La nariz

Recuerdo que a un gobernador del Banco Central se le perdieron una vez, hace ya muchos años, unos lingotes de oro que nunca aparecieron. Recuerdo que una vez se perdió una playa en una bahía de las águilas. Recuerdo que muchas veces desaparecieron&#82

Recuerdo que a un gobernador del Banco Central se le perdieron una vez, hace ya muchos años, unos lingotes de oro que nunca aparecieron. Recuerdo que una vez se perdió una playa en una bahía de las águilas. Recuerdo que muchas veces desaparecieron entre las uñas de secretarios o ministros civiles y militares una buena parte de la sierra, una industria tabacalera, una o varias flotilla de autobuses, una compañía de aviación, una corporación entera de electricidad, una “barquita”. Recuerdo que a un siniestro personaje se le perdió un alijo de drogas confiscado a narcotraficantes y se perdió de paso el siniestro personaje.

Recuerdo que, en general, a los ministros o secretarios (os/as) se les pierden, extravían o desaparecen centenares de millones y que ahora mismo estamos en riesgo de perder la cancillería. Recuerdo también que, en el colmo de los colmos, un diligente funcionario se apuntó con una pistola a la cabeza y se despojó de todo el dinero que le habían confiado.

Recuerdo que a un gobernante luciferino se le perdían o desaparecían sindicalistas, oposicionistas, periodistas y profesores universitarios como los inolvidables Orlando y Narcisazo. Recuerdo que a otro insólito gobernante se le perdió la cabeza o llegó al gobierno sin ella y en su lugar le pusieron un ñame.

Lo que no recuerdo, no puedo recordar, es que a ningún presidente o funcionario se le haya perdido la nariz. Eso solo sucede o sucedía en la Rusia de Gógol, por lo menos en la Rusia de las “Historias de San Petersburgo” para ser más preciso.

Y sí, le sucedió al mayor Kovaliov, ‘el asesor colegiado’ y la encontró, horrorizado, el barbero Iván Yákovlevich. Allá, en la Rusia de Gógol, se perdían pero también encontraban ciertas cosas, por más extraño que parezca:

“En marzo, el día 25, sucedió en San Petersburgo un hecho de lo más insólito. El barbero Iván Yákovlevich, domiciliado en la Avenida Voznesenski se despertó bastante temprano y notó que olía a pan caliente. Al incorporarse un poco en el lecho vio que su esposa, señora muy respetable y gran amante del café, estaba sacando del horno unos panecillos recién cocidos.

“-Hoy no tomaré café, Praskovia Osipovna -anunció Iván Yákovlevich-. Lo que sí me apetece es un panecillo caliente con cebolla.

“(La verdad es que a Iván Yákovlevich le apetecían ambas cosas, pero sabía que era totalmente imposible pedir las dos a la vez, pues a Praskovia Osipovna no le gustaban nada tales caprichos.)

“Por aquello del decoro, Iván Yákovlevich endosó su frac encima del camisón de dormir, se sentó a la mesa provisto de sal y dos cebollas, empuñó un cuchillo y se puso a cortar el panecillo con aire solemne. Cuando lo hubo cortado en dos se fijó en una de las mitades y, muy sorprendido, descubrió un cuerpo blanquecino entre la miga. Iván Yákovlevich lo tanteó con cuidado, valiéndose del cuchillo, y lo palpó. ‘¡Está duro! -se dijo para sus adentros-. ¿Qué podrá ser?’.

“Metió dos dedos y sacó… ¡una nariz! Iván Yákovlevich estaba pasmado. Se restregó los ojos, volvió a palpar aquel objeto: nada, que era una nariz. ¡Una nariz! Y, además, parecía ser la de algún conocido. El horror se pintó en el rostro de Iván Yákovlevich. Sin embargo, aquel horror no era nada, comparado con la indignación que se adueñó de su esposa.

“-¿Dónde has cortado esa nariz, so fiera? -gritó con ira-. ¡Bribón! ¡Borracho! Yo misma daré parte de ti a la policía. ¡Habrase visto, el bribón! Claro, así he oído yo quejarse ya a tres parroquianos. Dicen que, cuando los afeitas, les pegas tales tirones de narices que ni saben cómo no te quedas con ellas entre los dedos.

