Una historia de religión y amores románticos

Cantares de amor Como introducción a este trozo de prosa poética, que entrego hoy, me parece que es oportuno recordar en primer lugar aquellos pensamientos que traje en mi libro “El más bello de los poemas”, primera…

Cantares de amor

Como introducción a este trozo de prosa poética, que entrego hoy, me parece que es oportuno recordar en primer lugar aquellos pensamientos que traje en mi libro “El más bello de los poemas”, primera edición, pág. 22:
“Mis cánticos de amor se sitúan en la misma línea o género del Cantar de los Cantares: se refieren, al mismo tiempo, al amor humano, al amor entre el hombre y la mujer en cualquiera de sus vertientes, a las relaciones de Cristo con su Iglesia, a la unión de las almas con el Dios de amor, a los afectos esponsales de un pastor y su rebaño, del sacerdote con la Iglesia.
Son humanos y sagrados; gratuitos, como la poesía, porque el amor es una llamarada divina que no se puede comprar con dinero (Cantar de los Cantares, 8, 6-7).

¿Quién podrá comprenderlo?
el hombre de puro corazón
y manos limpias:
ese subirá al monte del Señor
y comprenderá
los cantos del amado a su amada
y el Cantar de los Cantares.”
El poema más bello
También creo útil citar aquí la pequeña pieza literaria traída en el libro aludido más arriba en su página 34:
“El poema más hermoso, el más grande de los poemas, es aquel que canta el amor entre Dios y el ser humano con un lenguaje de amor humano, con un lenguaje de novios, de esposos ardientemente enamorados.

Cantaré para ti, Señor,
Cantos de un novio para una novia.
Proclamaré ante ti los poemas
de un amado hacia su amada.
Te miraré, Señor,
solamente con los ojos
limpios de un enamorado fiel.”
La historia que traigo hoy
Te contaré una historia de religión y amores románticos, que se tornan un cantar, un poema. Cristo es marido de una sola mujer: la Iglesia. Se unió a una esposa insignificante y débil, haciendo de esta esclava una reina y colocando a la que estaba bajo sus pies a su mismo lado. Por eso, entra ella, la novia, la Iglesia, la reina, toda espléndida, con vestidos recamados con oro de Ofir, con sus brocados es llevada ante el Rey. Vírgenes tras ella, compañeras suyas, donde Él son introducidas; entre alborozo y regocijo, avanzan, al entrar en el palacio del Rey. Desde hoy, tendrá hijos, príncipes serán sobre toda la tierra.
De allí que ella exclama: “Desbordo de gozo con el Señor y me alegro con mi Dios, porque me ha vestido un traje de gala y me ha envuelto en un manto de triunfo, como novia que se adorna con sus joyas”.

Ya desde los inicios, yendo hacia atrás a lo largo de millones de años, Dios estableció que el hombre dejara a su padre y a su madre, se uniera a su mujer y fueran los dos una sola carne. Por lo tanto, no debe separar el hombre lo que Dios ha unido. Gran misterio es éste: pero yo lo refiero a Cristo y a la Iglesia, dijo Pablo. Desde entonces, pues, todo es común entre el esposo y la esposa casados y entre Cristo y la Iglesia.

“El esposo, por tanto, que es uno con el Padre y uno con la esposa, destruyó aquello que había hallado menos santo en su esposa y lo clavó en la cruz, llevando al leño sus pecados y destruyéndolos por medio del madero. Lo que por naturaleza pertenecía a la esposa y era propio de ella lo asumió y se lo revistió, lo que era divino y pertenecía a su propia naturaleza lo comunicó a su esposa. Suprimió, en efecto, lo diabólico, asumió lo humano y le comunicó lo divino, para que así, entre la esposa y el esposo, todo fuera común. Por ello, el que no cometió pecado ni le encontraron engaño en su boca pudo decir: Misericordia, Señor, que desfallezco. De esta manera participa él en la debilidad y en el llanto de su esposa y todo resulta común entre el esposo y la esposa, incluso el honor de recibir la confesión y el poder de perdonar los pecados; por ello dice: Ve a presentarte al sacerdote”.

