¿De qué otra forma se puede
amenazar que no sea de muerte?
Lo interesante, lo original, sería que
alguien lo amenace a uno con la
inmortalidad.
Jorge Luis Borges

A Pepe Arnaiz, in memoriam…

Fui amigo de un obispo excepcional. Sobra decir que practicaba él, con fervor, la creencia en otra vida tras esta vida. Que éramos infinitamente pequeños y fugaces antes de morir, e inmensos y eternos después de la muerte: así lo pensaba con vehemencia aquel fraterno monseñor. “No sólo creo en la vida eterna; he tenido irrefutables experiencias de Dios”, le oí decir a nuestro camarada.

Debo reconocer que afirmaciones de tal jaez suelen mermar el rigor y la disciplina de las articulaciones óseas, al mismo tiempo que nublan la visión. Sobre todo si quien recibe el disparo verbal no dispone del arnés teológico suficiente, como tampoco simpatiza del todo con esa brumosa y esquiva noción de lo eterno.

Borges ha dicho: “El atributo de eternidad me parece horroroso”. No estoy, sin embargo, enteramente a favor de tal idea. Lo espantoso (por el terrible tedio que conlleva) sería el ser uno mismo ad infinitum, esto es, el existir para siempre con estas señas de identidad: con este yo a cuestas, no importa si en la luz o en la tiniebla.

“Sucede que me canso de mis pies y mis uñas/y mi pelo y mi sombra. Sucede que me canso de ser hombre”, exclamó (o sollozó) Pablo Neruda. (Tal vez al bueno de Pablo se le fue la mano; que no era para tanto, si estos pocos años dentro de la “cárcel del alma” bien valieron su pena. El fastidio habrá sido quizá lo eterno, el ser perenne o infinitamente Pablo, en la claridad o en la sombra, en prosa o en endecasílabos.)

Advertido así por la angustia premonitoria del gran Neruda, decidí hablar con mi preclaro amigo, monseñor de los de siempre (y hoy en las cercanías del Padre), a fin de que propiciara un cierto arreglo entre mi sencilla humanidad y las potencias altísimas que rigen lo imperecedero.

A tan distinguido prelado invoqué las razones siguientes: en primer término, no deseo ser quien soy per saecula saeculorum. Aspiro únicamente a mil años de vida después de la muerte, sólo que divididos y reencarnados en otros seres, conforme a mi selección.

Veamos: viviría de nuevo los 80 años de Platón y los 67 de Leonardo da Vinci; los 35 años de Wolfgang Amadeus Mozart, además de los breves 39 de Frédéric Chopin y los 70 turbulentos y milagrosos de Richard Wagner.

Los que me restan (709 años, en suma), estarían distribuidos como sigue: reencarnaría en 40 de los buenos años de Winston Churchill (que sus 91 de gruesa vida acabarían antes de tiempo con mi reserva temporal), en los 47 de Albert Camus y en los 88 de Charles Chaplin. Estaría durante nueve meses en el cuerpo de Joe DiMaggio (los nueve meses de Marilyn, claro está) y cinco años en el soma de Roger Vadim (cuando una Brigitte descalza le bailaba sobre la mesa); además de otros tres meses renacido en ese mismo bribón (sólo en la eternidad de los instantes en que a su lado florecía Catherine Deneuve).

Todavía, con una disponibilidad de algo más de cinco siglos, podría pactar las siguientes cuotas: alojarme en los 76 años de Herr Albert Einstein, en los 92 de Pablo Diego José Francisco de Paula Juan Nepomuceno María de los Remedios Cipriano de la Santísima Trinidad Ruiz y Picasso (conocido como Pablo Picasso); en los 87 de Jorge Luis Borges y en los 70 de Julio Cortázar; en los 67 de Vinicius de Moraes (Salve, Maestro, patrón de bohemios con causa o sin ella) y en los fructuosos 67 de Antonio Carlos Jobim. (Warning: de los 1,000 tan sólo te quedan 69 años en la alforja).

Ejem, ejem (me rasco la garganta, en tanto hago mentalmente las cuentas). Entienda, monseñor, no sé por qué razón pero me he quedado algo corto en los números. Fíjese que los mil años no me alcanzaron siquiera para ocuparme de la gente del terruño. Me habría complacido, por ejemplo, ser durante algún período monseñor Meriño, Pedro Henríquez Ureña, el profesor Juan Bosch y el doctor Balaguer. Quizás podría usted ayudarme a gestionar algo más de tiempo a fin de cumplir con esas altas aspiraciones. Digamos, tal vez, que otros cien o ciento cincuenta años. ¿Y para qué tanto tiempo? Entiéndalo: sucede que algunos de ellos fueron muy longevos y, además, en proporción a la eternidad, esa extensión que le solicito es minúscula y representa menos que un santiamén.

Está bien, vamos al grano. ¿Cómo distribuirías esta nueva concesión? Muy sencillamente: querría estar 73 años en el cuerpo de monseñor Meriño, 62 en el de don Pedro Henríquez Ureña, 96 en la materia del doctor Balaguer y 92 en la sustancia del profesor Bosch.

De nuevo se te arruinó la cuenta! Estás hablando ahora de 1,254 años. Y esa cantidad le parecería excesiva a cualquiera, así en la tierra como en las alturas. Admite que la propuesta que me entregas es inusitada, y que a nadie se le ocurrió jamás tal desatino. No me atrevería a presentar tu solicitud ante los infinitos poderes reguladores de la vida y la eternidad. En primer lugar, muchos de los personajes elegidos para tus sucesivas reapariciones fueron coetáneos y partes de sus vidas transcurrieron en la misma época, razón que impediría el que habitaras en dos o tres de esos cuerpos a la vez. Peor aún: algunos de ellos sufren de muy mala reputación en los cónclaves divinos, por lo que pienso que no estarían dispuestos a otorgarte la licencia para encarnar en ninguno de esos seres reprobables.
¿Ni siquiera podría ser nuevamente el manso de Albert Einstein? Recuerda que, en vida, Albert tocaba el violín. Y ahora está ocupado pues dirige una pequeña orquesta de cámara en el espacio eternamente destinado al solaz de la noble gente de ciencia. Y Neruda, ¿acaso no me permitirían ser de nuevo el Pablo de los 20 Poemas de Amor y una Canción Desesperada? Neruda naufragó por sus ontológicas rabietas y su libídine. ¿O es que no recuerdas el Tango del Viudo? ¿Y qué de Vinicius de Moraes, un poeta dulce y luminoso? ¿Te refieres a aquel Vinicius que se casó nueve o diez veces y que decía tener como su mejor amigo el whisky, el “perro embotellado”? ¿Y para ser el maestro Jorge Luis Borges, no sería posible que me otorgasen una venia especial? Borges no creía en la vida después de la muerte. Imaginaba el Paraíso como algún tipo de biblioteca. Recuerdo que también dijo: “La muerte es una vida vivida. La vida es una muerte que viene”.
Entonces, ¿qué salida me resta, apreciado monseñor? Estoy desconsolado. Piense usted que hay millones de personas que suspiran por la inmortalidad, cuando no saben qué hacer una tarde lluviosa de domingo…

Posted in Apuntes de Infraestructura

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