La forma en que en las últimas dos semanas se ha desencadenado una nueva oleada de violencia criminal y delictiva parecería una secuencia cíclica de las tantas registradas en el país, si no fuera por el carácter horrendo, abominable y de barbarie que prevalece esta vez en la mayoría de los hechos.
Aparte de la impunidad y del descontrol con que se mueven muchos vándalos, rateros y asaltantes que cometen todo género de tropelías, parecería que el diablo anda suelto por la ocurrencia de más feminicidios y de otros episodios sangrientos y mortales en el seno de algunas familias.
En lugar de cuidarse entre sí y de mantener una firme solidaridad, siguiendo el predicamento y las enseñanzas para una efectiva unidad fraterna, algunos hermanos dirimen sus disputas y diferencias mediante mortíferos lances.
Sólo bajo una influencia demoníaca o de demencia extrema puede haberse producido un suceso que por su naturaleza ha estremecido la conciencia nacional: el estrangulamiento en Moca de dos niños, nada menos que a manos de su progenitor.
¿Fuera de las espeluznantes características de estos violentos eventos, de sus circunstancias y motivaciones propias en cada caso, habría que hacer un esfuerzo para hurgar en los entresijos de la degradación social en que se incuban odios, frustraciones y malquerencias?
Ante los hechos propiamente generados por la delincuencia común, siempre hay manera de endurecer e intensificar la lucha contra el crimen, ¿pero de qué manera se podría prevenir la violencia intrafamiliar que tantas muertes y tragedias ha producido en los últimos días?
Es obvio, como hemos señalado en otras oportunidades, que este tipo de violencia tiene su origen en la crisis de la familia y que se requiere un reforzamiento de la labor orientadora de las iglesias y de las entidades laicas que promueven la concordia.