Así, Cristo, como cada esposo, hace lo que la esposa quiere y la complace en todo, menos en aquello que a ella no le conviene. En sus relaciones y trato personal se repite con frecuencia el diálogo que Él tuvo en la Boda de Caná de Galilea, con la mujer, María, al quedarse sin vino, por haberse acabado el de la boda.

Dice ella: – No tienen vino.
Responde Él:- ¿Qué a mí y a ti, mujer? Todavía no me ha llegado mi hora.
Pero ella dijo a los sirvientes:- “Hagan lo que él les diga”.
Y él mandó: “Llenen las tinajas de agua”.

Eran seis, de unos cien litros cada una, y las transformó, las seis tinajas y los cien litros, en el más excelente de los vinos, como si fuera el vino de sus propias bodas con la Iglesia. La alegría invadió toda la fiesta.
En unas bodas Él, Cristo, pues, hizo su primer milagro, sin tenerlo programado. Ella, la Mujer, María o la Iglesia, como se quiera decir, adelantó su hora. La quiere complacer en todo.

Cristo es un esposo enteramente fiel, sin adulterios ni coqueterías con mujer alguna. Su matrimonio con la Iglesia es el matrimonio más longevo, que se conoce: mas de 2,000 años de fiel matrimonio. No ha habido, pues, ni habrá unas bodas más largas que éstas. Rompieron todo récord posible. Ya no hay nombre posible para designar sus aniversarios: porque ya no son bodas de plata, oro o diamantes. Son milenarias.

Ella, la Iglesia, siempre ha sido fiel, igualmente. Por eso se la llama la “Iglesia Virgen”, “Virgen y Madre”, porque su corazón le ha sido enteramente virgen, enteramente fiel, a lo largo de los siglos: nunca se ha ido detrás de otros dioses. Su mente ha estado también totalmente centrada en Él: nunca le ha fallado en su doctrina. El cuerpo entero de la Iglesia ha sido siempre de Él, de Cristo. Aunque, a decir verdad, algunos miembros le han fallado. Así, por ejemplo, sus ojos los ha puesto, a veces, en amantes pasajeros; y sus manos, también, han sido impuras, tocando objetos y personas, que no se referían a su Esposo. Mas Cristo amó a la Iglesia de tal manera que se entregó a sí mismo por ella para santificarla, purificándola mediante el baño del agua, en virtud de la palabra, y presentándola resplandeciente a sí mismo, sin que tenga mancha ni arruga ni cosa parecida, sino que sea santa e inmaculada. Porque Él y la Iglesia, los dos, son una sola carne, como Adán y Eva, como los casados; y nadie aborreció jamás su propia carne y la cuida con cariño y la purifica, precisamente como hace Cristo con la Iglesia.

De ahí que Él le dice en el Cantar de los Cantares: “Levántate, amada mía, preciosa mía y ven. Mira, el invierno ya ha pasado, las lluvias han cesado, se han ido. Brotan flores en el campo, llega el tiempo de los cantos, el arrullo de la tórtola se oye en nuestra tierra. Levántate, amada mía, hermosa mía y ven. Paloma mía, en las grietas de las rocas, en el escondrijo escarpado, déjame ver tu figura, déjame escuchar tu voz. Es tan fascinante tu figura”.

Ella, la Iglesia, le responde: -Mi amado es para mí y yo soy para mi amado.

Nota Bibliográfica:
Inspirado en Génesis 2, 18-25; Salmo 45 (44); Isaías 61, 10; Cantar de los Cantares 2, 10-16; Isaías 61, 10; Juan 2, 1-2; Efesios 5, 21-33; y Sermón Once del Beato Isaac, Abad del Monasterio de Stella.

CERTIFICO que mi trabajo Una historia de religión y amores románticos lo dediqué con cariño y admiración a la VII Tertulia Literaria “Una Poesía para Dios”, tenida el 8 de octubre 2015, en el Centro Bellarmino, Santiago.

DOY FE, en Santiago de los Caballeros, a los doce (12) días del mes de octubre del Año del Señor dos mil quince (2015).

Posted in Sin categoría

Más de

Más leídas de

Las Más leídas