Tiempo, lenguaje y destino de una obra impar: Don Quijote de la Mancha (3 de 3)

Última parte de la exposición en la tertulia literaria ‘Letras de la Academia’, celebrada en la Casa de la Academia Dominicana de la Lengua, el 6 de abril de 2013.

Última parte de la exposición en la tertulia literaria ‘Letras de la Academia’, celebrada en la Casa de la Academia Dominicana de la Lengua, el 6 de abril de 2013.Perspectiva del Quijote

Ahora advertimos que, de la mano de Don Quijote, España se encumbra hasta sí misma y reencuentra la ardiente religión del Campeador y la fe numinosa de Fray Luis. Ya prendida de un paladín que es la España infinita luchando por ideales muertos: la España eterna que va impasible a la andanza descabellada y gloriosa.

Pero esta lectura moderna del héroe cervantino es fruto, antes que nada, de la interpretación que hicieran del libro los pensadores del Romanticismo alemán del siglo XIX. Este núcleo (constituido primariamente por Herder, los hermanos Schlegel, Schelling y Hegel) reivindicó la obra a modo de expresión gloriosa del espíritu caballeresco que insuflaba la épica medieval española. Y que, como tal, la novela se erigía en cifra reveladora del ideal romántico y heroico del ser ibérico.

De ahí que Don Quijote venga a nosotros no sólo como personaje de ficción literaria, ya que ha de ser, al mismo tiempo, un mito español, un ideal irónico, la silueta de una concepción del mundo, el origen de un adjetivo laudatorio o descalificativo, el último héroe y el primer antihéroe. El Quijote es más un prototipo que un individuo. Quizás el novelista de Alcalá de Henares soñó a su criatura –tal vez al principio— como una viñeta menos didáctica que jocosa. Pero lo cierto es que agigantó el mundo con una umbría y enigmática parábola: con la hechura de un deseo, de un ensueño.

Desde tal punto podría mirarse a Don Quijote como el sujeto valeroso, enfermo de alma, idealista épico, sublime, fantástico, flaco y maltrecho, producto de siglos de batallas y de sueños exaltados. Y que, al representar uno de los personajes eternos de la biografía humana, caracteriza el mundo ilusorio que España creó, creándose ella al mismo tiempo. Pensemos, así, que existe el Quijote de la literatura, el de Cervantes, pero creamos que también perdura el Quijote de la vida, del alma, de lo eterno: el Quijote de la humanidad. Cual Prometeo extraviado, fútil, que no atina en sus empeños. Justiciero instintivo, sencillo, ascético, alucinado y profético, que haría decir al Libertador Simón Bolívar: “En este mundo, los tres imbéciles más grandes hemos sido Jesucristo, Don Quijote y yo.”

En el extremo opuesto, Sancho, proclama Miguel de Unamuno, viene a ser la otra mitad de Don Quijote, como éste es la otra mitad de aquel. Ambos constituyen ejemplos persistentes de la filosofía de la vida. Uno, el soñador indomable, excelso, deslumbrado; el otro, el aldeano sensato, materialista y vulgar. Pero Sancho y Don Quijote devienen víctimas de una fusión rara y mordaz. El rudo escudero se hace de las locuras y fantasías del ideal quijotesco.

El caballero andante, de su lado, asimila porciones del sentido común que le transmite su palurdo escudero. A través de Sancho y Don Quijote, desde el espíritu de su pueblo, Cervantes mira en lontananza el alma de la humanidad entera.

El lenguaje del Quijote

Uno de los rasgos claves de la novela moderna es la polifonía, la disolución, en una suma de voces, del único y todopoderoso narrador omnisciente de la novela decimonónica. Similar a la invención de un relator ubicuo, universal, el tiempo novelesco es también un artificio, una ficción que no reproduce ni guarda vínculo alguno con el decurso real en que acontece la narrativa.

Pero más de doscientos años antes de las hazañas novelescas del siglo XIX, ya Cervantes ha superpuesto y atravesado las voces, los planos y los sucesos del relato. Él, de algún modo, los revuelve, los altera, los dilata, los contrae –rasgos que visiblemente se acentúan en la segunda parte del libro–, como quien dispusiera la fundación de espacios y seres y palabras con un quimérico soplido que, de repente, se deshace en el pasmoso y extático palabrerío de aquella fábula infinita.

El Quijote, asimismo, es una antología de todas las formas literarias conocidas en su época. Encontramos en él alusiones a poesías burlescas o madrigalescas; a novelas trágicas, patéticas y románticas; además de crítica literaria, reseñas y juicios sobre géneros y obras, narrativa y poemas pastorales. A veces, las ideas están expresadas en forma de parodia o como colección de varias lecciones. Hay parrafadas retóricas sobre temas usuales: la edad de oro, la pobreza, el buen gobierno, el matrimonio, la superioridad de las armas o de las letras. Todo aquello, en última instancia, como parte de un repertorio de tópicos del Medievo y del paradigma humanístico.