“Mientras tanto, Iván Yákovlevich parecía más muerto que vivo. Acababa de darse cuenta de que aquella nariz era nada menos que la del asesor colegiado Kovaliov, a quien afeitaba los miércoles y los domingos”.

El dueño o titular de la nariz, por su parte, se sintió mucho peor al realizar el macabro descubrimiento:

El asesor colegiado Kovaliov se despertó bastante temprano y resopló –‘brrr…’-, cosa que hacía siempre al despertarse, aunque ni él mismo habría podido explicar por qué razón. Kovaliov se desperezó y pidió un espejo pequeño que había encima de la mesa. Quería verse un granito que le había salido la noche anterior en la nariz. Y entonces, para gran asombro suyo, en el lugar de su nariz descubrió una superficie totalmente lisa. Mandó que le trajeran agua y se frotó los ojos con una toalla húmeda: ¡nada, que no estaba la nariz! Comenzó a palparse, preguntándose si estaría dormido. Pero, no; no era una figuración. El asesor colegiado Kovaliov se tiró precipitadamente de la cama, sacudiendo la cabeza con preocupación: ¡no tenía nariz! Pidió su ropa al instante y partió como una flecha a ver al jefe de policía”.

Kovaliov era un tipo atildado y coqueto, andaba siempre cubierto de joyas, vestía ropas finas y estaba pensando en casarse con una mujer adinerada, pero la desaparición de la nariz estropeaba momentáneamente todos sus planes:

“El mayor Kovaliov tenía el hábito de pasear todos los días por la Avenida Nevski. Llevaba siempre el cuello de la pechera muy limpio y almidonado. Sus patillas eran como las que todavía usan los agrimensores provinciales y comarcales, los arquitectos y los médicos de regimiento, igual que los funcionarios de policía y, en general, todos esos caballeros de mejillas rubicundas y sonrosadas que suelen jugar muy bien al boston: son unas patillas que bajan hasta media cara y llegan en línea recta a la misma nariz. El mayor Kovaliov lucía multitud de dijes, unos de cornalina, otros con escudos labrados y también de los que llevan grabadas las palabras miércoles, jueves, lunes, etc. El mayor Kovaliov había viajado a San Petersburgo para ciertos menesteres consistentes en buscar un acomodo a tenor con su rango: un nombramiento de vicegobernador, si lo conseguía, o, en todo caso, el de ejecutor en algún Departamento de fuste. El mayor Kovaliov tampoco estaba en contra de casarse, pero sólo en el caso de que acompañara a la novia un capital de doscientos mil rublos. Por todo lo cual podrá comprender ahora el lector el estado de ánimo de este mayor al descubrir un estúpido espacio plano y liso en lugar de su nariz, que no era nada fea ni desproporcionada.

“Para colmo de males, no aparecía ni un solo coche de punto por la calle, y el mayor tuvo que caminar a pie, embozado en su capa y cubriéndose la cara con un pañuelo como si fuera sangrando. ‘Pero, bueno, ¿no será esto una figuración mía? Es imposible que una nariz se extravíe así, estúpidamente’, pensó, y entró en una pastelería, con el solo fin de mirarse al espejo. Por fortuna, no había parroquianos en el establecimiento.

Unos chicuelos barrían el local y ordenaban los asientos mientras otros, con ojos de sueño, sacaban bandejas de pastelillos recién hechos; sobre las mesas y las sillas andaban tirados periódicos de la víspera manchados de café. ‘¡Menos mal que no hay nadie! -se dijo Kovaliov-. Ahora podré mirarme.’ Se acercó tímidamente al espejo y miró. ‘Pero, ¿qué demonios de porquería es ésta? -profirió soltando un salivazo-. ¡Si por lo menos hubiera algo en lugar de la nariz!… ¡Pero, es que no hay nada!’”

Todo lo anterior no deja de ser trágico o por lo menos dramático, aunque parezca un cuento cómico, pero estoy seguro de que muchos preferirían que a nuestros funcionarios y mandatarios se les perdieran cosas como estas y no el país entero, como lo estamos perdiendo. Como se están perdiendo o se perdieron al parecer para siempre la vergüenza, la honestidad, el decoro de este país en el mundo.

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