervantes, la España en que se gesta la obra, el lenguaje (o los lenguajes) del universo en que medra Don Quijote, la perspectiva histórica del libro y su destino. Con todo, no sé, ciertamente, si me fue dable consumar tan ímprobo quehacer. A cargo de ustedes, apreciados leedores, queda el juicio apodíctico a esta osadía.

¿Y quién era Miguel de Cervantes y Saavedra?

El 29 de septiembre de 1547 nace en Alcalá de Henares, Madrid, el sexto de siete hijos de Rodrigo de Cervantes, cirujano itinerante, y Leonor de Cortinas, de una familia de hidalgos, pero de los más pobres. Aunque se ignora la razón, todo indica que desde joven Cervantes usó como segundo apellido Saavedra, originario quizás de algún familiar remoto. En 1569 se muda a Roma, para servir de camarero al futuro cardenal Giulio Acquaviva; aunque se piensa que sólo buscaba refugio, tras herir a alguien en un duelo y recibir una orden de castigo y destierro.

El año siguiente inicia la carrera militar y en 1571 está en la ofensiva de Lepanto –en “la más memorable y alta ocasión que vieron los pasados siglos, ni esperan ver los venideros”– bajo el mando de un joven de su edad: Don Juan de Austria (hijo natural de Carlos V y hermano, por vía paterna, de Felipe II de España). La batalla le inhabilita la mano izquierda, por lo que cargó siempre con el mote de “manco de Lepanto”. Aun así, Cervantes estuvo varios años en el frente de batalla, y combatió en los escenarios de Túnez, Corfú y Mondón.
En 1575, unos corsarios berberiscos apresan su galera y lo llevan como esclavo a Argel, donde estuvo cinco años encarcelado. Tras varios intentos fallidos de fuga, es rescatado por los padres trinitarios al precio de 500 ducados. Este encierro deja una profunda huella en su obra, especialmente en las comedias de ambiente argelino (“Los tratos de Argel” y “Los baños de Argel”), así como en el cuento “El cautivo”, que aparece intercalado en la primera parte de Don Quijote.
Tras el rescate, vuelve a España a los 33 años de edad. Cervantes osciló siempre entre las armas y las letras, pero los años perdidos en cautiverio malograron su carrera militar. A la vez, y al no poder ejercer una carrera en letras por carencia de grados académicos, sólo le quedó aceptar un cargo en la burocracia real.

En 1584 nace su hija Isabel, tras una fugaz relación con Ana Villafranca de Rojas, esposa de un tabernero. Pocos meses después, a los 37 años, se casa con Catalina Salazar y Palacios Vozmediano, la hija de 19 años de un hidalgo de Esquivias. En 1585 aparece “La Galatea”, su novela pastoril.   

Se traslada en 1587 a Sevilla, en calidad de Comisario Real de Abastos para la Armada Invencible. En este cargo, al viajar por los pueblos y parajes de Andalucía, observa de primera mano a pícaros, delincuentes, mercaderes, ricachones, infanzones, moriscos, gitanos y personajes de toda laya, los que luego tomarán vida en sus obras. No se sabe mucho de lo que fue Cervantes entre 1600 y 1605, aparte de que se mudó con su esposa a Valladolid y que en esos años redactaba el primer volumen de su obra cumbre.

En 1605 sale en Madrid la primera parte de “El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha”. La novela tiene éxito inmediato y hasta circulan diferentes ediciones fraudulentas. Ese mismo año, Cervantes es encarcelado brevemente en Valladolid, por el asesinato de Gaspar de Ezpeleta en la cercanía de su casa; obra de un duelo nocturno vinculado con la vida escandalosa de algunas de sus hermanas (una era monja, aunque se sospechaba que las otras dos, que vivían con Cervantes, ejercían la prostitución).

En 1606 llega con su esposa a Madrid. Los años siguientes son marcados por desavenencias económicas con la hija Isabel y los dos yernos, así como por una sucesión de muertes familiares: la hermana mayor, Andrea (1609); la nieta Isabel Sanz (1609); y Magdalena, la hermana menor (1610).

En 1613 aparecen las “Novelas ejemplares”. En 1614, cuando ya Cervantes avanzaba en la segunda parte del Quijote, Alonso Fernández de Avellaneda (seudónimo de alguien cuya verdadera identidad se desconoce; aunque pudo pensarse en la impostura de Lope de Vega, su antagonista fiero) publicó una versión apócrifa del segundo tomo de la novela. No obstante, Cervantes dispuso del tiempo necesario para incorporar, en la segunda parte de su Quijote (editada en 1615), el rechazo y la crítica a la falsificación de Avellaneda.
En esos años, el Quijote fue traducido al inglés y al francés, y su fama se acrecentó, por lo que Cervantes llegó ser uno de los españoles más conocidos fuera de España. Pero, caso extraño, siguió viviendo en la penuria económica y nunca gozó del nivel de respeto e influencia que alcanzó Lope de Vega.