Y, sorprendentemente, toda esta espesura que repuja e hincha el libro se reduce apenas a la historia de dos vagabundos y de algunos  viajes. Este esquema del viaje, entonces, liga el Quijote a muchos de los libros predilectos de la humanidad: La Odisea, La Eneida, La Divina Comedia; y luego, Gulliver, Robinson Crusoe, Simbad, Las cartas persas, Fausto, Las almas muertas.

Al referirse al lenguaje de Cervantes, el gran poeta Antonio Machado expresó: “Para mí, el Quijote es, en primer término, un libro español; en segundo término, un problema apenas planteado o, si queréis, un misterio. Fue Cervantes, ante todo, un gran pescador de lenguaje, de lenguaje vivo, hablado y escrito; a grandes redadas aprisionó Cervantes enorme cantidad de lengua hecha, es decir, que contenía ya una expresión acabada de la mentalidad de un pueblo. El material con que Cervantes trabaja, el elemento simple de su obra, no es el vocablo, sino el refrán, el proverbio, la frase hecha, el donaire, la anécdota, el modismo, el lugar corriente, la lengua popular, en suma.”

El destino de esta creación impar

¿Cuál será, acaso, la suerte de este libro que por más de 400 años ha perdurado en el corazón de los humanos? ¿Qué hacer, entonces, a fin de perpetuar su legado de sabiduría y de belleza, su insustituible percepción acerca de la índole y del sueño de todos los hombres en todos los tiempos? Sólo se me ocurre traer aquí una de las frases más repetidas en el Quijote: “Todo podría ser”.

Tal vez una fórmula apropiada sería la de educarnos para olvidar a Don Quijote, como propuso hace algunos años el filósofo español Fernando Savater.
O, quizás, la de soñar con él, con el Quijote, como Thomas Mann en su travesía marítima. Y hablarle y notar que tiene otro aspecto distinto al de los dibujos. Que lleva un bigote grueso y enmarañado, con la frente alta y huida. Y bajo las cejas, asimismo enredadas, unos ojos grises, casi ciegos. Y hasta escucharle decir, con voz calmada: no soy el Caballero de los Leones, soy simplemente Zaratustra.

O, a lo mejor, se nos ocurra pensar en la razón del gran Fiodor Dostoievski, cuando expresaba: “Yo no sé lo que les enseñan hoy a los jóvenes como literatura, pero el estudio de Don Quijote, uno de los libros más geniales y también de los más tristes que haya producido el genio humano, es muy capaz de educar la inteligencia de un adolescente. Verá allí, entre otras cosas, que las más hermosas cualidades del hombre pueden llegar a ser inútiles, si el que las posee no sabe penetrar el sentido verdadero de las cosas, y hallar la ‘palabra nueva’ que debe pronunciar.”

Nuevamente lo diré con la frase del hidalgo: “Todo podría ser.”
En cuanto a mí concierne, bástame el creer en las palabras de Vladimir Nabokov en su lección sobre “Victorias y derrotas” de las “Lectures on Don Quixote”: “Don Quijote es más grande hoy de lo que era en el vientre de Cervantes. Ha cabalgado durante más de trescientos cincuenta años a través de junglas y tundras del pensamiento humano y ha ganado en vitalidad y estatura. Ya no nos reímos de él. Su blasón es la piedad, su pendón es la belleza. Permanece en todo lo que es amable, lejano, puro, desprendido y galante. La parodia se ha hecho parangón.”

Al final de esta conversación debo insinuar que alguien, en algún tiempo y en un lugar de cuyo nombre no quiero acordarme, imaginó que Cervantes y Shakespeare eran el mismo personaje. Que las prisiones y deudas y combates de Cervantes fueron tan sólo mentiras que le permitieron disfrazarse de Shakespeare y escribir su obra de teatro en Inglaterra. En tanto que el comediante Shakespeare, el hombre de los mil rostros, escribía el Quijote en España. Esa discordancia entre fechas reales y los días imaginarios de una muerte común permitió al espíritu de Cervantes trasladarse a Londres, a tiempo para volver a morir en el cuerpo de Shakespeare.

He de advertir, de tal suerte, que no afirmo ni rechazo el azar de que Shakespeare y Cervantes fuesen sólo un individuo. Como ha dicho el propio Quijote: “Todo podría ser”… “Todo podría ser”.

Aunque de otras nociones sí que estoy enteramente persuadido. Digamos que sé, sin asomo de duda, que nadie será el mismo después de asomarse a esos papeles hechizados que Cervantes nos trajo hace más de cuatro siglos. Páginas, aquellas, que han desentrañado nuestras intuiciones de la vida y del sueño y de la devoción. Pliegos, ésos, que cada día nos iluminan, desde lo más alto, y nos ayudan a escrutar los enigmas del ser y del estar entre los hombres.

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