Más que el discernimiento de la filosofía o la ciencia (cuya aparición en la Hélade fue ignorada por la mayoría, con un imperceptible fruto sobre la existencia de la polis), los griegos entendían la ‘paideia’ –la educación, el aprendizaje– como el conocimiento de los poemas homéricos y de la tragedia. Eran estas nociones el principal instrumento de interpretación de la vida: su imprescindible factor, el ineludible principio. Acaecía la ‘paideia, de esta suerte, como el modo de aprehender la realidad, de otorgarle transparencia, de razonarla…

Después de la épica de Homero, la tragedia otorga de nuevo a la poesía griega la capacidad de abrazar la unidad de todo lo humano. La epopeya homérica y la tragedia son como dos enormes formaciones montañosas enlazadas por una serie ininterrumpida de cerros menores, en donde Homero y los mitos constituyen el trasfondo de universalidad. La tragedia congrega toda la experiencia adquirida por el pueblo griego en religión, filosofía, arte y política. Viene a ser la rectora del pueblo y hasta responsable de su conducción, mucho más que los gobernantes. Los trágicos desempeñan para el alma helénica una función semejante a la de los profetas judíos.

En Esquilo hay toda un compendio pasado y presente de la paideia helénica; todo el universo humano descubierto hasta aquí por Grecia. Esquilo incorpora en su teatro la totalidad de aquella dialéctica terrible según la cual el bien lleva al mal, por lo mismo que provoca la insaciabilidad del disfrute. Esa hybris que fue el ‘pecado de los griegos’ y según la cual el castigo, o tisis divina, es la fuente del conocimiento verdadero. La felicidad es bella como estúpida: se ignora a sí misma y nada enseña. El bien se realiza impensadamente, por encima de los individuos. Prometeo padece, pero gana para los hombres una chispa de la llama celeste. El tema de Esquilo es que la victoria se compra con dolor, que la felicidad inmediata no puede ser la última razón de la conducta y que sólo se salvan los que están dispuestos a perderse. Prometeo en la roca es la cumbre de tormento y grandeza hasta donde el pensamiento helénico ha logrado encumbrar la imagen del Hombre.

Entre los apasionados extremos de Esquilo y Eurípides, Sófocles viene a ser la armonía, el término medio, la euritmia. El refinamiento estético de Sófocles es menos expresivo que el tosco arcaísmo de Esquilo o el subjetivismo tenso de Eurípides. En Sófocles es reposo lo que en Esquilo era pétrea rigidez y lo que en Eurípides será nerviosa trepidación. La estructura de la tragedia alcanza en Sófocles su máximo equilibrio, la elaboración suma. Sus caracteres son canónicos: ni sobrehumanos, como en Esquilo, ni todavía excesivamente humanos, a la suerte de Eurípides. Sófocles se desenvuelve en la mejor atmósfera de Atenas, en el aliento de la culminación histórica. Lejana ya la embriaguez de la victoria y lejana aún la sospecha de la ruina. Es la Grecia plena y armónica de Pericles y su ‘ideal urbano’.

Se da una diferencia de veinte años entre Sófocles y Eurípides. Si el primero avanza sobre las escarpadas alturas de los tiempos, el segundo es la revelación de la tragedia cultural que arruinó a la época. Realismo burgués, retórica y filosofía son para Werner Jaeger los tres elementos nuevos de la obra de Eurípides: el ‘poeta de la ilustración griega’, como se le ha denominado. Su teatro está impregnado de las ideas y del arte retórico de los sofistas. La sofística tiene la cabeza de Jano, una de cuyas caras es la de Sófocles y la otra la de Eurípides.

En la escena de Eurípides habrá mendigos andrajosos en lugar de los héroes trágicos del pasado. Se discute el matrimonio y las relaciones sexuales, que habían sido tema excluido por largos siglos, son llevadas a la vista del público. Medea, mujer bárbara, privada de sentido social y ajena a la gracia ateniense, muestra al desnudo el combate del amor, en que domina Jasón, el más fuerte, como en el mundo bravío de la naturaleza. Ella es pasión, él es cálculo, de suerte que el peso heroico del mito resulta invertido en la tragedia. El aburguesamiento, en el Orestes, empuja ahora la tragedia a la transición tragicómica, pero, al mismo tiempo, inunda de prosa el lenguaje poético de la tragedia.

Eurípides es el poeta de la crítica racional y ahonda como ninguno en la irracionalidad del alma y en la crueldad del mundo. Como poco le incumbe el tema accidental de la ciudadanía y mucho le importa el problema eterno de la vida, él naufragará en un escepticismo que sólo parece aliviarse, al final de sus días, en la embriaguez arrobadora de Las bacantes. La poesía de Eurípides nos revela el futuro mundo de los griegos. Ama su audacia y su libertad, aunque sabe que a ellas debe su abatimiento. El pequeño cosmos armonioso de la polis se deshace en un océano tempestuoso, donde los mortales flotan como minúsculos derrelictos.

Eurípides es también el primer psicólogo y el descubridor del alma en un sentido completamente nuevo. Es, sin dudarlo, el primer inquisidor del turbulento mundo de los sentimientos y las pasiones humanas. Por primera vez, con despreocupado naturalismo, él introduce en la escena la locura con todos sus síntomas. Eurípides crea un universo poético que se disuelve en la reflexión y la subjetividad. El insaciable afán de felicidad y el apasionado sentimiento de justicia de los personajes de Eurípides no encuentran satisfacción completa en este mundo.

Los sacerdotes de la antigua paideia no podrían perdonar a Eurípides. El mundo helenístico, el de mañana, lo venerará como a un dios.

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