Transgresores

A Lewis Caroll y su Jabberwocky. Existieron antes y aún se les ve por las calles. Nada de seres marginales; tan sólo individuos que atrapan la realidad con enfurecido celo de rapsodas. Desean modificar las cosas, trocarlas, mudar los sueños,…

A Lewis Caroll y su Jabberwocky.

Existieron antes y aún se les ve por las calles. Nada de seres marginales; tan sólo individuos que atrapan la realidad con enfurecido celo de rapsodas. Desean modificar las cosas, trocarlas, mudar los sueños, pasar la hoja.

Ya hace más de un siglo que Rimbaud y Marx quisieron cambiar al hombre y cambiar el mundo. Lewis Caroll y su navaja de palabras hicieron hilachas con el cortinaje de la razón. Asomado a un canuto lleno de ínfimos espejos triangulares, Pablo Picasso enmendó la línea y el sentido de todo cuanto existe.
Los transgresores no mueren. No se ocultan ni desaparecen. Como la energía, apenas se transforman. Son una raza los transgresores. Son una diáfana casta imprescindible.

Es la intimidad, animal…

Cuelga hoy en Santo Domingo una curiosa muestra de dibujos y grabados: “Intimidad animal”. Desde una traza ontológica quizá distinta de la que guía al mexicano Francisco Toledo, dos muchachos de aquí (Luis Hidalgo y Jonathan Báez) proyectan, con desenfreno riguroso e intenso, esbozos de animales imposibles que se atraviesan en la iconografía de un vodevil decrépito y furtivo (acaso otra escritura del bestiario).

Serán hembras tiránicas y rollizas (en dibujos de Hidalgo) las que transcriban aquí (con antifaces y pistolas) unos códigos sibilinos que Sade/Masoch jamás habrían soñado grabar sobre la rozagante topografía carnal de las ‘demoiselles’ de Peter Paul Rubens. Y nos parecerán residuos de un sueño ancestral aquellos caracteres bestiales (en óleos y grabados de Báez), así emergidos de la hondura del inconsciente y del instinto.

Con algo en las manos que, de algún modo, podría entenderse como presagio de agudezas y exudaciones estéticas post-Botero, lo cierto es que estos chicos abrieron troneras al muro de nuestras supersticiones canónicas. Han traspasado, de lado a lado, el grosor de esa muralla que, con eficacia, nos aísla de incontables certezas, a la vez que nos confina a un cepo mental repleto sólo de pedestres ofuscaciones.

Por atrevidos, por certeros, celebro la apertura de estos tragaluces de tan merecida libertad.

La suerte buena de llamarse Colombo

¿Será un humorista o, cuando poco, un burlón que a nada ni a nadie reverencia, que ante nada ni ante nadie se prosterna? ¿O será, tal vez, un encubierto filósofo practicante de la más oscura patafísica sideral? ¿O acaso un cínico, cuyos balbuceos y divagaciones destripan nuestras más vergonzosas interioridades? ¿Qué contiene, qué habrá en el lenguaje de este impugnante audaz e irreverente, que por más de 25 años (y mucho más de seis mil de los ‘Minutos’) ha hundido su dedo picudo en nuestros ojos, recién abiertos frente a la primera taza de café? ¿De qué Colombo podríamos hablar, a cuál de sus cifras apelar en este espacio?

Sólo sé que Ramón Colombo es un rosca-izquierda (con ojos avispados y escudriñadores) en quien el oficio de periodista nunca deja nada que desear. Satiriza contra el poder establecido, hace parodia de las cosas habituales, crea farsas ceremoniales para representar el engaño, tanto como apela a lo grotesco cuando en lo serio y lo risible reclama la misma sonrisa de alegría y de temor. Cabal prosista, con cicatrices de poeta, salta en él la ‘greguería’ pintada de sarcasmo, la realidad armada de ‘jitanjáforas’.

Una vez dije:

“Sepan ustedes que Colombo es hombre de mar y de adjetivos. Varón de epítetos y borrascas. Cristiano bueno para el halago, el homenaje, la bendición de formas y solemnidades. Es mi aliado y, cascado yo por la pena, acabo de escribirle una carta. Claro, el correo no trabaja en estos días melancólicos, por lo cual apelé al viejo recurso de la botella flotante. Un espeso botellón, bien tapado, en cuyo interior irá el manuscrito. Cuestión, nada más, de lanzarlo al mar Caribe, que la corriente y la brisa hacen el resto. Aguardar, luego, tres o cuatro abriles hasta que el frasco encalle en las dunas ardientes de Jamaica”.

“Ayer, al caer la tarde, lancé la botella. Aproveché una ola magnífica y tiré con todas mis fuerzas. Pude ver la vasija cuando iniciaba el fatigoso trayecto. Se columpiaba, se hundía, reaparecía, y poco a poco ganaba distancia. Al cabo de media hora perdióse en la espumante lejanía, como si un invisible cordelillo tirara de ella desde el horizonte. Pero las botellas mensajeras no siempre llegan a su destino. El océano las manosea, las hechiza, las adormece de azul y de sosiego. Y suavemente extraviadas, en aquella anchura de gaviotas y confines, casi nunca acuden a la cita”.

Pero Colombo sí llegó puntualmente a su cita. Está presente en ella desde que abrió los ojos y entendió los primeros trozos de la vida. Por eso escribió las verdades, las cosas ciertas, las esencias del sueño y de la dureza del vivir. Nunca faltó al encuentro con su tiempo ni con sus ardores.

Según los diálogos platónicos, el escribir no pasa de ser una diversión. Como un accidente del lenguaje, la escritura pudo o no haber sido: el lenguaje existe sin ella. La palabra (humo de la boca en el jeroglífico chino) quiere deshacerse en el aire: se la lleva la brisa. ‘Verba volant, scripta manent’: las palabras vuelan, pero los escritos permanecen. Claro que sí: como pruebas, como testimonios, como sentencias, como miradas que no se extinguen.

En estas moléculas periodísticas, briznas de inteligencia y de agudeza, sobresale la garra del periodista tanto como la intuición mágica del vate. Ramón Colombo es un viejo, entrañable e irrepetible prodigio de nuestro periodismo. Pienso que una antología de los ‘Minutos’ escritos por él –materia bronca, reacia, humana, vital— nos servirá para escarbar en la íntima antropología del dominicano de este tiempo. Necesitamos recuperar esas partículas de nuestra vida, empedernidas de perspicacia y de coraje, que retornan ahora de la mano de unas frases -cual navío de Pantagruel, vadeando los mares glaciales en la buena estación— que el tiempo guardaba en los arrinconados linderos de la memoria.

Prólogo en la primera edición del libro ‘Un Minuto’ de Ramón Colombo.
(Leído en la plazoleta de las Cuevas de Santa Ana durante la fiesta del
nacimiento de la obra, una noche de enero del 2009).

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