Doña Rosita y la justicia

Doña Rosita Fadul fue gobernadora de la provincia de Santiago (1994-1996). Fue honesta. Se ganó la simpatía de la ciudadanía. Eso sí, tenía su forma de proceder, pero siempre pensando en el Bien Común. Lo que más me impresionaba de ella era…

Doña Rosita Fadul fue gobernadora de la provincia de Santiago (1994-1996). Fue honesta. Se ganó la simpatía de la ciudadanía. Eso sí, tenía su forma de proceder, pero siempre pensando en el Bien Común. Lo que más me impresionaba de ella era que en ocasiones sobreponía la justicia a las normas. “Si es justo debe ser bueno”, parecía su consigna.

Si alguien tenía problemas, los resolvía tomando en cuenta la justicia, no necesariamente las reglas formales. En ese orden hizo mucho bien, aunque con sus consecuencias colaterales. Por ejemplo, si se le acercaba una viuda sin trabajo buscando ayuda para que no la desalojaran de su rancho por falta de pago de alquiler, doña Rosita la apoyaba y le decía que se quedara en su vivienda, y hasta llamaba al propietario del inmueble para advertirle. En Santiago valorábamos su conducta. En el año 2005 doña Rosita murió siendo apreciada por todos.

Estoy leyendo “La idea de la justicia”, de Amartya Sen, Premio Nobel de Economía, 1998. Entre sus tantas reflexiones impactantes, una me llamó la atención: “Lord Mansfield, el poderoso magistrado inglés del siglo XVIII, dio un famoso consejo a un gobernador colonial recién nombrado. “Considere lo que usted crea que la justicia demanda y actúe en consecuencia. Pero nunca dé sus razones, pues su decisión será probablemente correcta, pero sus razones serán ciertamente erróneas”.

Aunque parezca agradable para el alma y tentador para el corazón, aplicar la justicia apartando la ley suele resultar complicado. Lo ideal sería la armonía entre justicia y ley. Aquí radica uno de los grandes dilemas para quienes gobiernan, dirigen o son parte del sistema de justicia, sean protagonistas o auxiliares.

Hace tiempo fui juez laboral de los tribunales de la República. Sabía que mi decisión podía ser determinante en la vida de un trabajador y de su familia, o motivo para que un pequeño negocio quebrara, sufriendo así el empleador y todos los que dependían de él. En mis manos estaba el futuro de muchos. Trataba de cumplir mi deber, a sabiendas de que podía equivocarme.

Cuando me llegaba un caso yo debía imponer la ley, que no necesariamente era lo justo, pues a veces un tecnicismo derrumbaba los argumentos de quien yo creía tenía la verdad. ¡Cuántas veces me encontré obligado a condenar a una persona noble e inclinar la balanza a favor de un farsante!

En estos días donde los códigos y la Constitución son el arma de vencidos y vencedores, pienso en doña Rosita Fadul, que para actuar invocaba la justicia en la medida que defendía al prójimo más necesitado, aspecto que, respetando la ley, hace falta para construir una patria mejor.

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