Si bien toda la obra cervantina está impregnada de un borroso e indeciso carácter laico, que se trueca, no pocas veces, en crítica de la creencia religiosa (dado su apego a los postulados del humanismo erasmista), en los últimos trechos de la vida, el escritor se tornó más fervoroso. Así, poco antes de morir, pronuncia los votos definitivos a la Orden Tercera de San Francisco. En 1616 se enferma de hidropesía (o de diabetes) y el 22 de abril fallece Don Miguel de Cervantes en su casa en la calle del León, en Madrid; una semana después de la muerte, en Londres, de William Shakespeare. Sus restos tomaron sepultura en el convento de las Trinitarias Descalzas de la actual calle de Lope de Vega.

La España en que se gesta la obra.
La miseria en el tiempo de Felipe III. 

Al punto en que se extingue en El Escorial la vida de Felipe II (el 13 de septiembre de 1598, hace 415 años), “Rey Prudente y Católico”, “Príncipe del Renacimiento”, algunos españoles clarividentes lo apuntan: la decadencia está ahí.

Fernando de Aragón, fidedigno Príncipe de Maquiavelo, ha fundado el Estado moderno y mercantilista. La Castilla de los Reyes Católicos conquista Granada, irrumpe en África y descubre el Nuevo Mundo. España tiene tesoros, tierras y una mano de obra servil. Aquella grandeza, no obstante, perdura escasamente un siglo.

En el “Guzmán de Alfarache” (de 1599), Mateo Alemán expresa: “Líbrete Dios de la enfermedad que baja de Castilla y del hambre que sube de Andalucía”. Así, la moneda castellana naufraga a partir de 1625, la unidad ibérica en 1640, y la “famosa infantería” en los bosques pantanosos del Rocroi de 1643. La plata de las Indias llega con más dificultad y es más cara. Con menos moneda buena para pagar las deudas, España fabrica una moneda mala para uso interno: el cobre, bastardo dinero de la época.

Después de 1609, a la calamidad económica se añade el infortunio social: la expulsión de los “moriscos”. Residuo del moro vencido, convertido por la fuerza, mas no asimilado por la colectividad; carretero o tendero o campesino que vegeta en coto cerrado, servidumbre del gran señor de la Reconquista, el morisco deviene víctima propiciatoria en unos tiempos de tribulación. Falso cristiano, mala casta, espía, merodeador, traficante que acumula ducados: el moruno es un ser “demasiado prolífico” al que le es posible “vivir de la nada”, relata Cervantes en el “Coloquio de los perros”.

De esta suerte, la “decadencia” avanza: exceso de manos muertas, plétora de limosnas y de vocaciones eclesiásticas, deforestación y aridez y descenso agrícola, vagabundeo y desprecio al trabajo, manía nobiliaria, flaqueza de los privilegiados y de los reyes, emigración y expulsiones.

La España de 1600, desvinculada de la realidad, prefiere soñar. Para vivir mejor, para enterrar en el olvido los desalojos y la peste bubónica, los españoles divagan. Las Indias son un espejismo y brota un huracán de literatura en el Madrid de Felipe III, El Piadoso (1598-1621). Están ahí: el más excelso de los poetas “puros”: Góngora; el más grande de los novelistas “negros”: Mateo Alemán;  la más feraz de todas las plumas: la de Lope. Y está Cervantes.

España es rica y es pobre; España se atiborra de banquetes, bien que se muere de hambre; España retiene un imperio, pero carece de hombres. El teólogo Martín González de Cellorigo lo apunta: “Y ansí el no haber dinero, oro ni plata, en España, es por averlo, y el no ser rica es por serlo; haziendo dos contradictorias verdaderas en nuestra España, y en un mismo subjecto… No parece sino que se han querido reducir estos reynos a una república de hombres encantados que vivan fuera del orden natural”.

Esas palabras son del 1600 y en ellas se revela la gran crisis de duda, la pasión de análisis, la agonía y el sentimiento de inseguridad vital del español ante España; precisados más tarde por don Américo Castro y vueltos carne dolorida en Unamuno y los del 98. Mejor es decirlo con otras palabras: en el memorial de Cellorigo nace el “irrealismo” español. Y a ese “hombre encantado que vive fuera del orden natural”, Cervantes, en 1605, habrá de darle un título inmortal.

La España de 1600 es una nación consumida por la historia. El vividor ocioso, el rentista arruinado, el bandolero seductor, el pordiosero y el holgazán recorren calles y caminos. Pero en aquella sociedad gastada y pobre, extravagante y afligida, surge como prodigio una obra maestra: Don Quijote de la Mancha.
Habrá, entonces, un adiós, irónico y feroz y compasivo, a la España feudal y devota, de fulgor y tinieblas, que junto a Felipe II ha expirado dentro de los muros pétreos y hechizados de El Escorial.

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