Marcial Lafuente Estefanía divisó a lo lejos al muchacho que caminaba en dirección al rancho con pasos torcidos. Traía la silla de montar al hombro y a medida que se fue acercando pudo ver que estaba flaco, débil, esmirriado. En algún lugar del desierto había perdido la montura y parecía a punto de colapsar mientras avanzaba con un andar cada vez más vacilante hacia el pozo.

Por un momento le pareció que no iba a poder llegar y Marcial Lafuente

Estefanía fue a su encuentro y le pasó la cantimplora.

El muchacho la agarró torpemente, casi con ansiedad.

-Al paso- le dijo Marcial Lafuente Estefanía

Pero el muchacho, que ahora, así de cerca, parecía un joven avejentado, se la llevó a la boca con desesperación y la vació como quien dice de un trago, un solo y largo trago, y la devolvió complacido, con un gesto lánguido y agradecido.

Marcial Lafuente Estefanía observó la cantimplora vacía y la empezó a llenar con agua del pozo. Un pozo de agua salobre con un precario brocal de adobe, que se encontraba casualmente a un costado del rancho, entre unos arbustos despeluzñados que no daban sombra ni frutos. Puros matojos inútiles que nadie había tenido la piedad de arrancar.

Mientras llenaba la cantimplora escuchó un ruido como el de una rana cuando salta al estanque. El muchacho había saciado la sed y ahora se quitaba el calor en el bebedero de los caballos donde se había tirado bocabajo.

Cuando salió del agua se veía más flaco y desvalido a pesar de que en el cinto portaba un enorme cuchillo David Bowie. La silla de montar la había dejado al lado del pozo, junto a un atado muy atado que podía contener cualquier cosa de algún valor para él.
Quizás una muda de ropa, que mucha falta le hacía, pues la que traía puesta se estaba cayendo a pedazos.

-¿Vienes de lejos, muchacho?

-Preguntó Marcial Lafuente Estefanía con un fuerte acento español.

El muchacho miro hacia atrás y señaló en dirección al desierto.
-¿Sólo y desarmado por esas tierras de comancheros y palestinos?

El muchacho puso cara de circunstancias. No parecía entender de qué le hablaba Marcial Lafuente Estefanía.

El español reparó en que el muchacho no había dicho hasta el momento una palabra y le preguntó si tenía nombre.

Me llamo Cisco -dijo el muchacho-. Cisco Kid. Pero me dicen Dallas.

-Yo también tengo nombre -dijo el español-: Marcial Lafuente Estefanía. Me dicen el Mexicano, pero soy español.
En eso vinieron los peones cabalgando en tropel, tirando tiros de borrachos al aire y aullando como lobos hambrientos, con excepción del capataz que era un hombre sobrio y comedido.
Venían de la cantina del pueblo. La única cantina del único pueblo en cincuenta millas a la redonda.

El capataz le dijo a Marcial Lafuente Estefanía que se ocupara de los caballos.

-Mexicano -le dijo-: ocúpate de los caballos y prepara algo de cenar que está haciendo hambre y hará frío.

Mientras desmontaban, uno de los peones, el más borracho de todos, un típico yanqui con cara de judío fundamentalista, se fijó en el muchacho y lo miró con una expresión socarrona y cierto aire de perdonavidas. Hizo como al desgaire un comentario que le pareció gracioso:

-¡Y de dónde salió este muerto vivo!

Los demás se echaron a reír a mandíbula batiente, menos el capataz, que no veía nada bueno en aquella provocación. Cuando amainaron las risas, el mismo típico yanqui con cara de judío fundamentalista le preguntó al muchacho por su nombre y de dónde venía.

El muchacho bajó la cabeza y dió la callada por respuesta.
-Te hice una pregunta, zarrapastroso -dijo el yanqui judío provocador.

Esta vez el muchacho dio la espalda y se agachó junto al pozo a recoger la silla de montar y el atado que había dejado en el lugar minutos antes para seguir su camino hacia Wichita.

