Principios para una nueva fiscalidad

El tema fiscal ha retornado a la palestra pública. Ha aparecido de una manera sorpresiva de boca del presidente y candidato Danilo Medina quien respondió a oportunas y necesarias preguntas sobre cuestiones relacionadas. Sorprende que, a pesar del…

El tema fiscal ha retornado a la palestra pública. Ha aparecido de una manera sorpresiva de boca del presidente y candidato Danilo Medina quien respondió a oportunas y necesarias preguntas sobre cuestiones relacionadas. Sorprende que, a pesar del contexto electoral, sus respuestas hayan sido escuetas, pero relativamente directas y francas. Pero más importante aún es que, antes que esquivar el tema para no ahuyentar votos, habló de la necesidad de abocarse a discutir un nuevo arreglo fiscal, tal como lo manda la Estrategia Nacional de Desarrollo (END), y lo hizo sin que se avecine una crisis inminente que obligue a tomar medidas urgentes.

Distinto a 2012 cuando el compromiso con un aumento súbito del gasto en educación y el aumento del pago de intereses programado para 2013 pusieron a las finanzas públicas en una situación inmediata difícil que empujó al Gobierno a buscar la aprobación de un paquete tributario, en este momento, no hay una situación apremiante. Hay, ciertamente, un creciente pero lento estrangulamiento del gasto primario, pero no una crisis perentoria. El gasto primario es el gasto efectivo que hace el Gobierno en la economía, el cual ha venido reduciéndose porque el peso de la deuda ha venido creciendo continuamente. Mientras en 2014 el gasto primario fue equivalente a 15.1% del PIB, en 2016 se prevé que terminará siendo de 14.1%.

La puesta en debate del tema debe motivar dos cosas. Primero a insistir y recordar que el Pacto Fiscal no es una negociación sobre un paquete tributario sino algo mucho más amplio que abarca, primero y antes que todo, una redefinición del gasto público, lo cual, en el fondo supone una discusión y un acuerdo sobre el Estado que queremos. La discusión debe girar en torno a cuáles cosas queremos que el Estado financie más y cuáles menos, y también sobre cómo queremos que gaste, es decir, el marco de transparencia y rendición de cuentas. Hay que definir cuanto queremos que se gaste en educación, en salud y seguridad social, en seguridad y justicia, en medioambiente, y en infraestructura. También en agua y saneamiento, en vivienda, en electricidad y en el servicio exterior. Más aún, en cada uno de estos temas, qué específicamente queremos que el Estado haga, y como eso se complementa con lo que pueda hacer el resto de la sociedad desde las organizaciones ciudadanas, el sector privado, las comunidades y las personas. Esto debe llevar a tener alguna idea de cuántos recursos necesitamos que el Estado capture para acometer las responsabilidades que le asignamos.

Segundo, a tener muy presente que a partir de ahí habrá que convenir en el cómo queremos que el Estado financie lo que hemos acordado que le toca en ese esfuerzo colectivo. Este es el tema tributario. Y en este punto, vale recordar tres principios que deberían guiar la reestructuración tributaria. El primero es la suficiencia y la sostenibilidad. Los recursos que generen los cambios tributarios tienen que ser suficientes para pagar por lo acordado, de tal forma que el proyecto sea sostenible, en un contexto en el que habrá además que ir desmontando el déficit público y aliviando el peso de la deuda. La sostenibilidad es crítica si queremos evitar la frustración colectiva y reducir el riesgo de crisis.

El segundo es la equidad. Aunque la responsabilidad fundamental del fisco en materia de equidad reside en el gasto porque es el que permite, a través de intervenciones públicas, fortalecer las capacidades de las personas con desventaja de oportunidades y derrumbar las barreras que impiden a muchos su aprovechamiento, los impuestos también deben contribuir. Esto supone empezar a hacer migrar el sistema tributario desde uno con un fuerte peso en los impuestos indirectos como el ITBIS y los selectivos, que tienden a gravar desmesuradamente a los pobres, hacia otro que ponga peso en los impuestos sobres los ingresos y el patrimonio. Además de más equitativos, son impuestos menos distorsionantes porque modifican menos los precios debido a que no se pueden traspasar. Esto no tiene que significar necesariamente aumentos de tasas sino más que nada mucho mayor efectividad recaudadora porque la evidencia de un elevado nivel de elusión es fuerte, y más racionalidad en las exenciones. Lo que se recauda por impuesto sobre la renta de personas no asalariadas y por impuestos a la propiedad es vergonzoso. Ambos sumados apenas superan el 7% de los ingresos tributarios, y una buena parte de los segundos es por impuestos a las transferencias patrimoniales.

El tercero es la eficiencia. Además de la equidad, el sistema tributario debe buscar ser lo menos oneroso posible sobre las unidades productivas. Esto supone un tratamiento diferenciado para pequeños negocios y empresas nacientes, e impuestos que no encarezcan la producción.

Lo anterior no significa que el proceso de discusión debe seguir un patrón rígido, pero tiene necesariamente que empezar por la cuestión del gasto porque conocer cuántos recursos necesitamos es lo primero, para luego ir “dialogando” paulatinamente con los temas de impuestos, que permitirían ir tanteando sobre lo posible.

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