A veces tengo la impresión de que Haití no existe. Que es una metáfora, un espejismo oscuro, una pesadilla que se repite en el corazón mismo del Caribe; apenas a unos metros de playas turquesas, de zonas francas, de cadenas hoteleras donde te sirven piña colada y se baila bachata. Que es un delirio tropical vuelto realidad y que ahora nadie sabe cómo exorcizar. Pero no. Haití existe. Existe en su desolación, en su ruina, en ese espectáculo macabro de un país tomado por bandas criminales que secuestran, violan y asesinan a plena luz del día mientras los noticieros del mundo, si acaso, le dedican treinta segundos de lástima.

Yo lo he visto. No el Haití turístico –ese apenas existe–, sino el otro: el verdadero, el de la miseria sin nombre. Lo vi por primera vez, hace muchos años, desde un jeep que recorría el cordón fronterizo entre Dajabón y Juana Méndez. Lo recuerdo todo: las casuchas de hojalata, los niños descalzos, el olor agrio de la pobreza mezclado con el humo de fogones de leña. Recuerdo también el silencio, un silencio lleno de resignación, como si la esperanza hubiese muerto hace tiempo, y lo único que quedara fuera sobrevivir. ¿Cómo se llega a eso? ¿Cómo un país, una república que fue la primera en abolir la esclavitud y derrotar al ejército napoleónico, acaba convertido en una tierra sin ley, sin Estado, sin alma?

La respuesta no es sencilla. Hay quien prefiere echarle la culpa al colonialismo francés, que dejó una herencia brutal de latifundismo, violencia y aislamiento. Otros señalan a los terremotos, a los huracanes, al infortunio geológico. Algunos más acusan al imperialismo estadounidense, que ocupó el país en 1915 y lo manejó como un protectorado durante casi dos décadas. No les falta razón. Pero si todo se redujera a causas externas, Haití sería un país lleno de excusas, no de cadáveres.

La verdad incómoda es que el pueblo haitiano también ha tenido su cuota de responsabilidad en el desastre. Sus élites –cuando las ha tenido– han sido corruptas, ineptas y a menudo criminales. Su vida política ha oscilado entre el caudillismo militar y la anarquía tribal. En más de dos siglos de independencia, ha habido apenas una docena de años de estabilidad institucional, y ninguno de verdadero desarrollo. ¿Cómo explicar, si no, que cada vez que una misión internacional se retira (la MINUSTAH, por ejemplo) el país regrese al caos con la velocidad de una peste?

Desde el otro lado de la frontera, los dominicanos miran con una mezcla de espanto, condescendencia y hartazgo. ¿Qué se puede hacer con un vecino en ruinas? ¿Cerrar la puerta, construir un muro, mirar hacia otro lado? o, quizás, ¿abrir los brazos, aceptar a los migrantes, cargar con la cruz de una nación ajena? Ninguna opción es buena. La primera, por inhumana. La segunda, por suicida.

Y sin embargo, la realidad no da tregua. En los últimos años, cientos de miles de haitianos han cruzado la frontera –algunos legalmente, muchos no– en busca de lo que ya no pueden tener en su país: trabajo, comida, seguridad. La presión migratoria es brutal. Las escuelas públicas dominicanas están saturadas. Los hospitales colapsan. En barrios enteros de ciudades fronterizas, como Elías Piña o Pedernales, el español ha sido desplazado por el creole. Y mientras tanto, organismos internacionales –que no han sido capaces de reconstruir Haití– insisten en que la República Dominicana debe ser “solidaria”, como si pudiera cargar con un país entero sobre los hombros.

No es racismo. No es xenofobia. Es, sencillamente, sentido común. ¿Puede una nación de once millones de habitantes absorber a otra de igual tamaño, en estado de bancarrota social? ¿Puede hacerlo sin que se desplome su economía, su paz, su cultura? La respuesta, por más políticamente incorrecta que sea, es no. Rotundamente no.

Lo que Haití necesita no es una caridad perpetua, ni una fusión binacional disfrazada de cooperación. Necesita instituciones. Necesita orden. Necesita un Estado. Y eso, lamentablemente, no se lo puede dar ningún vecino, ni siquiera uno bien intencionado. Se lo tiene que dar él mismo, con ayuda del mundo, sí, pero también con responsabilidad propia. Como escribió Jean Price-Mars, uno de los pocos pensadores lúcidos que ha dado ese país: “Haití será lo que los haitianos decidan que sea”. Por ahora, no han decidido nada.

Algunos han propuesto soluciones extravagantes. Volver a África, por ejemplo. Recuperar las raíces culturales perdidas, reencontrarse con el mundo ancestral del que fueron arrancados por la trata esclavista. La idea, aunque poética, es absurda. Haití no es África. Es el Caribe. Sus ciudadanos han nacido allí, han luchado allí, han sufrido allí. Mandarlos de vuelta sería repetir, con otros medios, la brutalidad de los negreros. Sería una limpieza étnica disfrazada de redención histórica.

Lo que sí se puede –y se debe– hacer es trazar límites. La República Dominicana tiene el derecho –y el deber– de defender su soberanía. De proteger sus fronteras. De deportar a quienes entren ilegalmente. De negarse a pagar la factura moral que otros, durante siglos, han firmado y abandonado. Pero puede hacerlo sin odio. Con firmeza, sí, pero sin perder la brújula de la civilización.

Porque, en el fondo, lo que está en juego no es sólo el destino de Haití, sino el de toda la región. Un país sin ley en medio del Caribe es una bomba de tiempo. Si cae del todo –y estamos cerca–, el problema dejará de ser dominicano. Será continental. Y entonces, cuando las bandas crucen fronteras, cuando los flujos migratorios colapsen sistemas enteros, cuando las epidemias y el tráfico de armas se vuelvan incontrolables, el mundo tal vez recuerde que hubo una vez un país llamado Haití, al que se dejó solo demasiado tiempo.

Pero entonces, probablemente, ya sea tarde. Para todos.

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