El provocador sintió la sangre hervir en las venas y elevó el tono de voz en franca actitud amenazante.

-Te hice una pregunta, gilipollas -dijo con rabia-. Dos preguntas te hice, maldito gilipollas.

Esas últimas palabras causaron descontento entre los compañeros del provocador. Ahora en sus caras se dibujaba una expresión de reproche. El capataz lo miraba de reojo con malos ojos, pero el yanqui judío y provocador no reparaba en ello. La ira lo cegaba más allá de lo prudente y cuando menos se esperaba le echó mano al Colt, un inmenso Colt 45 que portaba al cinto.

-Oye muerto vivo, te estoy hablando -dijo el yanqui judío provocador-: no me des la espalda cuando te hablo.

El muchacho se incorporó y se volvió entonces muy lentamente, lenta y parsimoniosamente, demorando en el trámite, con la cautela de quien se juega la vida, como en efecto se la jugaba, y cuando terminó de dar la vuelta todos vieron con sorpresa que con la mano izquierda en alto sostenía por la punta el enorme cuchillo David Bowie, del cual nunca se separaba. Estaba rígido, concentrado, como la estatua del David de Miguel Ángel, pero en vez de una honda sostenía un cuchillo y a muy corta distancia apuntaba a la cara del típico yanqui provocador y abusador con cara de judío fundamentalista.

Marcial Lafuente Estefanía miró la escena con atención, se la sabía de memoria, la había anticipado cientos de veces, pero nunca se cansaba de verla.

El provocador amartilló el Colt que aún no había sacado de la canana, pero ahora se le habían bajado un poco los humos y se mostraba nervioso e inseguro, a pesar de que tenía al parecer todas las ventajas que proporciona una bala contra un cuchillo.

-Ni siquiera lo intentes -le dijo el capataz al provocador.

El capataz hablaba con un acento parecido al de Marcial Lafuente Estefanía, pero no era español ni mexicano, era de esas tierras ignotas del Caribe, pero no hablaba como caribeño y se llamaba José del Castillo. Vestía extrañamente a la moda, con suma elegancia y pulcritud.

Jose del castillo hablaba pausadamente, pronunciando una palabra tras otra, lentamente, como si temiera que pudieran acabarse y quedarse sin habla. En ese estilo le habló, o mejor dicho aconsejó al provocador. En su juventud había leído infinitas novelas de vaqueros, en especial las de autores españoles, y se conocía todas las circunstancias y desenlaces.

-No lo intentes -le dijo o volvió a decirle al provocador-. Antes de que tengas tiempo de sacar el revolver te van a meter el cuchillo en la frente o entre entre los ojos y no tendrás mas remedio que morirte.

La tensión del ambiente se podía palpar con los dedos y nadie se movía, pero el provocador no desistía, por razones de orgullo, de su actitud y mantenía a todos en vilo. Estaba a punto de cometer el último error de su vida. Intentaría desenfundar su revolver y el enorme cuchillo David Bowie penetraría con la velocidad de un rayo en su frente o en medio de los ojos.

En ese momento la puerta del rancho se abrió con un estrépito descomunal y apareció la patrona, una mujer robusta de armas a tomar, con dos pistolas al cinto. Se llamaba Barbra Streisand, pero todos le decían Doña Bárbara.

-¿Qué está pasando aquí? -preguntó en alta voz y todos se volvieron a mirarla como corderitos y los duelistas depusieron las armas.

En cuanto reparó en las condiciones fisicas del muchacho, Doña Bárbara pegó un grito de compasión.

-¡Pero de dónde vienes, muchacho -le preguntó-. Llévalo a la cocina, Marcial, y dale algo de comer, ¡no ves que está más muerto que vivo…!

Nota: Marcial Lafuente Estefanía (1903-1984) fue el más popular y prolífico escritor español de novelas del oeste y se le considera el máximo representante del género en su lengua. Publicó unas dos mil seiscientas novelas bajo su nombre, aunque algunas fueron escritas por dos de sus hijos y un nieto.

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