La obra de Christian Mateo emerge como un acto de evocación sensorial, una cartografía íntima de la memoria que se entrelaza con la geografía emocional de la República Dominicana. Nacido en el corazón mismo de la isla, en el Corral de los Indios, su producción visual se alimenta de los colores terrosos del sur, los azules del lago Enriquillo y los rituales cotidianos de la infancia, convertidos en símbolo. En sus piezas, la materia —ya sea fósforo, pigmento o vacío— no es arbitraria: responde al dictado de una memoria visceral, cargada de imágenes, olores y silencios.
Su fascinación por el fuego nace de un gesto íntimo: la lata de su abuela fumadora de andullo, con fósforos, tabaco y jengibre, se transforma en tótem de infancia y en detonante de su pulsión piromaníaca. En ese acto de prender fuego, entre travesuras, pérdidas y cicatrices, se encendió también su imaginación. La combustión es aquí metáfora de la transformación: un arte que quema la superficie para revelar lo que arde debajo.
El universo iconográfico de Mateo habita entre bestiarios y paisajes, donde cocodrilos con su propio ojo miran desde una dimensión simbólica. El artista reconoce el enigma como sustancia de su práctica: los huecos en sus obras representan vacíos emocionales, profundidades que no pueden llenarse, solo recorrerse. El uso deliberado del negro marfil intensifica ese abismo, y expande el silencio como parte activa de la forma.
Lejos de una narrativa lineal, su pintura se deja llevar por el ritmo intuitivo del sueño. Mateo no impone el color: lo escucha. La obra decide, el artista obedece. Así se configura un lenguaje que no separa lo ancestral de lo íntimo, ni lo lúdico de lo trágico, sino que los amalgama en una poética de la identidad caribeña, encendida por los fósforos de la memoria.
La muestra, abierta al público en la Sala Ramón Oviedo del Ministerio de Cultura desde el 9 de mayo hasta el 30 de agosto de 2025, cuenta con el respaldo del joven coleccionista Rodolfo Dauhajre.